Trescientos treinta
y siete.
A veces siento que estoy perdido justo en lo más hondo de la entraña de un
bosque, el más frondoso. Es media noche o falta muy poco o acaban de adentrarse
los latidos de las horas en la madrugada. No importa. En todo caso la oscuridad
todo lo preside. Una oscuridad que se acentúa, si tal es posible, porque las nubes
envuelven la cara oculta de la luna, porque el bosque es tan tupido que incluso
a plena luz solar todo es umbrío.
La pregunta podría ser muy simple, pero también podría dar para
varias páginas, no puedo saber cuántas. ¿Tiene sentido continuar escribiendo
novelas del modo en que se escribían? La pregunta sobrevuela la conciencia o el
debate de muchos escritores y críticos desde hace tantas décadas, que quizá la
respuesta es obvia: sí y no, no y sí. Depende.
¿El lector lee lo que le dan, lo que le meten por los ojos, o
realmente escoge libremente?
La respuesta a esta pregunta es clave, porque si me decido por
la primera opción, queda abierta la posibilidad de que el autor (cualquier
autor) explore con tenacidad y con determinación, y casi imbuido del espíritu
aventurero, por nuevos derroteros, e intente renovar el género o, al menos,
proponer su apuesta de renovación.
Si la disyuntiva escogida, por el contrario, es la segunda, es
decir, el lector escoge con libertad, entonces nos adentramos en otra
discusión, cambia el debate, o planteado de otra manera, es necesario responder
a otra pregunta: ¿Debe el escritor escribir pensando en el lector, o se debe a
sí mismo?
La oscuridad densa me atrapa, a veces siento que estoy
emparedado, y ya no sólo es luz lo que me falta, también es aire para respirar.
Trescientos treinta
y ocho.
Creo que AO vuelve a tener razón cuando viene a decir en uno de sus "raudos" que
llega un momento en que el escritor debe abandonar la posición de investigador
o aprendiz de por dónde van los derroteros literarios, y debe plantearse muy en
serio qué camino debe escoger y elaborar sus propuestas en forma de libros.
Si uno se considera escritor debe escribir. Parece una obviedad,
pero a veces convendría recordarlo.
Trescientos treinta
y nueve.
Cómo necesito del sentido del humor o, mejor dicho, de la fina ironía, esa mirada
un poco distante, que sirve para que la melancolía se esfume, o se achique
hasta parecer una nubecilla inofensiva, y para que la trascendencia sea una
niña pequeña y dormidita, que deje de incordiar como a menudo me incordia.
En muchas ocasiones es como si todo lo escribiera o lo viviera
vestido de frac, o, al menos de esmoquin. Como si cada paso por las aceras de
mi vida estuviera dirigiendo un adagio inconmensurable de Bruckner. A veces pienso
que necesito una sobredosis de este medicamento, mejor aún, un tratamiento continuado;
me hace falta que esa ironía se convierta en mi medicación habitual, diaria,
como si mi ánimo sufriera de elevados parámetros de colesterol que necesitan
ser reducidos desde ya.
Trescientos cuarenta. Uno hace lo que
puede y ahí debería detener sus pasos, porque ir más allá puede originar
problemas de diferente índole, como esguinces de tercer grado en el optimismo,
o rotura de ligamentos cruzados en la autoestima; sin embargo a veces intenta
lo que no puede, y entonces se puede iniciar el desastre, puede comenzar a planear
la tormenta, o peor, un huracán que devaste cualquier semilla de ilusión.
Si leyera mejor a los clásicos enseguida aprendería que el
camino de la felicidad (hasta donde me sea dado alcanzarla) da su primer paso o
bebe su primer trago en el conocimiento de uno mismo, que es algo más que mirarse
al espejo y no confundir la imagen que allí me observa con la del vecino del décimo.
Porque según lo veo, quizá la más necesaria o la primera de las
exploraciones que se debieran emprender en la vida ha de tener como objetivo
esencial cartografiar los límites, más que las posibilidades.
Trescientos cuarenta
y uno. Leo noticias que estremecen sólo con enfocar la mirada hacia sus
letras. Informaciones que pertenecen a este planeta y a este tiempo; más aún a
esta concreta zona de la Tierra en que habito, a esta hoja del almanaque que
paseo. Atrocidades y miserias que van descomponiendo el ánimo.
Y sin embargo continúo durmiendo cada noche, como con buen
apetito y me preocupa, más que nada, lo que a mi alrededor rebulle.
¿Será acaso la costumbre?
Quizá no esté en mis manos la opción de solucionar nada, o quizá
de eso nos hayan convencido.