Cómplices

Lunes 6 a domingo 12 de octubre de 2014

Trescientos cincuenta y siete. Me escribe un amigo para añadir un nuevo significado a la palabra desmoronarse. Transcribo lo que, con tanto cariño, me dice: “Dícese del paso previo y necesario a la preparación de una superficie, que se ha de cimentar y mejorar, para la construcción de una nueva edificación”.
De inmediato mi recuerdo ha viajado al campo, a las planicies que nos abrazan y que en verano se hinchen de espigas preñadas de mil granos, porque durante el invierno la semilla sembrada en el otoño se pudrió hasta morir, y al morir, germinó, luego rompió el caparazón de la tierra, poco a poco creció en primavera, dio su fruto, dispuesta a ser segada, para una vez molida convertirse en pan.
Es probable que el error sea ensimismarse en una situación concreta, en un punto fijo; la equivocación es no contemplar que cuanto nos rodea y nos ciñe y nos acuna es móvil, al menos cíclico. Nada es definitivo: ni triunfo ni derrota, escribí, y lo mismo podría afirmarse de la vida… o de la muerte. Más aún, algunas situaciones, probablemente haya que recibirlas como un regalo, por más que parezcan un suplicio. Acaso en comprender su esencia de dádiva esté el arcano que las explica, por más que atenten a la comodidad. Quizá también en su razón de ser anide la entraña de la sabiduría.

Trescientos cincuenta y ocho. Un correo electrónico de una amiga me avisa de la noticia que recorre la nación, inunda las redes sociales y ocupa la atención de las televisiones, por no hablar de la preocupación que va vistiendo a otros países europeos.
Una auxiliar de clínica, que formó parte del equipo médico que cuidó de los dos misioneros traídos de Sierra Leona, se ha contagiado en España con el virus del ébola. Y han pasado cinco o seis días desde que padeció los primeros síntomas hasta que ha sido aislada. Algo se ha hecho rematadamente mal y ella no es culpable, sino víctima, la primera víctima.
Mi deseo es que se recupere cuanto antes y sin secuelas.
A mi alrededor muchas voces claman justicia y maldicen el momento en que se trajo a España a los misioneros contagiados por el virus, debido a su trabajo con los enfermos de Sierra Leona.
Lo que yo maldigo es la prepotencia de nuestros dirigentes, ese dar por sentado que nuestra sanidad podía afrontar sin riesgos semejante envite.
Todo es muy confuso y un poco siniestro, perfecto cebo para las lenguas de los opinantes que ocupan como moscas cojoneras las cadenas de televisión y las emisoras de radio.
Pero siento que por una extraña casualidad, las líneas que el otro día dediqué a la sanidad pública, ahora cobran más sentido que entonces, porque ahora ya se trata de responder a una posible emergencia sanitaria para todo la nación.
¿Qué más necesitan nuestros dirigentes —en cualquiera de los niveles de la administración— para comprender que las verdaderas niñas bonitas de su tarea han de ser sanidad y educación?

Trescientos cincuenta y nueve. A medida que se acerca el momento definitivo en la tarea de valoración de las novelas presentadas al concurso, acrecen las dudas tal que sombras de atardeceres.
Ante mí un ramillete de relatos con distintos estilos o apuestas formales, me observan o me acechan, no lo sé muy bien. Releo cada narración de este grupo, y algunas decisiones que ya parecían definitivas se alteran de nuevo.

Trescientos sesenta. Y otro mail más esta semana que habla de ese desmoronamiento referido más arriba. Me anima con un juego de palabras reconfortante, al menos para alguien que del francés lo desconoce todo. Y concluye: «No creo que sirva de mucho, porque el desmoronamiento por sensación, que parece tu caso, tiene un pronóstico incierto, pero ahí dejo mi mensaje de ánimo, de subsistencia acaso. Quizá estés llegando a un estadio avanzado del conocimiento humano».
Sus palabras, en efecto, animan puesto que el único sendero certero para aceptar la realidad, se inicia dando el primer paso: conocerla.

