Cómplices

Lunes 13 a domingo 19 de octubre de 2014

Trescientos sesenta y siete. La celebración extemporánea de una fiesta que se conmemora con poco entusiasmo general, convierte a este lunes en una jornada anodina.
Que, además, el festejo no se haya traspasado a hoy en todas las comunidades autónomas es otro lastre más. Ni siquiera en la capital del Estado, que prefirió alguna otra conmemoración —si no yerro, el Corpus— a la llamada con pomposidad de rotulador fluorescente Fiesta Nacional o Día de la Hispanidad… ¿Si la capital de España no celebra el día de la Fiesta Nacional, cómo se pretende que otros, poco afectos a esta patria, la tengan en cuenta? No imagino el 14 de julio en Francia sin que sea festivo en todo el territorio, o el 4 julio en los EE. UU., aunque cayera en domingo.
Ya sé que los actos institucionales ocuparon el día del calendario que les correspondía, pero hay algo que no termina de ser muy coherente en todo esto.
Quizá, no lo descarto, el error haya sido declarar festivo este lunes. Pero, dadas las circunstancias, a uno le ha venido bien, por muy anodina y gris que se haya revestido la jornada.

Trescientos sesenta y ocho. Llegamos y seguiremos llegando con retraso. A veces ha sido porque no hemos visto o no hemos sabido ver lo que se avecinaba, y otras porque no hemos sabido derrotar la resistencia que nos han ido ofreciendo. Se pretendía derribar muros a cabezazos.
Debe haber un momento vital —nada preciso ni coincidente en cada caso— en que los humanos en general, aunque haya notables excepciones, justo es reconocerlo, nos atrincheramos en costumbres, recuerdos, hábitos, percepciones y cuando alguien pretende alterarlos, sobre todo a determinadas edades, estamos convencidos de padecer una injerencia en asuntos internos que podría considerarse casus belli.
Lo más probable es que el error no sea de quien ha llegado a ese momento de su vida en que cualquier cambio es como pretender levantar con las manos piedras de tres o cuatro o cinco toneladas. Si sucede, como a menudo sucede, que tales novedades no son capricho pasajero, sino necesidades acuciantes, casi seguro que la oposición que causan se debe a que quien pretende introducir alguna modificación, ha elegido mal la estrategia para presentar el asunto, aunque sean amor y ganas de evitar riesgos los materiales de que se nutren las nuevas ideas.

Trescientos sesenta y nueve. Estoy más cansado de lo que me gustaría reconocer. No me quejo en absoluto; por el contrario abrazo con cariño esta etapa de duración indeterminadísima, a pesar de que el resultado final es ya sabido. Digo que estoy más cansado de lo que me gustaría reconocer, porque lo que en verdad estoy lamentando es mi debilidad, mi impotencia, no ser capaz de resistir mejor el embate de los días, no poder mantener el ritmo para seguir escribiendo, sentir que me desbordo y me disperso.
Abro al azar el poemario de Carlos Rafael Ruta, Brizna perdida (Colección Tierra, nº 20, La isla de Siltolá, 2014). Mientras lo ojeo, ni siquiera puedo hojearlo con la atención suficiente, pienso que desde hace meses soy incapaz de leer versos. Necesitaría mejor capacidad mental para que su hondura se aposente un poco en mis entretelas; pero a pesar de ello, en este instante me empeño. Es como si necesitara demostrarme a mí mismo que esto de ahora, por muy largo o impreciso que sea, es pasajero y, además, lógico y, además, explicable. Abierto el libro al azar, tomo aliento, poso mis ojos en una estrofa de dos versos de la página 64: No hay tierra firme / donde sellarle compases al destino.
Tiemblo levemente, como algunas hojas de este inicio de otoñada que están a punto de hacerse humus nutriente, pero aún titilan injertadas en su rama.
Quizá sea así, quizá sea lo que dice Carlos Rafael Ruta, y acaso debo avanzar aún más en este proceso de comprensión —también aprehensión— de la realidad más honda y cierta que tengo: la fragilidad, la desmesura de lo incierto, de lo mudable, de lo inseguro que es todo. Tener aún más clara la necesidad de apretar, dejarlo fijo, inamovible, el botón de nuestra vida donde dice presente continuo; olvidarse de planes a largo plazo; construir proyectos, sí, pero con la conciencia hialina y sonriente de que es imposible determinar, no sólo cuándo lo terminaré, sino si llegaré a concluirlo alguna vez.

