Cómplices

Miércoles 1 a domingo 5 de octubre de 2014

Trescientos cincuenta y tres. Desmoronar, desmoronarse, es la palabra que en estos días me acecha con su mirada de zarpa hambrienta, con su actividad infatigable, con sus fauces que demoran su tarea, pero nunca la detienen.
Nada se puede hacer, salvo acompañar con el mejor talante posible esta travesía hasta la otra orilla, poco más. Somos frágiles e impotentes. Aunque esta especie pueda alcanzar la luna o llegara a cumplir cada sueño, al final el cuerpo se descompone de una manera u otra. Y eso, ni médicos ni profetas pueden evitarlo.
El final es el destino de todo y de todos. Incluso quienes creemos o deseamos o esperamos que unas manos poderosas nos acojan en su esencia de ternura y amor, sabemos que hay una frontera que se atravesará, y también sabemos que cruzarla es imprescindible e inevitable para completar un trámite que se diversos modos.
A veces llega su visita de modo inexorable e impredecible, un ataque a traición, devastador, un colapso repentino que todo lo derriba, que lo destruye todo.
En otras ocasiones se entabla batalla con encarnizada resistencia de quien sabe de su derrota, pero no por ello claudica.
Por el contrario, en otros casos, quien se sabe perdedor, alza los brazos u ondea su bandera blanca, rendido antes de empezar el último envite.
Y para algunos no hay ataque fulminante, de pronto destructivo, ni hay batalla encarnizada, ni rendición sin condiciones.
En determinadas circunstancias, su presencia es muda, no envenena, constriñe poco a poco; se produce un paulatino escarbar de termitas insatisfechas e incansables; se escucha en el silencio de la madrugada la lenta y rítmica excavación de un regato de fluir constante, ajeno a la velocidad y a las prisas.
No hay queja o rebeldía, si acaso algún lamento. Cae la mirada sobre el edificio que se despelleja, procura uno poner en sus pupilas y en sus manos más bien torpezuelas todo el cariño y la destreza de que es capaz. A veces, la retina se empaña por una lágrima furtiva, las manos, a veces, tiemblan removidas por cierta emoción de un recuerdo o un rictus casi inevitable.
Desmoronar. Desmoronarse.
Dice la R. A. E, desmoronar: deshacer y arruinar poco a poco los edificios.
Añade a continuación, desmoronar: deshacer y arruinar las aglomeraciones de sustancias más o menos en cohesión.
Referido a las personas, afirma, desmoronar: sufrir, física o moralmente, una grave depresión, los efectos de un disgusto, etcétera.
Y concluye, desmoronar: dicho de un imperio, de los bienes, del crédito, etcétera: venir a menos, irse destruyendo.
Desmoronar, desmoronarse, cuanto miro, cuanto me rodea, cuanto alcanzo a vislumbrar en la lejanía.

Trescientos cincuenta y cuatro. La pretensión nada escondida o camuflada de menguar los recursos —personales, materiales y económicos— destinados a la sanidad pública es un crimen que debería tipificarse en el código penal. La condena para quien se halle culpable de él, debería ser la más alta contemplada en tal compilación de crímenes, delitos y faltas.
Acaso me repito, mas no me importa. En los últimos tiempos es una reflexión que me ocupa, si no todos los días, varias veces por mes, porque no es raro que me pregunte ¿qué hubiera sido de ellos, si la sanidad pública no hubiera sido la española actual, aunque se haya adelgazado la fortaleza de su caparazón, aunque su edificio esté en proceso de desmantelamiento?
Hacer de la salud negocio sirviéndose de argumentos tan falaces, fustigando la razón con teorías que no resisten el análisis más superficial, debería ofender la inteligencia de cualquier ciudadano. ¿No se ve la diferencia entre competir en igualdad de condiciones y menguar las calidades de uno, para que otros inferiores puedan aproximarse a ellos?
La única sanidad privada admisible, y quizá necesaria, es aquella que ofrezca su cartera de servicios frente a la mejor, más robusta y más activa sanidad pública… Salvo que se cambie la Constitución y no todos los españoles seamos iguales, y sólo tengan derechos a determinados actos médicos quienes puedan pagarlos con su tarjeta de crédito.
Todo lo que no sea tal, simplemente es la manera en que los gobernantes han decidido que se enriquezcan unos pocos a costa de la enfermedad, la lesión, o la dolencia de los ciudadanos. No digo que haya que prohibir la sanidad privada, lo que digo es que la sanidad pública no debe recortar ninguna de sus prestaciones, al contrario, deberían potenciarse mucho más. Si la sanidad pública es excelente, la sanidad privada también deberá serlo; pero si la sanidad pública no es la mejor, la sanidad privada será sólo un negocio.
A lo mejor, además de exigir que los cargos públicos declaren propiedades e intereses, se les debería exigir un compromiso por escrito de que su tarea es la de robustecer lo público —entendido esto como la prestación de servicios a los ciudadanos, no como nido para que algunos engorden sus ahítas faltriqueras—, frente al desmesurado afán de enriquecimiento privado.
Nunca ha sido una buena idea que la zorra cuide de las gallinas. Y a veces algunas cosas muy sencillas se olvidan con facilidad, o peor aún, no se tienen en cuenta en el momento decisivo.

Trescientos cincuenta y cinco. En algún sitio leyó, o eso me dijo, que según Séneca la felicidad es la ausencia de dolor.
Quizá para muchos sea demasiada poca pretensión, quizá se cifre la felicidad en poseer, no sólo bienes materiales, también intangibles como sabiduría o belleza.
Y, sin embargo, contemplándole uno empieza a darse cuenta que sí, que el romano cordobés estaba muy cerca de acertar, porque no hay nada más que aleje de la dicha que el sufrimiento, ya sea físico, anímico o espiritual, pues en no pocas ocasiones el mayor de los dolores no desgarra alguna parte del cuerpo, sino otras zonas de la persona imperceptibles para cualquier tipo de máquina.

Trescientos cincuenta y seis. Atravesar al final de la madrugada del sábado o del domingo el centro de la ciudad, cuando para uno acaba de iniciarse la jornada, es como transitar entre los despojos de una batalla. Me cruzo con los últimos soldados de la fiesta, gravemente heridos por las armas de la juerga. Los desperdicios han caído, como fulminados, fuera del lugar que les corresponde.
Da mucha vergüenza ajena constatar la dejadez de quienes deben pensar que divertirse y ensuciar son sinónimos inseparables, soldados por inextricables mecanismos mentales. Y tal sentimiento se acrecienta al comprobar que tanto desperdicio yace próximo a contenedores que está muy lejos de rebosar o desbordarse.
Un par de horas más tarde, cuando la mañana engalana con su sonrisa de sol y brisa tonificante el recipiente de la jornada, la misma zona aparece en estado, si no de revista, al menos decoroso. Y la sensación de vergüenza ajena no disminuye, crece, porque alguien, además de recoger la suciedad y la basura, ha tenido que limpiar la desidia de quienes entienden que embasurar es una de las actividades a que se puede dedicar una persona que sale de fiesta el fin de semana.