Trescientos sesenta y uno. También por correo electrónico me llega la invitación de José Antonio Abella para acompañarle en la presentación de una nueva edición de Yuda esa novela que para siempre, ya hace tantos años, me hizo fan entregado de la prosa de este médico, escultor, gran escritor y sobre todo grandísima persona. Esta nueva edición de la novela, que es una verdadera joyita del trabajo de editor hecho con verdadero mimo y detalle, sólo podrá adquirirse en la casa de Abraham Seneor, en Segovia, en plena judería, en el mismo corazón del barrio donde pudo habitar ese niño segoviano que tuvo la desgracia de nacer sefardí al final del siglo XV, ese Yuda, que como tantos otros hijos de la fe de Moisés y Abraham hubieron de salir de España expulsados por decreto de sus católicas majestades Isabel y Fernando, allá por 1492.
Las circunstancias personales (que no he podido evitar que destilen entre tantas de las líneas de este diario), me han impedido asegurar mi presencia junto a él e Ignacio Sanz, pero intentaré con todas mis fuerzas sentarme entre el público el próximo viernes. Y no pudiendo confirmar al cien por cien mi asistencia, prefiero no arriesgar y renunciar a ella, a pesar de que desde hace meses estaba sobre aviso.

Trescientos sesenta y dos. Como en tantas ocasiones me ha sucedido —para ser sincero casi siempre— el galardonado con el Premio Nobel de Literatura de este año, Patrick Modiano, es casi un desconocido absoluto para mí, apenas una sombra, una referencia leída en la prensa especializada, como por una casualidad.
Al buen tuntún, escanciando aquí y allá, quiénes valoran su obra, uno se arriesga a intuir por dónde puede ir el estilo del autor francés. Al leer la información sobre la rueda de prensa que dio tras saberse laureado me encuentro con esta afirmación suya que tras ser leída supone una dosis de vitamina en vena potente y revitalizador: «Soy optimista. La literatura no va a morir porque es la que traduce la angustia de su tiempo y, en consecuencia, siempre va a ser necesaria». En una sola frase resueltas dos preguntas o al menos se responden con sentido, dos de las preguntas esenciales: ¿Qué es la literatura? ¿Tiene sentido la literatura en este mundo en que la fuerza de la imagen y lo cinematográfico parece absorberlo todo?
Si es cierto que la verdadera literatura es la que acecha el sufrimiento y la angustia humanas (variables en los siglos, aunque en esencia poco cambian) para explicarlas y hacerlas comprensibles a quienes las padecen, acaso sea cierto lo que afirma el autor galo.

Trescientos sesenta y tres. Estremece la lectura de la carta escrita por el médico de urgencias del Hospital de Alcorcón encargado de atender a la auxiliar de clínica afecta de ébola y que se ha publicado en diversos medios de comunicación.
Estremece su relato sin fisuras, como escrito con bisturí, esencial, de tan esencial apto para que sus lectores recreemos con libertad lo que allí se cuenta. No es difícil asomarse al crecimiento de la angustia y el miedo, aunque en ningún momento aparezcan tales palabras; es fácil deducir el enfado y la impotencia (en todo momento el traje me quedaba corto, afirma, acaso en la única frase ajena al contexto del relato puramente profesional y técnico, ceñido en exclusiva a sus actos médicos); se ve a las claras el deseo de hacer pública la carta con apresuramiento, con esa velocidad propia de lo que es en verdad urgente, pues si la hubiera repasado, hubiese enmendado algunos errores de bulto, sin embargo esos errores son los que mejor transparentan que el doctor era y es muy consciente de su papel en esta trama, que de momento no es tragedia, pero aún no ha bajado de la categoría de drama; es sencillo que el lector perciba en carne propia, la velocidad atronadora del avance del virus en el organismo de la paciente.
En este caso la tensión narrativa la organiza la realidad. Entre tanto, otros cuya sensibilidad está en las antípodas de la cabeza, continúan pretendiendo cargar con la culpa a la única víctima —hasta ahora— de unos cuantos errores de los que los más graves no están en el ámbito de los profesionales, precisamente.

