Trescientos ochenta. Aunque piense que
es mejor para los biorritmos que los horarios se adapten a la luz solar, al
llegar estos primeros días del horario de invierno, siento que pierdo algo,
noto cómo la melancolía se torna mancha de aceite imparable.
Se hace muy cansino escuchar los argumentos acerca del ahorro
energético. Ahora, apenas las seis y cuarto de la tarde, he tenido que encender
una luz. No sé si las empresas ahorrarán, me temo que poco, sin embargo los hogares
gastamos más.
Nuestro ritmo de vida, está organizado entorno al trabajo, es
cierto, y por eso mismo lo que deseamos es la llegada de las horas de ocio. Y
no es agradable que la mayoría de éstas sean nocturnas.
Quizá en otras latitudes de Europa, más centrales, más
septentrionales, estén habituados a este colapso de la luz. No lo sé. Para mí
estos primeros días en que la luz declina antes y más rápido, se hacen un poco
cuesta arriba.
Trescientos ochenta
y uno.
¿Hasta dónde podrá aguantar la ciudadanía tanto escándalo, tanta befa a
nuestros esfuerzos, tanto escarnio a la confianza depositada en forma de votos?
Empieza a parecer un imposible que haya jornadas sin su
escándalo de grandes proporciones. Repudiamos y calificamos como peligrosos a
los rateros, ladrones de bancos, carteristas de dedos ágiles… Sin embargo
convivimos con calma junto a estos ladrones encorbatados, de camisas bien
planchadas, abundante gomina en cabellos ensortijados o lacios, representantes
de ciudadanos, encargados por éstos de cuidar y gestionar del mejor modo
posible los asuntos públicos, es decir lo que a todos nos incumben, como si sus
tejemanejes no fueran también robos de nuestro patrimonio.
Leo que la última trama desactivada tras la puesta en marcha de una
operación policial con nombre de guerra, pero que hace referencia a una fruta,
acusa de once delitos a medio centenar de individuos, algunos de los cuales son
o han sido cargos públicos, otros funcionarios y un puñado de empresarios.
Parece, aunque a estas alturas uno toma cada información con un
sinfín de dudas, que en esta ocasión no se trata de financiación irregular de
partidos políticos, sino de una trama montada para lograr el lucro personal. Y
no sé si esto agrava o atenúa la sensación que uno tiene de ser despreciado,
ninguneado, robado, estafado.
Es verdad, como muchos sostienen, que para que haya un
corrompido, debe haber un corruptor, y por tanto se le debe perseguir de igual
modo al uno que al otro. (Sutil modo de ir despejando balones). Sin embargo la
existencia de estos tipos, no debe equivocar el destino de nuestra mirada. Por
mucho que alguien ofrezca un soborno, quien escuche la proposición, podría
negarse… Más aún, entre las responsabilidades a las que les obligan sus cargos
están las de denunciar o desenmascarar a los sinvergüenzas que pretenden
saltarse la ley a la torera para que sus pingües beneficios sean aún más
abundantes.
Lo malo es que aún se pretende convencernos de que la inmensa
mayoría de cargos públicos es respetabilísima y no actúa de esta manera
delictiva. A veces la integridad en el ejercicio de una tarea pasa por
desenmascarar a quien pudre el contenido de la cesta. Este silencio cómplice es
el nidal de la víbora que envenenará el sistema, si es que no está ya
irremediablemente podrido.
Mantener la creencia en los valores de la democracia se dilucida
precisamente en desenmascarar y expulsar a quienes usan de la democracia como
trampolín espurio para alcanzar riquezas.
La ambición desmesurada del ser humano es tan vieja como la
especie. Nada nuevo bajo el sol. Semejante actitud apareció, aparece y
aparecerá en todos y cada uno de los órdenes de la vida, y es imposible extirparla.
