Trescientos cuarenta
y seis.
Entra o va a entrar en pocas horas el otoño. En esta ocasión se ahílan las
circunstancias astronómicas con las climáticas. El equinoccio otoñal en la zona
del Sistema Central de la Península Ibérica coincide con cada tópico de la
estación: lluvia, viento, refrigeración de termómetros.
Uno sabe que estas líneas son obvias, tan tópicas como las
circunstancias atmosféricas, pero, al mismo tiempo, uno también se da cuenta
que conviene, de vez en cuando, ubicar sus pasos y reflexiones en esa realidad
ínfima y cotidiana. Todo influye en el sentimiento o en el pensar, y por más
que apenas sean flecos de los latidos, o notas marginales para una neurona, ahí
(o aquí) están tales circunstancias.
Se atenúa la intensidad de la luz, se acorta su duración, se alivian
los grados, las prendas que hasta ayer estorbaban deben volver a sus perchas
para reiniciar su tarea tras estos meses de reposo… Tales menudencias, por
triviales que sean, también son parte del revoco del carácter, lo enlucen de un
modo concreto.
También constato, no sé si con resignación o con una pizca de
rebeldía, que mi ánimo se viste con las prendas del otoño, para que la humedad
y el frío de la melancolía no lo dobleguen del todo. Y acaso, sea esta la
principal de las tareas de las próximas semanas.
Es en las fronteras, también de las estaciones del año, donde se
libran las batallas más cruentas y complejas. Cuando se transita por el
interior del territorio, lo normal es que uno sea tropa vencedora o soldado
capturado por el enemigo.
Trescientos cuarenta
y siete.
Hubiera querido darle propaganda al acto, pero al no ser público del todo, he
debido amainar tales impulsos…
Al final del curso pasado, justo antes del inicio de las vacaciones,
un buen amigo que forma parte del club de lectura del Colegio Público de San
José de esta ciudad, se acercó hasta la oficina para comentarme que el tal club,
probablemente por iniciativa de algunas amigas que también forman parte de él,
había propuesto como primera lectura para el inicio del curso Los andamios de los pájaros y me
preguntaba si estaría dispuesto a participar con ellos el día en que se pusiera
en común su lectura.
En el fondo se trataba de una pregunta retórica, pues es casi
imposible rechazar semejante detalle. Tal regalo es de los que se acepta sin
mirar nada más, pues no hay nada más que mirar. Lo peor que podría suceder, y
de ello le advertí con la naturalidad con la que uno admite su día a día, es
que justo tal jornada y a esa hora surgiera un imprevisto relacionado con la
salud de mis padres. (La propuesta se concretó hace tres meses, y tres hojas
del calendario, para según qué circunstancias, son una distancia inabarcable
por lo imprevisible de los acontecimientos).
Hoy ha sido el día, en que nos hemos juntado en la Sala
Teatrillo Paladio, donde trabajan los miembros de la asociación Paladio Arte
cuya pretensión es la integración social y laboral de personas en situación de
desventaja, fundamentalmente las personas con discapacidad física, psíquica o
sensorial, a través del teatro. La defensa de sus derechos e intereses, la
divulgación de su problemática, el desarrollo de sus capacidades...
Si bien es cierto que un teatro vacío (aunque sea pequeño, o no
sea muy grande) produce sensación de desamparo, bajo los elevados techos de
éste aletean otro tipo de impresiones.
Quizá sean los carteles y fotografías que ocupan las paredes.
Imágenes del festival que anualmente celebra esta asociación, con la idea de
llevar a la práctica lo que en la teoría se dice, como demostración de que el
teatro, las artes escénicas, son camino válido para la integración de la que se
hablaba.
El patio de butacas está despejado, las sillas descansan junto a
las paredes. En el centro ha colocado unas cuantas mesas que forman una sola
más grande, alrededor de la que se piensa celebrar la tertulia, pues no se
trata de algo diferente a una tertulia para comentar un poemario.
Mientras me acercaba al lugar, un cúmulo de pensamientos se me
agolpaban, acaso eran más porque el viento de la tarde los convertía en
primicias de hojas de otoño. ¿Qué mérito tiene mi tarea o mi afán para llamar
la atención de otros? ¿Habrán gustado los versos? Y muchas más cuestiones que
con la potencia del viento, volaban nada más aflorar.
Y la música.
Los arpegios y punteados de mandola con que mi hermano Antonio
ha acompañado los recitados de algunos de los poemas.
La versión de raíces compartidas inconscientemente del poema Si poseyera agallas de hombre al que ha
encontrado nuestro común amigo, la esencia, el esqueleto, esa vértebra donde se
sujetan el resto de los versos, convirtiendo en salmo esencial, lo que siempre
ha sido un salmo.
Las palabras de los lectores que me iban calentando el corazón y
las preguntas a las que contestaba y los comentarios elogiosos en exceso.
La asunción apasionada del único convencimiento cierto que ahora
mismo atesoro: ser eslabón sencillo, acaso débil. Ser parte de una cadena cuya
verdadera belleza es ella misma la sucesión imparable de eslabones, que se realza
más aún con la hermosura inigualable de algunas de joyas engarzadas en su longitud.
El recuerdo al cimiento del libro: los cuadros de mi hermano
Mariano.
El agradecimiento al editor que apostó por estos versos.
La certidumbre de que el poema —la novela, el cuadro, la
película, la canción…— sólo existen en plenitud cuando el lector acude a ellos,
pues su verdadera esencia está en ser reinterpretados, recreados, resucitados
por cada lectura. La certeza, por tanto, de que un poema significa tantas
lecturas como tenga sobre sí, ni siquiera lectores, pues a veces, con el paso
del tiempo, los mismos versos dicen cosas diferentes a la misma persona.
