Cómplices

Sábado 1 a domingo 9 de noviembre de 2014

Trescientos ochenta y cinco. Volver a escribir a mano, aunque sean unas pocas octavillas, porque el ordenador necesita un buen chequeo, ya que desde hace semanas camina tan lentamente que parece un achacoso anciano…
¿Y acaso por escribir a mano me toparé con es historia o esa idea que tanto anhelo?
No es el método que se escoja para escribir quien determinará el texto, al menos en lo fundamental. Sólo si un motor, desde dentro, empuja y sostiene la tarea, sólo entonces quizá se pueda legar a algo.
Sin contar con la calidad de lo que al fin quede, pues es otra cuestión, quizá aún más ardua que la primera.

Trescientos ochenta y seis. Como si me hubiera dado un ataque de hambre repentino, como si, de pronto, me hubiera quedado sin azúcar y hubiera entrado en un comercio donde venden chucherías para satisfacer tan desmesurada necesidad, así me ha dado por comprar libros. Un frenesí inexplicable.
Pessoa, Pinto Maldonado, Fernández Berrocal, Corrales Fernández, Modiano, Zumalabe, Landero, Sánchez Martín, Valverde, Rodríguez López, Park, Escuín… Poesía, narrativa, diario… Literatura… Vida.
Sin embargo, no siento el más mínimo remordimiento ni, por tanto, propósito de enmienda.

Trescientos ochenta y siete. Ante su insistencia, que no me llega directamente, sino a través de mi hija, quien se queja, con razón, de nuestra apatía para resolver algunos asuntos enquistados desde hace nueve años, uno iba con la idea simple de renunciar. Firmar los documentos necesarios, o, en su defecto, redactar uno en el que constase que aquello de hace tantos años, ya no sirve hoy. Lo suyo es suyo y ya está, no es necesario dirimir nada. (De paso espero que también ella actúe con un gesto equivalente, respecto de unas migajas que me pertenecen). Pero resulta que semejante gesto solitario no sirve, necesito de hacerlo en su compañía. Algo que aún me genera en el ánimo una sensación ríspida, algo así como una urticaria en la piel. ¿Odio? Ninguno. ¿Miedo? Quizá. ¿Inquietud? Toda.
Uno, en su ingenuidad, no entiende por qué tal exigencia, si lo que deseo es renunciar a lo que por dejadez o desidia aún no se ha deshecho, a pesar de los años transcurridos. Si fuera a la inversa, quiero decir, si intentara borrarme sin mi consentimiento, entendería tal precaución, no sólo sería explicable, sino obligatoria.
Como me parece tan inverosímil y hasta surrealista, no creo que acepte a la primera de cambio. No se saldrán los del banco con la suya tan fácilmente, espero.

Trescientos ochenta y ocho. Lo que uno sentía o intuía desde hace unas semanas o meses parece que se perfila y se concreta. Tan mal lo están haciendo el resto, tanto daño y dolor provocan entre quienes zozobramos a diario, que la voluntad popular se perfila, y un porcentaje no pequeño, va a entregar el poder con la fuerza irrevocable de sus votos a un grupo nacido hace apenas unos meses, tan en mantillas que aún discuten sobre su modelo de organización, e incluso su programa.
Recuerdo —no ha pasado tanto tiempo— que algunos, mientras la acampada del 15M teñía de utopía y sueños la Plaza del Sol en Madrid, meneaban la cabeza diciendo que sí, que todo era muy bonito, pero que tanta palabra y tanto sueño debía plasmarse de alguna manera para que fuese eficaz.
Pues bien, alguien recogió el guante, alguien coincidió en el argumento, pero no se quedó de brazos cruzados, no se apoltronó en el pensamiento, por el contrario decidió que se debería intentar, que tanta dosis de insatisfacción o indignación, era un catalizador de potencia inusual para que de una vez por todas se intentara tomar el futuro con las manos, las de uno, no las de otros que se dedican a ensuciarlas, decidió que la preparación de una parte no pequeña de la generación mejor formada, según sostienen todos, podría ponerse al servicio de ese creciente número de personas atrapadas en su laberinto de pérdidas, de oportunidades y desprecio.
Las voces destempladas de los que no les gustaría que variase una coma de actual orden de cosas, comienzan a proliferar. El miedo en las miradas de los que acaso han traicionado más sus principios crece y elevan el número de sus decibelios con contundencia.
Más allá de la exactitud de los números que se publican, la conclusión es que algo está pasando y por más que ahora quieran acusar alguien ajeno incluso a nuestras fronteras, yerran, pues el único fallo ha sido el suyo.