Por tanto el verdadero daño no es tanto que existan golfos, sinvergüenzas y
ladrones, sino que se toleren sus actos y se les proteja, que se mire a otra
parte, que se encojan de hombros y callen quienes deberían ser los primeros en
denunciarlos. Luego se quejarán —habrá que oír sus lastimeros quejidos en poco
tiempo— del peligro que corre la democracia por la llegada de lo que han dado
en llamar populismo.
Tenemos derecho a intentarlo. Tenemos derecho a darles la
espalda, pues cada día demuestran, no sólo su ineptitud, sino su verdadero
interés; tenemos derecho a abrir de par en par los ventanales y que una tromba
de aire fresco se lleve todo lo podre que nos rodea; tenemos derecho a limpiar
de estiércol los despachos de quienes gestionan los intereses comunes. Quizá
sea populismo pensar en los que menos tienen y no en los grandes empresarios.
Quizá sea populismo poner por delante en las preferencias del gasto público la
educación, la sanidad, la cultura. Quizá sea populismo intentar redistribuir
los ingresos de otro modo. Quizá sea populismo pelear porque desde el Estado se
busque afanosamente garantizar a cada ciudadano una cantidad de ingresos que le
permitan vivir con mínima dignidad.
¿Y…?
No entiendo cuál es el problema de ser populista, al fin y al
cabo sería el sinónimo latino de la palabra griega que significa pueblo.
No es que me ilusione especialmente la propuesta. Quienes
pretenden diferenciarse de lo que han dado en llamar casta, empiezan a usar los
mismos esquemas, las mismas estructuras. Dicen que deben adaptarse a la realidad.
Quizá.
En el fondo da lo mismo.
La evolución humana hacia la libertad está alumbrada por luces
que se camuflan o mezclan con periodos oscuros.
Todos citamos la toma de la Bastilla como uno de los hitos
mayores hacia la libertad y la democracia. Pero pocos quieren recordar cómo se
usó la guillotina durante mucho tiempo, una vez que fue descabezada la corona
francesa. Ni se suelen hacer muchas menciones a que Napoleón y su imperio son
consecuencia directa de esa revolución.
Hace muchos más años de lo que me gustaría reconocer, leí Rebelión en la granja. Desde entonces sé
que las revoluciones sólo sirven para sustituir a unos por otros, pero en el
fondo casi nada cambia. Sin embargo también constato que el único modo en que
algo se ha avanzado ha sido a través de transformaciones. Instalarse eternamente
en las poltronas del poder conduce a que los mandamases, y sus palmeros, consideren
como propiedad privada el territorio sobre el que ejercen su gobierno, ya sea éste
Municipio, Provincia, Autonomía o Estado. Haríamos bien en conseguir que el
tiempo máximo de permanencia en un cargo fuese de dos legislaturas. Aunque el
ocupante del sillón fuera el ser humano más preparado y digno, inteligente y honrado
que existiera sobre la faz de la tierra, la tercera legislatura es un riesgo
demasiado elevado. Y si es así con los individuos, con los partidos no digamos.
Trescientos ochenta
y dos.
No hay peor ciego que quien no quiere ver. Tampoco puede considerarse error,
sino mala fe, cuando alguien, a pesar de los avisos y de las pruebas
fehacientes que demuestran su equivocación, se mantiene en su postura.
En estos días he visto cómo se ha construido una teoría
calumniosa respecto de un amigo, y a pesar de haber demostrado a su autor que
no tiene razón, pues el cimiento de sus afirmaciones es tan sólido como el
aire, no sólo se mantiene en sus trece, sino que publica un artículo con
semejante asunto…
Allá él. Quien se empecina en la pifia, acaba por hacer el
ridículo. Si la pifia es pública, también lo será el ridículo.
Trescientos ochenta
y tres.
En estos días el tema de conversación es el mismo en todas partes. La capacidad
para soportar más carroñeros rapiñando lo que es nuestro, parece que ha llegado
a su límite. El conocimiento público de tantos casos en tantas partes distintas
España ha saturado los niveles de paciencia de la ciudadanía. Lo que hace unos
días o unas semanas era un avance de “Podemos”,
parece ser su ubicación en cabeza de las preferencias en algunas ciudades, como
en Madrid.
