Cómplices

Lunes 20 a domingo 26 de octubre de 2014

Trescientos setenta y siete. Si analizo, o lo intento, con alguna perspectiva cuanto recuerdo de mi biografía, predomina la sensación de que poco he hecho por propia iniciativa, más bien siento que las circunstancias se han impuesto casi siempre. Me han vivido, no he vivido.
Quizá no pueda ser de otro modo, y como dijo alguien (no sé quién), la vida es aquello que sucede, mientras nosotros nos dedicamos a planearla. No puedo ni sé generalizar, sólo sé hablar de mí mismo, y acaso sin la precisión adecuada, más bien con las contradicciones de mi ánimo casi fluvial, un espíritu que se va asomando a las jornadas con la curiosidad de quien espera siempre algo nuevo y sorprendente.
Por eso, por si acaso, es mejor no rebelarse contra los acontecimientos que se van sucediendo, pequeños contratiempos o grandes obstáculos, e intentar abrazarlos (aunque nunca fue agradable abrazar ortigas), e, incluso, procurar desvelar el misterio que se encierra en ellos.
Antes creía que nada sucede porque sí. Quizá, pensaba entonces, se trate de razones invisibles, inasibles para nuestro torpe o incompleto entendimiento; pero ahora tengo la impresión, cada día más acentuada, de que la lógica que gobierna cada hecho, nada tiene que ver con alguna enseñanza que uno pueda aplicar a su propia vida.

Trescientos setenta y ocho. El verdadero compañero de estas semanas, además de cierto desasosiego imparable, es el sueño.
Madrugar como europeo y acostarse como español, tiene consecuencias.
Vivir con esta intensidad, intentar llegar más lejos, batallar por cumplir con las obligaciones, aunque se hayan contraído con uno mismo y con nadie más, produce sueño; un sueño que atruena en los ojos.
Este mediodía, a la hora de la comida en España, he escuchado decir, en evidente tono de broma y como comentario irónico para justificar ciertos hábitos, que dormir está sobrevalorado, que con tres o cuatro horas basta.
Ojalá fuera verdad.

Trescientos setenta y nueve. Vuelvo por cuarta vez a la lectura de La lluvia amarilla. En esta relectura su fraseo, ese ritmo de música perenne, continúa embrujando mi cerebro. Pero mucho más fuerte que su ritmo, esa prosa vestida como versos, me golpea el sentir de sus palabras: la soledad que todo lo carcome, la batalla perdida contra el tiempo, el murmullo amarillo de la muerte, su runrún imparable y silencioso, saber que ser el último habitante, es sólo ser baúl de los recuerdos, memoria que será muy pronto olvido, engullida en la nieve del invierno.
El libro que hoy manejo, a modo de homenaje, añade a la novela un deuvedé y un preámbulo escrito por Julio Llamazares. El leonés desvela su sorpresa. Cuando escribió este libro, nos confiesa, no pensó que tuviera tanto éxito, pues era un texto ajeno en fondo y forma a la moda del año ochenta y ocho.
Después de tanto tiempo, por desgracia, no se ha modificado la tendencia, penosa realidad de nuestras letras que avanzan en lo obvio, retratan apariencias, y no excavan en la hondura de lo humano.