Trescientos setenta. A diferencia de la poesía, en estos meses, la narrativa ha venido como terapia que ha aliviado buena parte de estas semanas de fuerte marejada, esta montaña rusa psíquica en la que se mueve el ánimo, en paralelo a los vertiginosas subidas y bajadas de su salud.
Quizá me sucede lo que a los convalecientes de algunas enfermedades: ahora no puedo comer alimentos muy sólidos y contundentes, quizá necesite purés, gelatinas, pescado hervido, carne de pollo, algo de jamón York, yogures…
Por más que algunos se empeñen en no admitirlo, el alimento más sólido y contundente para el espíritu está en la poesía. No hablo de libros con renglones que se parten para asemejar versos que no son, ni hablo de libros con aroma a alcanfor y a cadáveres apenas maquillados, ni hablo de algunos libros más empalagosos que comerse un kilo de azúcar. Hablo de la poesía, esa corriente imparable que apenas se deja tocar por nuestro corazón, y que a veces también anida en la prosa, en la mejor prosa.

Trescientos setenta y uno. Descubro o confirmo de nuevo que el crítico temido y, al mismo tiempo, tan deseado por otros, es mucho mejor diarista que crítico, ya que ha tomado su tarea como si sus letras fueran una cimitarra incansable. Aunque tuviera razón en cada una de sus reseñas, se me hace muy cuesta arriba la lectura continua de tanto error o incongruencia o estulticia literaria. ¿No habría que señalar también, aunque sólo fuera por no parecer un verdugo con sentimientos sádicos, algún acierto, alguna luz…, no sé un párrafo al menos digno?

Trescientos setenta y dos. Ahora que tengo que decantarme entre un uno y medio por ciento de las novelas presentadas a concurso, siento que son demasiadas, que se me hace muy cuesta arriba mi decisión definitiva que, por suerte, no será la del concurso, tan sólo representará su décima parte.
Es curiosa esta sensación, haber descartado trescientas noventa y, sin embargo, no saber cómo o por qué descartar otras tres. Y cuando me queden tres, aún me resta algo más difícil, decidir cuál es mejor según mi torpe criterio, decidir cómo o por qué ordenar su calidad.
Como si fuera fácil.
Miro el rostro de felicidad de nuestros colegas del jurado del Premio Planeta, mientras atraviesan la particular alfombra roja que el evento merece, y pienso que no se trata de lo mismo. No se atisba en ninguno de los rostros la más mínima tensión o duda o carga de responsabilidad. Supuestamente van a decidir el futuro de un autor o autora y de una obra, pero tengo la impresión de que allí hay de todo menos misterio, suspense o duda.

Trescientos setenta y tres. Los ojos se me pegan a los párpados. Según mis costumbres, no debería ser tan tarde para las células de mi organismo, aún debería estar al menos media hora o tres cuartos aquí sentado, pero el peso infinito de mis párpados lo está convirtiendo en un suplicio.
Aún así resisto un poco más y me pongo a leer los titulares de la prensa. Una manía, supongo. Y me encuentro con la información que amedrentará o alertará a tantos: cuatro posibles nuevos casos de contagio con el virus del ébola.
No quiero alarmarme, es mejor esperar, y soñar con que, como otros, serán cuatro nuevos negativos casos.

Trescientos setenta y cuatro. Leo su título, y sé a ciencia cierta que se un título genial, uno de esos títulos que a uno le hubiera gustado poner en alguna de sus obras. Aplaudir en silencio a la autora que pensó algo así: Mi color favorito es verte.

Trescientos setenta y cinco. Saber, antes de que los datos se integren en el caudal de conocimientos, que ahora transitamos una empinadísima subida de la montaña rusa, tan empinada que parece vertical, cuarenta y cinco grados sobre el suelo.
Mirar a tu alrededor e intuir que un sufrimiento semejante al tuyo anida en demasiados lugares, en tantas familias.
Confirmar, de nuevo, que todo el dinero que se destine a esta tarea de aliviar y sanar el dolor, la enfermedad es poco, siempre será poco.

Trescientos setenta y seis. Llego a casa con la luz de la mañana temprana acariciándome en la espalda. El verano, subido a la grupa de viento africano, ha regresado estos días a hacernos una visita.
Pero es un poco melancólica, como esas visitas a destiempo, casi precipitadas, de quien se allega a ver a un conocido porque intuye que si no lo hace, no volverá a verlo con vida.
Las alamedas amarillean sobre las cúspides de los chopos, las castañas ruedan por el suelo, las hojas secas, crujientes, ocupan el lugar de su letargo, los días son mucho más cortos.
Y a pesar de todo, o precisamente por eso mismo, cómo se agradece una visita así, extemporánea y rápida.