Trescientos sesenta y cuatro. Ya que había adquirido el compromiso, ya que José Antonio Abella había confiado en mí como lector enamorado de Yuda para estar junto a él, he decidido, aunque sólo sea como algo testimonial, enviarle unas líneas con algunas de mis apreciaciones sobre la novela. Tras unas líneas en que disculpo mi ausencia, y relato un par de anécdotas personales relacionadas directamente con este libro, acabo con estos párrafos:
«(…) En no pocas ocasiones, por no decir siempre, la verdadera calidad de un libro (de cualquier libro) tiene que ver con el modo en que envejece, es decir la manera en que se torna atemporal, la forma en que cada generación puede encontrar belleza, hondura, emoción, sinceridad, ternura y verdad en una historia cuyo nacimiento cada vez se aleja en el tiempo. En demasiadas ocasiones, una segunda lectura significa que la primera impresión quede convertida en un sueño, algo que quizá debió suceder, pero no fue muy real. Sin embargo, Yuda, al menos en mi corazón, ha mantenido, relectura tras relectura, ese mismo nivel, o, mejor dicho, suele acrecentarlo.
A mi modo de ver, Yuda es una de esas novelas esenciales que sirven para entender una parte del mundo. En este caso para aprender que los mejores sentimientos del ser humano sobreviven y avanzan por encima y a pesar de la tiranía de los poderosos, o para aprender que la verdadera patria del hombre es su infancia y que todo cuanto en la infancia se enraíza en el corazón, nunca será extirpado.Cada vez que leo Yuda, como este verano, llego a la misma conclusión, una parte nuestra fue arrancada de estas tierras, pero, al mismo tiempo, esta tierra se expandió más allá de nuestras fronteras y quizá algún sefardí conserva un pedazo de la Segovia del final del siglo XV. Pero al acabar de leer el libro, también me planteo la misma pregunta que me produce el mismo daño, ¿por qué motivo había que expulsar a quienes habían nacido en esta tierra? Ya sé que las respuestas históricas son muchas y variadas y abarcan razones políticas, estratégicas, económicas, religiosas…, pero después de leer esta novela, cualquiera de ellas parece endeble, apenas una excusa baldía».

Trescientos sesenta y cinco. Sonrojan y soliviantan —por utilizar palabras comedidas, por no decir que a uno lo encabronan y lo ponen al mismo borde de afiliarse a Podemos, por ejemplo— las informaciones que saltan acerca del uso de la tarjeta opaca que poseían todos los consejeros de Caja Madrid.
Hoy ha vuelto a ubicarse frente a la puerta de la Audiencia Provincial de Segovia, el extrabajador de Caja Segovia, que, como un Robin Hood desarmado y solitario, lleva casi dos años enzarzado en una cruzada personal contra quienes fueron los directivos de nuestra caja. Apoyada en la pared, una pancarta, con su seriedad habitual reparte una octavilla que ha escrito él mismo y ha fotocopiado. La pregunta, a pesar de ser simplísima, casi una obviedad, no sé si se le habrá ocurrido a alguien más, a mí desde luego no. Sólo cuestiona sobre la existencia o no de este tipo de tarjetas también en la entidad segoviana. Tal y como lo escribe (leo las diez o doce líneas mientras me tomo el café de la hora del desayuno), cualquiera deduce que, efectivamente las había. Y si las había, visto lo visto, lo evidente es pensar que los consejeros no se limitaron a abonar con ella gastos de representación.

Trescientos sesenta y seis. Por casualidad he encontrado —en realidad no lo buscaba, porque me preocupan otras cuestiones que afectan más a mi vida— los listados de los movimientos de cada una de las tarjetas opacas de Caja Madrid .
Da vergüenza ajena la impunidad, casi de otras épocas, casi como los señores feudales disponían de las haciendas y los frutos de sus vasallos, con la que usaban este medio de pago.
La miseria moral de quien habita las cúspides del poder y la riqueza, sólo es comparable a la de las cloacas o los vertederos por mucho restaurante de cuatro y cinco tenedores que frecuentaran, por mucho que vistieran los diseños más caros, por mucho que toda su cotidianidad fuese como navegar por el lujo y la ostentación, sus hábitos hablan de criaturas de alcantarilla, de señores feudales que se enriquecían hasta donando cantidades a obras sociales y de caridad… con el dinero de los otros, de sus siervos ignorantes.
Sin embargo, lo que me deja más suspenso, es que a tales tarjetas se carguen compras de unos pocos euros, en algunos casos, céntimos de euro.
Pagar con dinero ajeno un safari o almuerzos en restaurantes de postín o joyas, o, incluso, ropa de ciertos sastres o modistos, más bien parece una tentación y, al final, uno podría llegar a comprender la debilidad humana, aunque obviamente, ya que se ha descubierto la tostada, obligaría a devolver el importe de tales cargos, hasta el último céntimo.
Pero abonar con tal medio de pago compras de setenta y nueve céntimos o de apenas un euro, mueve poco a la misericordia…