El convencimiento de la inutilidad de este afán, pero, al mismo
tiempo, la imposibilidad de no someterse a él, de no ser fiel a su llamada, a
veces imperiosa, a veces dúctil y sinuosa, casi como una seducción irresistible.
La exigencia a que empuja esta pasión de ser voz disonante
respecto de la mayoría de voces que convierten al planeta en un inmenso basural
de lodo y desperdicio moral y medioambiental. La necesidad cada día más
imperiosa de ahondar en pos de la esencia olvidando alharacas y oropeles…
Los rostros de los contertulios que confirmaban que mis versos
habían aterrizado en su interior, pues estaban zambullidos en mis palabras, en
mis gestos, en el tono cada vez más apasionado de mis palabras, como si lo que
uno decía tuviera alguna importancia.
Y todo ello en este ambiente de latidos también diferentes a lo
habitual. En un teatro cuyo afán no es el glamour, o la prensa de las vísceras,
o la obtención de ganancias económicas, sino la integración de los menos
tenidos en cuenta por nuestros esquemas, la promoción de aquellos que están por
debajo de la media en algunos de los estándares tenidos por fundamentales en
nuestra sociedad, y sin embargo están muy por encima en afectos y emociones. Y
todo ello en el contexto de un club de lectura de un colegio…
¿Cómo no reiterar y reiterarme que el verdadero premio para un
escritor, después de que un editor se haya fijado en su trabajo, es saber que
un lector completa y recrea la obra cada vez que la lee…?
Trescientos cuarenta
y ocho.
Cinco y media de la madrugada. Suena un teléfono, el fijo. No llego. No es la
notificación de que me ha tocado la lotería. Canta la melodía del móvil la que
ahora trepa por el aire de la casa.
Una tormenta imprevisible y dañina —pero no devastadora— ocupa
mi mente. No pienso. No debo pensar en estos instantes iniciales. Actúo en modo
piloto automático. Otros ya pensaron cómo afrontar situaciones similares. Mejor
no ser creativos en determinadas circunstancias. 112. Me visto. Pido un taxi,
es preferible tenerlo a la puerta, aunque los céntimos, que por la noche son
como gacelas dopadas, incrementen en exceso.
Cuidados profesionales, precisos, eficaces, amables. Otro taxi.
Un médico remendando el estropicio.
Tres horas y vuelta a casa. A su casa.
Un susto, nada más, por suerte. La revelación de que el alambre
cada vez es más delgado, más alta la distancia al suelo. Más próxima la meta.
Trescientos cuarenta
y nueve.
La inauguración del Hay Festival fue el sábado pasado. Segovia es el escenario
donde escritores, periodistas, sociólogos, poetas, intelectuales, incluso un
restaurador de prestigio universal, debatirán o reflexionarán, supuestamente,
sobre Europa, en este año en que conmemoramos —acaso todos deberíamos vestir de
luto para que se viera lo que se celebra— la primera centuria del estallido de
la I Guerra Mundial.
En otras circunstancias personales, lo más probable es que
estuviera como unas castañuelas por la llegada de este momento. Otros años,
incluso, he llegado a reservar uno de mis días libres para el viernes del Hay
Festival y poder acudir a alguno de los actos que se celebraran por la mañana.
Otros años, incluso, he recibido a amigos de otras partes del país y de Europa
para disfrutar de estos días.
Este año, como el pasado y el anterior, mis circunstancias
aconsejan no prever nada, porque de nada tendré ganas. Como así es.
Hoy, a la hora en que anoto esto, antes de ponerme con otra de
las novelas del concurso, Pierre Lamaitre estará hablando de su novela Nos vemos ahí arriba, relato que he
leído no hace muchas semanas, cuyo primer capítulo me pareció una joya.
Ahora pienso si no hubiera sido interesante estar escuchándole a
él y a su entrevistador; pero sé que hubiera estado más pendiente del teléfono
que de otra cosa.
Trescientos
cincuenta. Aunque aún me reste lo más difícil, aunque aún no haya
finalizado del todo con la misión, al menos ya sé que he leído todas las
novelas que han desembocado en la última fase del concurso.
Quizá no coincida mi sensibilidad con la de otros, pero estoy
seguro de que sea cual fuere su propuesta, al menos podré dialogar con ellos
con conocimiento de causa.
Es lo mínimo que se merece un concursante.
Y, por desgracia, sé bien a lo que me refiero.
Trescientos
cincuenta y uno. A veces me dicen que me precipito en exceso, que me anticipo,
que no soy capaz de disfrutar el instante, porque ya estoy pensando en el siguiente.
Por ejemplo, con la lectura de las novelas. Hay tiempo de sobra
y he concluido, al menos para saber de qué hablamos cuando haya que hablar
sobre el asunto.
Y ahora me alegro de haberlo hecho, porque si hubiera esperado a
este fin de semana que se apaga entre lluvias y charcos, habría sido imposible.
Por desgracia, he acertado al anticiparme.
También en esta ocasión.
Trescientos
cincuenta y dos. Me consuela, aunque sé que es ínfimo consuelo, recordar que
advertí los riesgos que corría al entrelazar su vida con la mía, que es una vía
de agua permanente.
A pesar de ello, siento que no se merece tanto mis ausencias, y
más que éstas, el modo en que funciona mi radar de atenciones o el reloj de las
tareas de cada día.
Lo sabía y, de regalo, cayó la tarea de atravesar este sendero
pino y estrecho, sinuoso e interminable. Y ahí está, ahí continúa, atenta,
tranquila, casi siempre sonriente.