Trescientos setenta
y siete.
Si analizo, o lo intento, con alguna perspectiva cuanto recuerdo de mi biografía,
predomina la sensación de que poco he hecho por propia iniciativa, más bien
siento que las circunstancias se han impuesto casi siempre. Me han vivido, no
he vivido.
Quizá no pueda ser de otro modo, y como dijo alguien (no sé
quién), la vida es aquello que sucede, mientras nosotros nos dedicamos a
planearla. No puedo ni sé generalizar, sólo sé hablar de mí mismo, y acaso sin
la precisión adecuada, más bien con las contradicciones de mi ánimo casi
fluvial, un espíritu que se va asomando a las jornadas con la curiosidad de
quien espera siempre algo nuevo y sorprendente.
Por eso, por si acaso, es mejor no rebelarse contra los
acontecimientos que se van sucediendo, pequeños contratiempos o grandes
obstáculos, e intentar abrazarlos (aunque nunca fue agradable abrazar ortigas),
e, incluso, procurar desvelar el misterio que se encierra en ellos.
Antes creía que nada sucede porque sí. Quizá, pensaba entonces, se
trate de razones invisibles, inasibles para nuestro torpe o incompleto
entendimiento; pero ahora tengo la impresión, cada día más acentuada, de que la
lógica que gobierna cada hecho, nada tiene que ver con alguna enseñanza que uno
pueda aplicar a su propia vida.
Trescientos setenta
y ocho.
El verdadero compañero de estas semanas, además de cierto desasosiego
imparable, es el sueño.
Madrugar como europeo y acostarse como español, tiene
consecuencias.
Vivir con esta intensidad, intentar llegar más lejos, batallar
por cumplir con las obligaciones, aunque se hayan contraído con uno mismo y con
nadie más, produce sueño; un sueño que atruena en los ojos.
Este mediodía, a la hora de la comida en España, he escuchado
decir, en evidente tono de broma y como comentario irónico para justificar
ciertos hábitos, que dormir está sobrevalorado, que con tres o cuatro horas
basta.
Ojalá fuera verdad.
Trescientos setenta
y nueve.
Vuelvo por cuarta vez a la lectura de La
lluvia amarilla. En esta relectura su fraseo, ese ritmo de música perenne,
continúa embrujando mi cerebro. Pero mucho más fuerte que su ritmo, esa prosa
vestida como versos, me golpea el sentir de sus palabras: la soledad que todo
lo carcome, la batalla perdida contra el tiempo, el murmullo amarillo de la
muerte, su runrún imparable y silencioso, saber que ser el último habitante, es
sólo ser baúl de los recuerdos, memoria que será muy pronto olvido, engullida
en la nieve del invierno.
El libro que hoy manejo, a modo de homenaje, añade a la novela
un deuvedé y un preámbulo escrito por
Julio Llamazares. El leonés desvela su sorpresa. Cuando escribió este libro,
nos confiesa, no pensó que tuviera tanto éxito, pues era un texto ajeno en
fondo y forma a la moda del año ochenta y ocho.
Después de tanto tiempo, por desgracia, no se ha modificado la
tendencia, penosa realidad de nuestras letras que avanzan en lo obvio, retratan
apariencias, y no excavan en la hondura de lo humano.