Trescientos cuarenta
y dos.
«En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que
se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en
turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera
que vino a perder el juicio» (“El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Parte I,
capítulo I). Si bien es cierto que la locura le sobrevino a Alonso Quijano,
según lo refiere Cervantes, no sólo por el mucho leer, sino por leer
únicamente novelas de caballería, tantas que
vendió parte no desdeñable de su hacienda para hacerse con cuantos más
ejemplares mejor, en estas semanas he vuelto a experimentar el peligro que
acecha a la sombra de tantísimas horas de lectura.
Aunque una de las consecuencias de esta incesante caminata de
mis ojos sobre páginas y páginas, es el adelgazamiento de estas líneas, que
continuará por unas semanas, a diferencia del caballero manchego, no he tenido
que emplear las noches, de claro en claro, ni los días, de turbio en turbio, en
tal actividad, por fortuna no he tenido que leer libros llenos de frases tan
inexplicables, oscuras y farragosas como las que el Manco transcribe del tal
Feliciano Silva —autor del que era devoto el Caballero de la Triste Figura—,
aquello de la razón de la sinrazón… Y
si ambas circunstancias son suerte y bendición para quien debe juzgar los textos,
mucho mejor, y menos peligroso para mi salud mental, está siendo la pluralidad
de temas, y el modo variado en que se abordan.
Así pues se ha de concluir que si enloquezco ningún improbable
cronista de mis días podrá achacarlo a que pasé excesivas horas en exclusiva ante
libros de tal o cual tema, de tal o cual género.
Pero el mayor de todos los premios, la verdadera lotería, y
acaso por ello es por lo que he comenzado citando unas líneas del Quijote, es
constatar libro a libro que el español se abre en toda su espléndida ductilidad
y, al mismo tiempo, se expande en una suerte de variedad tan amplia que me admira.
Para mi desgracia desconozco casi todo de cualquier otro idioma,
apenas unas nociones básicas, torpes, casi pueriles del inglés; pero a pesar de
tal lastre, dudo que haya otra lengua que sea tan maleable y variada como el
castellano. He podido constatar, y lo seguiré haciendo en las próximas semanas,
pues aún falta tiempo para rematar la faena, cómo en cada lugar del planeta en
que nuestro idioma arraiga adquiere sus peculiaridades que, salvo vocablos muy
específicos de una región, que a veces se convierten casi en dialecto, se hace
plenamente comprensible para cualquiera.
El escritor, o el aspirante, o quien suspira por ello a sabiendas
de que sólo es y será poco más que aficionado, un pobre escribidor como aquél
personaje de Vargas Llosa, usa como herramienta básica para su laboreo el idioma.
Es cierto que la sintaxis es el esqueleto a la vez sólido y móvil que permite
crecer y ahormar un cuerpo: a veces pura fibra de verbos a pleno rendimiento, a
veces adiposo de epítetos que ralentizan y distorsionan la forma del músculo, a
veces débil, casi enfermo de anorexia por falta de proteínas, lípidos, sales
minerales y azúcares, en ocasiones con protuberancias como verrugas de adverbios inútiles,
a veces también pura armonía, plenitud, equilibrio de todos los elementos:
estructura, sintaxis, semántica, sustantivos, verbos, adjetivos, adverbios… Pero
siendo la sintaxis la arquitectura que sostiene el edificio, su fachada se muestra
y concreta en palabras y las palabras son tantas, tan variadas, tan flexibles,
tan camaleónicas a veces.
Durante estos meses (desde marzo llevamos leyendo novelas
cortas), he jugado a adivinar la procedencia de la autora o del autor. No su
lugar de residencia, o el punto del planeta desde donde remitió su texto. A
esos datos soy completamente ajeno, gracias al cielo. Me refiero a si la
escritora o el escritor maneja los útiles con que el español se dice en Chile,
EE. UU., Argentina, España, México, Venezuela, Guatemala, Colombia, Canadá,
Honduras, Cuba, Bolivia… Pero tampoco me refiero, o no sólo me refiero, a las
peculiaridades puntuales; se trata de algo más profundo, algo que tiene que ver
de algún modo, con la idiosincrasia de los habitantes de cada parte del mundo.
Más aún, es fácilmente distinguible, y la comprobación de esto es algo que me
ha fascinado, que no es lo mismo una novela peruana, por ejemplo, que se
desarrolla en zona andina, que la que recorre Lima; o no es lo mismo un relato
mexicano urdido en México DF a otro de zonas rurales; no es lo mismo una historia
argentina brotada en zona de Pampa que en Buenos Aires; no es igual una
narración española que huele a las cumbres que bordean Ponferrada o junto al Mediterráneo
en Alicante.
Así pues la amplitud, versatilidad y delicada variedad cromática
del español, que lo convierten en uno de los idiomas con más matices y posibilidades,
se me ha presentado en tres niveles que me están produciendo una triple fascinación:
el vigor del idioma común e inconfundible, autopista para explicar los latidos
del corazón, bandera común de tantos millones; lo múltiple de sus manifestaciones,
tantas como paisajes donde se habla o se respira o se ama o se odia; y, por último,
la potencia que regala a los hablantes para que cada individuo lo use como
vehículo intransferible para contar el mundo, su mundo, lo que a cada quien le
importa o le impulsa.