Aunque parezca muy veloz y produzca vértigo cuanto pasa a
nuestro alrededor, es imposible no comprender la reacción de las personas.
El peligro de tanta velocidad es que, junto con los mejores, los
más preparados, las personas capacitadas para limpiar la pocilga en que vivimos
es que lo mismo no da tiempo a contrastar cada biografía, cada personalidad y podrían
acercarse individuos de otro pelaje, cuya ética no sea diferente de los que
actualmente denigramos y desearíamos no haber conocido.
Normalmente lo más peligroso no está en las esferas más altas
del poder, sino en los escalafones intermedios, en esos cargos secundarios o
terciarios quienes, sin embargo, son imprescindibles para la organización de la
cotidianidad y, al mismo tiempo, suelen conservar cotas de poder, capacidad y
resortes para disponer de fondos públicos.
Las ratas se mueven con destreza en la oscuridad, en las bodegas
del barco, en las alcantarillas de las ciudades… Las ratas persiguen el queso,
por él se guían y son capaces de cualquier cosa por alcanzarlo. Las termitas se
alimentan de la celulosa de la madera, después de haberla descompuesto; trabajan
sin descanso, sin prisas, en silencio, en lo más escondido de los edificios,
ajenas al sol, a la brisa, a las flores. De pronto, un día, el edificio empieza
a desmoronarse a ojos vista. Ya no se puede salvar. Si hay suerte, quizá la
estructura más externa pueda mantenerse, pero todo el interior habrá que reconstruirlo,
habrá de sustituirse cada viga, y las nuevas deberían ser todas de hormigón, o
cualquiera otro material ajeno a las necesidades alimenticias de estos
insectos.
Trescientos ochenta
y cuatro. Una de las partes positivas que tiene todo este asunto del
robo a manos llenas del dinero público y que sea ya el tema favorito de conversación,
a excepción de los diálogos que giran entorno a la permanencia impertérrita de
este extraño veroño, es que se escuchan
y leen comentarios que desvelan miradas hondas sobre el asunto y sobre el ser
humano.
Quizá debiéramos sopesar que la corrupción no es algo tan ajeno
a la realidad, o dicho de otro modo: la corrupción no afecta sólo al ámbito de
lo político, aunque quizá duela más porque en ese campo nos hiere a todos.
He leído que alguien escribió, hace ya algunos años, que si no
hubiera habido corrupción, Milán no tendría metro. Vaya usted a saber lo
acertado de la frase.
Quizá, además de rasgarse las vestiduras y señalar con dedos
acusatorios a corruptos y corruptores, nuestra labor debería consistir en
evitar de nuestro modo de ser cualquier corruptela. He leído también que si
corrupto/corruptor caminan por la calle con la cabeza erguida y sin inmutarse,
es porque tienen conciencia de que es un asunto generalizado, que es cuestión
de buena o mala suerte, o simplemente de suerte, seguir con sus rapiñas o estar
una temporada tras las rejas, e inhabilitado para el ejercicio de cargo
público.
Mientras no sea una cuestión asumida por la inmensa mayoría
desde la infancia (es decir, corresponde sembrar a familias y escuelas) que esquilmar
lo público es tan grave —o más— que robar la propiedad privada ajena, será
imposible extirpar la lacra. Aunque se aprueben las normas anticorrupción más
estrictas, mientras no se encripte en nuestro ser que los delitos contra el
bien común son delitos de lo más repugnante y grave, siempre habrá quien
encuentre el modo de burlarse de las leyes, y habrá muchos que prefieran jugar
una especie de ruleta rusa para evitar ser atrapados.
Mientras no se tenga la clara conciencia de lo que significa ser
cargo electo, seguiremos creyendo que robar de lo público no es delito muy
grave, como vienen a decir algunos.