Trescientos
cincuenta y tres. Desmoronar, desmoronarse, es la palabra que en estos días me acecha
con su mirada de zarpa hambrienta, con su actividad infatigable, con sus fauces
que demoran su tarea, pero nunca la detienen.
Nada se puede hacer, salvo acompañar con el mejor talante
posible esta travesía hasta la otra orilla, poco más. Somos frágiles e
impotentes. Aunque esta especie pueda alcanzar la luna o llegara a cumplir cada
sueño, al final el cuerpo se descompone de una manera u otra. Y eso, ni médicos
ni profetas pueden evitarlo.
El final es el destino de todo y de todos. Incluso quienes
creemos o deseamos o esperamos que unas manos poderosas nos acojan en su
esencia de ternura y amor, sabemos que hay una frontera que se atravesará, y
también sabemos que cruzarla es imprescindible e inevitable para completar un
trámite que se diversos modos.
A veces llega su visita de modo inexorable e impredecible, un
ataque a traición, devastador, un colapso repentino que todo lo derriba, que lo
destruye todo.
En otras ocasiones se entabla batalla con encarnizada
resistencia de quien sabe de su derrota, pero no por ello claudica.
Por el contrario, en otros casos, quien se sabe perdedor, alza
los brazos u ondea su bandera blanca, rendido antes de empezar el último
envite.
Y para algunos no hay ataque fulminante, de pronto destructivo,
ni hay batalla encarnizada, ni rendición sin condiciones.
En determinadas circunstancias, su presencia es muda, no
envenena, constriñe poco a poco; se produce un paulatino escarbar de termitas
insatisfechas e incansables; se escucha en el silencio de la madrugada la lenta
y rítmica excavación de un regato de fluir constante, ajeno a la velocidad y a
las prisas.
No hay queja o rebeldía, si acaso algún lamento. Cae la mirada
sobre el edificio que se despelleja, procura uno poner en sus pupilas y en sus
manos más bien torpezuelas todo el cariño y la destreza de que es capaz. A
veces, la retina se empaña por una lágrima furtiva, las manos, a veces, tiemblan
removidas por cierta emoción de un recuerdo o un rictus casi inevitable.
Desmoronar. Desmoronarse.
Dice la R. A. E, desmoronar: deshacer y arruinar poco a poco los
edificios.
Añade a continuación, desmoronar: deshacer y arruinar las
aglomeraciones de sustancias más o menos en cohesión.
Referido a las personas, afirma, desmoronar: sufrir, física o
moralmente, una grave depresión, los efectos de un disgusto, etcétera.
Y concluye, desmoronar: dicho de un imperio, de los bienes, del
crédito, etcétera: venir a menos, irse destruyendo.
Desmoronar, desmoronarse, cuanto miro, cuanto me rodea, cuanto
alcanzo a vislumbrar en la lejanía.
Trescientos
cincuenta y cuatro. La pretensión nada escondida o camuflada de menguar los recursos
—personales, materiales y económicos— destinados a la sanidad pública es un
crimen que debería tipificarse en el código penal. La condena para quien se
halle culpable de él, debería ser la más alta contemplada en tal compilación de
crímenes, delitos y faltas.
Acaso me repito, mas no me importa. En los últimos tiempos es
una reflexión que me ocupa, si no todos los días, varias veces por mes, porque
no es raro que me pregunte ¿qué hubiera sido de ellos, si la sanidad pública no
hubiera sido la española actual, aunque se haya adelgazado la fortaleza de su
caparazón, aunque su edificio esté en proceso de desmantelamiento?
Hacer de la salud negocio sirviéndose de argumentos tan falaces,
fustigando la razón con teorías que no resisten el análisis más superficial,
debería ofender la inteligencia de cualquier ciudadano. ¿No se ve la diferencia
entre competir en igualdad de condiciones y menguar las calidades de uno, para
que otros inferiores puedan aproximarse a ellos?
La única sanidad privada admisible, y quizá necesaria, es
aquella que ofrezca su cartera de servicios frente a la mejor, más robusta y
más activa sanidad pública… Salvo que se cambie la Constitución y no todos los
españoles seamos iguales, y sólo tengan derechos a determinados actos médicos
quienes puedan pagarlos con su tarjeta de crédito.
Todo lo que no sea tal, simplemente es la manera en que los
gobernantes han decidido que se enriquezcan unos pocos a costa de la
enfermedad, la lesión, o la dolencia de los ciudadanos. No digo que haya que
prohibir la sanidad privada, lo que digo es que la sanidad pública no debe recortar
ninguna de sus prestaciones, al contrario, deberían potenciarse mucho más. Si
la sanidad pública es excelente, la sanidad privada también deberá serlo; pero
si la sanidad pública no es la mejor, la sanidad privada será sólo un negocio.
A lo mejor, además de exigir que los cargos públicos declaren
propiedades e intereses, se les debería exigir un compromiso por escrito de que
su tarea es la de robustecer lo público —entendido esto como la prestación de
servicios a los ciudadanos, no como nido para que algunos engorden sus ahítas
faltriqueras—, frente al desmesurado afán de enriquecimiento privado.
Nunca ha sido una buena idea que la zorra cuide de las gallinas.
Y a veces algunas cosas muy sencillas se olvidan con facilidad, o peor aún, no
se tienen en cuenta en el momento decisivo.
Trescientos
cincuenta y cinco. En algún sitio leyó, o eso me dijo, que según Séneca la
felicidad es la ausencia de dolor.
Quizá para muchos sea demasiada poca pretensión, quizá se cifre
la felicidad en poseer, no sólo bienes materiales, también intangibles como
sabiduría o belleza.
Y, sin embargo, contemplándole uno empieza a darse cuenta que sí,
que el romano cordobés estaba muy cerca de acertar, porque no hay nada más que
aleje de la dicha que el sufrimiento, ya sea físico, anímico o espiritual, pues
en no pocas ocasiones el mayor de los dolores no desgarra alguna parte del
cuerpo, sino otras zonas de la persona imperceptibles para cualquier tipo de máquina.
Trescientos
cincuenta y seis. Atravesar al final de la madrugada del sábado o del domingo el
centro de la ciudad, cuando para uno acaba de iniciarse la jornada, es como transitar
entre los despojos de una batalla. Me cruzo con los últimos soldados de la
fiesta, gravemente heridos por las armas de la juerga. Los desperdicios han caído,
como fulminados, fuera del lugar que les corresponde.
Da mucha vergüenza ajena constatar la dejadez de quienes deben
pensar que divertirse y ensuciar son sinónimos inseparables, soldados por inextricables
mecanismos mentales. Y tal sentimiento se acrecienta al comprobar que tanto
desperdicio yace próximo a contenedores que está muy lejos de rebosar o
desbordarse.
Un par de horas más tarde, cuando la mañana engalana con su
sonrisa de sol y brisa tonificante el recipiente de la jornada, la misma zona
aparece en estado, si no de revista, al menos decoroso. Y la sensación de vergüenza
ajena no disminuye, crece, porque alguien, además de recoger la suciedad y la
basura, ha tenido que limpiar la desidia de quienes entienden que embasurar es
una de las actividades a que se puede dedicar una persona que sale de fiesta el
fin de semana.