Cómplices

Lunes 27 a viernes 31 de octubre de 2014

Trescientos ochenta. Aunque piense que es mejor para los biorritmos que los horarios se adapten a la luz solar, al llegar estos primeros días del horario de invierno, siento que pierdo algo, noto cómo la melancolía se torna mancha de aceite imparable.
Se hace muy cansino escuchar los argumentos acerca del ahorro energético. Ahora, apenas las seis y cuarto de la tarde, he tenido que encender una luz. No sé si las empresas ahorrarán, me temo que poco, sin embargo los hogares gastamos más.
Nuestro ritmo de vida, está organizado entorno al trabajo, es cierto, y por eso mismo lo que deseamos es la llegada de las horas de ocio. Y no es agradable que la mayoría de éstas sean nocturnas.
Quizá en otras latitudes de Europa, más centrales, más septentrionales, estén habituados a este colapso de la luz. No lo sé. Para mí estos primeros días en que la luz declina antes y más rápido, se hacen un poco cuesta arriba.

Trescientos ochenta y uno. ¿Hasta dónde podrá aguantar la ciudadanía tanto escándalo, tanta befa a nuestros esfuerzos, tanto escarnio a la confianza depositada en forma de votos?
Empieza a parecer un imposible que haya jornadas sin su escándalo de grandes proporciones. Repudiamos y calificamos como peligrosos a los rateros, ladrones de bancos, carteristas de dedos ágiles… Sin embargo convivimos con calma junto a estos ladrones encorbatados, de camisas bien planchadas, abundante gomina en cabellos ensortijados o lacios, representantes de ciudadanos, encargados por éstos de cuidar y gestionar del mejor modo posible los asuntos públicos, es decir lo que a todos nos incumben, como si sus tejemanejes no fueran también robos de nuestro patrimonio.
Leo que la última trama desactivada tras la puesta en marcha de una operación policial con nombre de guerra, pero que hace referencia a una fruta, acusa de once delitos a medio centenar de individuos, algunos de los cuales son o han sido cargos públicos, otros funcionarios y un puñado de empresarios.
Parece, aunque a estas alturas uno toma cada información con un sinfín de dudas, que en esta ocasión no se trata de financiación irregular de partidos políticos, sino de una trama montada para lograr el lucro personal. Y no sé si esto agrava o atenúa la sensación que uno tiene de ser despreciado, ninguneado, robado, estafado.
Es verdad, como muchos sostienen, que para que haya un corrompido, debe haber un corruptor, y por tanto se le debe perseguir de igual modo al uno que al otro. (Sutil modo de ir despejando balones). Sin embargo la existencia de estos tipos, no debe equivocar el destino de nuestra mirada. Por mucho que alguien ofrezca un soborno, quien escuche la proposición, podría negarse… Más aún, entre las responsabilidades a las que les obligan sus cargos están las de denunciar o desenmascarar a los sinvergüenzas que pretenden saltarse la ley a la torera para que sus pingües beneficios sean aún más abundantes.
Lo malo es que aún se pretende convencernos de que la inmensa mayoría de cargos públicos es respetabilísima y no actúa de esta manera delictiva. A veces la integridad en el ejercicio de una tarea pasa por desenmascarar a quien pudre el contenido de la cesta. Este silencio cómplice es el nidal de la víbora que envenenará el sistema, si es que no está ya irremediablemente podrido.
Mantener la creencia en los valores de la democracia se dilucida precisamente en desenmascarar y expulsar a quienes usan de la democracia como trampolín espurio para alcanzar riquezas.
La ambición desmesurada del ser humano es tan vieja como la especie. Nada nuevo bajo el sol. Semejante actitud apareció, aparece y aparecerá en todos y cada uno de los órdenes de la vida, y es imposible extirparla. Por tanto el verdadero daño no es tanto que existan golfos, sinvergüenzas y ladrones, sino que se toleren sus actos y se les proteja, que se mire a otra parte, que se encojan de hombros y callen quienes deberían ser los primeros en denunciarlos. Luego se quejarán —habrá que oír sus lastimeros quejidos en poco tiempo— del peligro que corre la democracia por la llegada de lo que han dado en llamar populismo.
Tenemos derecho a intentarlo. Tenemos derecho a darles la espalda, pues cada día demuestran, no sólo su ineptitud, sino su verdadero interés; tenemos derecho a abrir de par en par los ventanales y que una tromba de aire fresco se lleve todo lo podre que nos rodea; tenemos derecho a limpiar de estiércol los despachos de quienes gestionan los intereses comunes. Quizá sea populismo pensar en los que menos tienen y no en los grandes empresarios. Quizá sea populismo poner por delante en las preferencias del gasto público la educación, la sanidad, la cultura. Quizá sea populismo intentar redistribuir los ingresos de otro modo. Quizá sea populismo pelear porque desde el Estado se busque afanosamente garantizar a cada ciudadano una cantidad de ingresos que le permitan vivir con mínima dignidad.
¿Y…?
No entiendo cuál es el problema de ser populista, al fin y al cabo sería el sinónimo latino de la palabra griega que significa pueblo.
No es que me ilusione especialmente la propuesta. Quienes pretenden diferenciarse de lo que han dado en llamar casta, empiezan a usar los mismos esquemas, las mismas estructuras. Dicen que deben adaptarse a la realidad. Quizá.
En el fondo da lo mismo.
La evolución humana hacia la libertad está alumbrada por luces que se camuflan o mezclan con periodos oscuros.
Todos citamos la toma de la Bastilla como uno de los hitos mayores hacia la libertad y la democracia. Pero pocos quieren recordar cómo se usó la guillotina durante mucho tiempo, una vez que fue descabezada la corona francesa. Ni se suelen hacer muchas menciones a que Napoleón y su imperio son consecuencia directa de esa revolución.
Hace muchos más años de lo que me gustaría reconocer, leí Rebelión en la granja. Desde entonces sé que las revoluciones sólo sirven para sustituir a unos por otros, pero en el fondo casi nada cambia. Sin embargo también constato que el único modo en que algo se ha avanzado ha sido a través de transformaciones. Instalarse eternamente en las poltronas del poder conduce a que los mandamases, y sus palmeros, consideren como propiedad privada el territorio sobre el que ejercen su gobierno, ya sea éste Municipio, Provincia, Autonomía o Estado. Haríamos bien en conseguir que el tiempo máximo de permanencia en un cargo fuese de dos legislaturas. Aunque el ocupante del sillón fuera el ser humano más preparado y digno, inteligente y honrado que existiera sobre la faz de la tierra, la tercera legislatura es un riesgo demasiado elevado. Y si es así con los individuos, con los partidos no digamos.