Trescientos ochenta y nueve. Inesperadamente, me he encontrado con una ayuda para conseguir firmar mi renuncia sin su presencia.
Llevo tiempo diciendo que las mejores ideas me llegan mientras paseo. Hoy vuelvo a confirmarlo.

Trescientos noventa. No parece que haya tanto interés por el concurso de microrrelatos de la librería en esta tercera edición.
Hablo con B. y me comenta que cada vez hay más personas que se acercan y le piden una novela con la que no tengan que pensar.
Es tal, me dice, la sensación de hartazgo y la desilusión que ocupa la mayoría de ánimos, que muchos clientes le piden una novela que no les obligue a pensar, se prefiere la pura evasión, lo simple, incluso, aquello que parezca cuanto más imposible mejor.
En realidad, aunque no comparto semejante actitud, no me sorprende. Creo que se ha llegado al límite de lo soportable.
A cada día que pasa, mientras no cesan de conocerse casos de robo del dinero de todos para el enriquecimiento privado (llamarlo corrupción, blanqueo de capitales, malversación de fondos u otras lindezas, por mucho que se trate de los nombres técnicos, en el fondo no es más que un torpe modo de prostituir el idioma, una manera de que parezca algo menos, una forma de intentar que a nuestros oídos no le suene igual que suena cuando te dicen que un ladrón te ha quitado la cartera del bolsillo, u otro ha pegado el tirón en el bolso de la pobre anciana, o una banda organizada ha desvalijado un chalet), a cada día que pasa, digo, se suman adeptos a la causa de quienes sostienen que sólo un cambio radical de personas podrá regenerar el sistema…
Me temo, incluso, que muchos de estos empiezan a pensar que la única solución es modificar el propio sistema.

Trescientos noventa y uno. La ayuda, al final, más que ayuda se torna advertencia, precaución. Me avisan que tenga cuidado, que mi gesto no debiera ser el de un quijote que aún espera una respuesta recíproca y sencilla, sino que, más bien actúe con algo de astucia.
Quizá deba pensarlo.

Trescientos noventa y dos. Y ahora lo de Luxemburgo.
Dice una amiga que teníamos que llenar las urnas de votos en blanco o votos nulos, votos que significaran la absoluta confianza en la democracia y la total animadversión a quienes se presentan para ser elegidos.
Estamos muy hartos ya de tanto ladrón, de tanta banda organizada de maleantes.

Trescientos noventa y tres. Después de un puñado de meses, ocho si la memoria no me falla, pasaré unas cuantas horas con una amiga del sur, como a sí misma se define.
A MJ se le ponen pocas cosas por delante, siempre es capaz de encontrar una solución a los problemas o a las dudas.
Hoy, precisamente hoy, en que se conmemora aquel bendito día en que se derrumbó el muro de Berlín, una de tantas ignominias de la historia contemporánea, el símbolo de medio siglo de división europea, la señal física que demostraba que cualquier guerra, más allá del resultado en el campo de batalla, es un desastre para los seres humanos, hoy, precisamente hoy, repito, disfrutaré de la amistad, del encuentro.
Romper las barreras, reducir las fronteras, abrir senderos hacia la unidad… Deseos quizá utópicos, anhelos acaso llenos de buenismo, expresiones probablemente cursis. Quizá, acaso, probablemente… Sin embargo, me parece que el progreso va en esa dirección, no en la contraria.
Por eso hoy, precisamente hoy, duele tanto lo que sucede tan cerca de nosotros, ese anacrónico afán de levantar una frontera donde hace más de cinco siglos desapareció… Si en sí mismo no comprendo el asunto, lo mire por donde lo mire, menos lo entiendo cuando voces supuestamente de la izquierda enarbolan semejante idea. ¿Dónde queda aquello de pobres de todos los pueblos…? Más allá de la ausencia total de cintura política de los gobernantes, también los del gobierno central que han conseguido con su nefasta actuación extremar los argumentos, y aumentar el número de voluntades propicias a la separación, aunque con la legislación en la mano pudieran tener razón, el discurso de los políticos disimula muy mal la verdadera razón de todo este embrollo.

Pero, por suerte, ni muros, ni fronteras, ni políticos que sólo buscan perpetuarse y enriquecerse —aunque disimulen sus razones, parapetados en palabras como patria, bandera o identidad—, pueden con la amistad, pueden con la verdadera esencia de lo humano.