Todo es español (aunque en ocasiones los errores sean lamparones
que en vez de iluminar, deslucen o ensombrecen). El castellano es tan amplio
que en su más hondo latido, quizá porque en sus orígenes a pesar de ser evolución
del latín vulgar, también es lecho sobre el que afluyeron tantas lenguas y
tantas culturas, cabe cualquier idea, cualquier imagen, cualquier objeto, cualquier
ser humano, todos los seres humanos. Nuestro idioma es tan dúctil que es capaz
—siempre lo ha sido, conviene subrayarlo— de acoger, a modo de hijos adoptivos,
palabras de cualquier idioma y aplicándoles unas pocas y sencillas reglas, sin
alterar casi nada de su esencia, hacerlos miembros de pleno derecho de la
familia. Lo hizo con árabes, germanos, franceses, aztecas, mayas, quechuas…, lo
continuará haciendo con los ingleses, los norteamericanos, y no tardará tanto
en que el chino dejé algunas de sus vocablos como huella de su creciente poder
en tantos ámbitos. Es inevitable.
Si he citado al padre de la novela moderna, a Cervantes, ahora parafraseo
a uno de los mayores defensores del relato y la novela corta, me refiero a
Borges. Más allá de la altura de la calidad con la que me haya tocado bregar,
más allá de la extenuantes jornadas, más allá de la saturación que me obligaba
a detenerme y a intentar dormir para almidonar el cerebro, más allá de todas
estas circunstancias, me siento mucho más orgulloso de lo que he leído que de
todo cuanto hubiera podido escribir en este tiempo, pues sé que todo ello se
aposentará en mí habiéndome procurado una riqueza de la que antes carecía.
Trescientos cuarenta
y tres.
Uno se altera o siente cómo se encienden las luces de alarma en su interior
ante circunstancias o por motivos que, a priori, parecen preocupantes. Sin
embargo pasa por alto pequeños guiños, gestos apenas perceptibles, detalles que
se confunden con nimiedades o fruslerías baladíes y fugaces.
Pasan las semanas, se suceden los meses y, de pronto, la
nimiedad, la fruslería, el detalle de apariencia intrascendente se torna
protagonista, opaca en escasos instantes todo lo demás.
De pronto experimento con total plenitud, qué es pillarle a uno al
contrapié o con el paso cambiado. Y otra vez, con urgencia, debo reubicar los
radares de la atención, el periscopio que vigila el acecho de destructores
enemigos.
Por suerte no parece que la distracción o el engaño suponga nada
irreparable, aunque venga a subrayar de nuevo mi impericia y mi absoluta
incapacidad para distinguir una ampolla de un tumor epitelial.
También sé que soy injusto conmigo mismo, pero no puedo evitar
que me roce otra vez el dedo de la culpa con que me acuso por no haber prestado
más atención, por no haberme extrañado ante la persistencia de la pequeña lesión,
por no haber preguntado, aunque fuera por error, a alguien con pupilas más
habituadas, a alguien que en décimas de segundo advirtió que aquello era más de
lo que aparentaba y era urgente, además, que otro con más preparación aún determinara cuánto.
Trescientos cuarenta
y cuatro. En momentos de flaqueza, cuando el cansancio zancadillea el
paso de las neuronas, me digo que la lectura de algunas de las obras que han llegado
a este ordenador, en realidad, y a pesar de todo lo que vengo diciendo, me está
haciendo perder el tiempo de las lecturas que me deberían ocupar.
Pero más tarde, una vez recuperado el resuello, una vez
descansado u oxigenado el cerebro, llego a la conclusión de que el esfuerzo por
escribirlas, el tiempo que les ha llevado pergeñar unas páginas, la ilusión que
han puesto en hacer materia escrita una idea o una vivencia, merecen y necesitan
mi atención, más aún, exigen mi cariño.
A lo mejor desde fuera no se entiende muy bien, pero tengo para
mí que si uno se compromete a hacer algo —y mucho más si es la amistad el motor
que movió mi compromiso—, ha de hacerlo con todas las consecuencias.
Aunque algunos días he sentido, y quizá aún repita esta sensación,
que es demasiado esfuerzo y que las cosas quizá haya que plantearlas de otro
modo, al final prima la sensación de que merece la pena.
No me es muy difícil ponerme en la situación del concursante. No
es nada complicado, si me ubico al otro lado, en la orilla del autor, saber que
está deseando una lectura atenta, un juicio sensato y ponderado.
Es probable que muchos, sobre todo los más jóvenes —por los
textos deduzco que son legión—, no tengan la suficiente perspectiva para la
autocrítica, para exigirse más, para determinar que su obra no ha madurado lo
suficiente y apenas resiste una lectura; pero aún en estos casos, sé que debo
ser honesto con la tarea.
Trescientos cuarenta
y cinco.
Dice Luis Enrique, el entrenador del Barça, que el elogio debilita.
Creo que tiene razón, aunque quizá debería aquilatar un poco más
la afirmación, que suena a sentencia de los clásicos, acaso un adjetivo que dé
la mano al sustantivo, pues, en algunas ocasiones es muy necesario reconocer
los méritos que adornan cualquier tarea.
Sin embargo, y admitiendo que en lo fundamental el asturiano
tiene razón, convendría añadir, de inmediato, que la crítica sin argumentos tiene
el mismo efecto, incluso más dañino, que la alabanza desmedida.
Quizá entonces sería más real afirmar que el elogio sin mesura
debilita, pero el vituperio aniquila.