Trescientos ochenta y dos. No hay peor ciego que quien no quiere ver. Tampoco puede considerarse error, sino mala fe, cuando alguien, a pesar de los avisos y de las pruebas fehacientes que demuestran su equivocación, se mantiene en su postura.
En estos días he visto cómo se ha construido una teoría calumniosa respecto de un amigo, y a pesar de haber demostrado a su autor que no tiene razón, pues el cimiento de sus afirmaciones es tan sólido como el aire, no sólo se mantiene en sus trece, sino que publica un artículo con semejante asunto…
Allá él. Quien se empecina en la pifia, acaba por hacer el ridículo. Si la pifia es pública, también lo será el ridículo.

Trescientos ochenta y tres. En estos días el tema de conversación es el mismo en todas partes. La capacidad para soportar más carroñeros rapiñando lo que es nuestro, parece que ha llegado a su límite. El conocimiento público de tantos casos en tantas partes distintas España ha saturado los niveles de paciencia de la ciudadanía. Lo que hace unos días o unas semanas era un avance de “Podemos”, parece ser su ubicación en cabeza de las preferencias en algunas ciudades, como en Madrid.
Aunque parezca muy veloz y produzca vértigo cuanto pasa a nuestro alrededor, es imposible no comprender la reacción de las personas.
El peligro de tanta velocidad es que, junto con los mejores, los más preparados, las personas capacitadas para limpiar la pocilga en que vivimos es que lo mismo no da tiempo a contrastar cada biografía, cada personalidad y podrían acercarse individuos de otro pelaje, cuya ética no sea diferente de los que actualmente denigramos y desearíamos no haber conocido.
Normalmente lo más peligroso no está en las esferas más altas del poder, sino en los escalafones intermedios, en esos cargos secundarios o terciarios quienes, sin embargo, son imprescindibles para la organización de la cotidianidad y, al mismo tiempo, suelen conservar cotas de poder, capacidad y resortes para disponer de fondos públicos.
Las ratas se mueven con destreza en la oscuridad, en las bodegas del barco, en las alcantarillas de las ciudades… Las ratas persiguen el queso, por él se guían y son capaces de cualquier cosa por alcanzarlo. Las termitas se alimentan de la celulosa de la madera, después de haberla descompuesto; trabajan sin descanso, sin prisas, en silencio, en lo más escondido de los edificios, ajenas al sol, a la brisa, a las flores. De pronto, un día, el edificio empieza a desmoronarse a ojos vista. Ya no se puede salvar. Si hay suerte, quizá la estructura más externa pueda mantenerse, pero todo el interior habrá que reconstruirlo, habrá de sustituirse cada viga, y las nuevas deberían ser todas de hormigón, o cualquiera otro material ajeno a las necesidades alimenticias de estos insectos.

Trescientos ochenta y cuatro. Una de las partes positivas que tiene todo este asunto del robo a manos llenas del dinero público y que sea ya el tema favorito de conversación, a excepción de los diálogos que giran entorno a la permanencia impertérrita de este extraño veroño, es que se escuchan y leen comentarios que desvelan miradas hondas sobre el asunto y sobre el ser humano.
Quizá debiéramos sopesar que la corrupción no es algo tan ajeno a la realidad, o dicho de otro modo: la corrupción no afecta sólo al ámbito de lo político, aunque quizá duela más porque en ese campo nos hiere a todos.
He leído que alguien escribió, hace ya algunos años, que si no hubiera habido corrupción, Milán no tendría metro. Vaya usted a saber lo acertado de la frase.
Quizá, además de rasgarse las vestiduras y señalar con dedos acusatorios a corruptos y corruptores, nuestra labor debería consistir en evitar de nuestro modo de ser cualquier corruptela. He leído también que si corrupto/corruptor caminan por la calle con la cabeza erguida y sin inmutarse, es porque tienen conciencia de que es un asunto generalizado, que es cuestión de buena o mala suerte, o simplemente de suerte, seguir con sus rapiñas o estar una temporada tras las rejas, e inhabilitado para el ejercicio de cargo público.
Mientras no sea una cuestión asumida por la inmensa mayoría desde la infancia (es decir, corresponde sembrar a familias y escuelas) que esquilmar lo público es tan grave —o más— que robar la propiedad privada ajena, será imposible extirpar la lacra. Aunque se aprueben las normas anticorrupción más estrictas, mientras no se encripte en nuestro ser que los delitos contra el bien común son delitos de lo más repugnante y grave, siempre habrá quien encuentre el modo de burlarse de las leyes, y habrá muchos que prefieran jugar una especie de ruleta rusa para evitar ser atrapados.
Mientras no se tenga la clara conciencia de lo que significa ser cargo electo, seguiremos creyendo que robar de lo público no es delito muy grave, como vienen a decir algunos.