Trescientos ochenta
y cinco.
Volver a escribir a mano, aunque sean unas pocas octavillas, porque el
ordenador necesita un buen chequeo, ya que desde hace semanas camina tan
lentamente que parece un achacoso anciano…
¿Y acaso por escribir a mano me toparé con es historia o esa
idea que tanto anhelo?
No es el método que se escoja para escribir quien determinará el
texto, al menos en lo fundamental. Sólo si un motor, desde dentro, empuja y
sostiene la tarea, sólo entonces quizá se pueda legar a algo.
Sin contar con la calidad de lo que al fin quede, pues es otra
cuestión, quizá aún más ardua que la primera.
Trescientos ochenta
y seis.
Como si me hubiera dado un ataque de hambre repentino, como si, de pronto, me
hubiera quedado sin azúcar y hubiera entrado en un comercio donde venden
chucherías para satisfacer tan desmesurada necesidad, así me ha dado por
comprar libros. Un frenesí inexplicable.
Pessoa, Pinto Maldonado, Fernández Berrocal, Corrales Fernández,
Modiano, Zumalabe, Landero, Sánchez Martín, Valverde, Rodríguez López, Park,
Escuín… Poesía, narrativa, diario… Literatura… Vida.
Sin embargo, no siento el más mínimo remordimiento ni, por tanto,
propósito de enmienda.
Trescientos ochenta
y siete.
Ante su insistencia, que no me llega directamente, sino a través de mi hija,
quien se queja, con razón, de nuestra apatía para resolver algunos asuntos
enquistados desde hace nueve años, uno iba con la idea simple de renunciar.
Firmar los documentos necesarios, o, en su defecto, redactar uno en el que
constase que aquello de hace tantos años, ya no sirve hoy. Lo suyo es suyo y ya
está, no es necesario dirimir nada. (De paso espero que también ella actúe con
un gesto equivalente, respecto de unas migajas que me pertenecen). Pero resulta
que semejante gesto solitario no sirve, necesito de hacerlo en su compañía.
Algo que aún me genera en el ánimo una sensación ríspida, algo así como una
urticaria en la piel. ¿Odio? Ninguno. ¿Miedo? Quizá. ¿Inquietud? Toda.
Uno, en su ingenuidad, no entiende por qué tal exigencia, si lo
que deseo es renunciar a lo que por dejadez o desidia aún no se ha deshecho, a
pesar de los años transcurridos. Si fuera a la inversa, quiero decir, si
intentara borrarme sin mi consentimiento, entendería tal precaución, no sólo
sería explicable, sino obligatoria.
Como me parece tan inverosímil y hasta surrealista, no creo que
acepte a la primera de cambio. No se saldrán los del banco con la suya tan
fácilmente, espero.
Trescientos ochenta
y ocho.
Lo que uno sentía o intuía desde hace unas semanas o meses parece que se
perfila y se concreta. Tan mal lo están haciendo el resto, tanto daño y dolor
provocan entre quienes zozobramos a diario, que la voluntad popular se perfila,
y un porcentaje no pequeño, va a entregar el poder con la fuerza irrevocable de
sus votos a un grupo nacido hace apenas unos meses, tan en mantillas que aún
discuten sobre su modelo de organización, e incluso su programa.
Recuerdo —no ha pasado tanto tiempo— que algunos, mientras la
acampada del 15M teñía de utopía y sueños la Plaza del Sol en Madrid, meneaban
la cabeza diciendo que sí, que todo era muy bonito, pero que tanta palabra y
tanto sueño debía plasmarse de alguna manera para que fuese eficaz.
Pues bien, alguien recogió el guante, alguien coincidió en el
argumento, pero no se quedó de brazos cruzados, no se apoltronó en el
pensamiento, por el contrario decidió que se debería intentar, que tanta dosis
de insatisfacción o indignación, era un catalizador de potencia inusual para
que de una vez por todas se intentara tomar el futuro con las manos, las de
uno, no las de otros que se dedican a ensuciarlas, decidió que la preparación
de una parte no pequeña de la generación mejor formada, según sostienen todos,
podría ponerse al servicio de ese creciente número de personas atrapadas en su
laberinto de pérdidas, de oportunidades y desprecio.
Las voces destempladas de los que no les gustaría que variase
una coma de actual orden de cosas, comienzan a proliferar. El miedo en las
miradas de los que acaso han traicionado más sus principios crece y elevan el
número de sus decibelios con contundencia.
Más allá de la exactitud de los números que se publican, la
conclusión es que algo está pasando y por más que ahora quieran acusar alguien
ajeno incluso a nuestras fronteras, yerran, pues el único fallo ha sido el
suyo.
Trescientos ochenta
y nueve.
Inesperadamente, me he encontrado con una ayuda para conseguir firmar mi renuncia
sin su presencia.
Llevo tiempo diciendo que las mejores ideas me llegan mientras
paseo. Hoy vuelvo a confirmarlo.
Trescientos noventa. No parece que haya
tanto interés por el concurso de microrrelatos de la librería en esta tercera
edición.
Hablo con B. y me comenta que cada vez hay más personas que se
acercan y le piden una novela con la que no tengan que pensar.
Es tal, me dice, la sensación de hartazgo y la desilusión que
ocupa la mayoría de ánimos, que muchos clientes le piden una novela que no les
obligue a pensar, se prefiere la pura evasión, lo simple, incluso, aquello que
parezca cuanto más imposible mejor.
En realidad, aunque no comparto semejante actitud, no me
sorprende. Creo que se ha llegado al límite de lo soportable.
A cada día que pasa, mientras no cesan de conocerse casos de
robo del dinero de todos para el enriquecimiento privado (llamarlo corrupción,
blanqueo de capitales, malversación de fondos u otras lindezas, por mucho que
se trate de los nombres técnicos, en el fondo no es más que un torpe modo de prostituir
el idioma, una manera de que parezca algo menos, una forma de intentar que a
nuestros oídos no le suene igual que suena cuando te dicen que un ladrón te ha
quitado la cartera del bolsillo, u otro ha pegado el tirón en el bolso de la
pobre anciana, o una banda organizada ha desvalijado un chalet), a cada día que
pasa, digo, se suman adeptos a la causa de quienes sostienen que sólo un cambio
radical de personas podrá regenerar el sistema…
Me temo, incluso, que muchos de estos empiezan a pensar que la
única solución es modificar el propio sistema.
Trescientos noventa
y uno.
La ayuda, al final, más que ayuda se torna advertencia, precaución. Me avisan
que tenga cuidado, que mi gesto no debiera ser el de un quijote que aún espera
una respuesta recíproca y sencilla, sino que, más bien actúe con algo de
astucia.
Quizá deba pensarlo.
Trescientos noventa
y dos.
Y ahora lo de Luxemburgo.
Dice una amiga que teníamos que llenar las urnas de votos en
blanco o votos nulos, votos que significaran la absoluta confianza en la
democracia y la total animadversión a quienes se presentan para ser elegidos.
Estamos muy hartos ya de tanto ladrón, de tanta banda organizada
de maleantes.
Trescientos noventa
y tres.
Después de un puñado de meses, ocho si la memoria no me falla, pasaré unas
cuantas horas con una amiga del sur, como a sí misma se define.
A MJ se le ponen pocas cosas por delante, siempre es capaz de
encontrar una solución a los problemas o a las dudas.
Hoy, precisamente hoy, en que se conmemora aquel bendito día en
que se derrumbó el muro de Berlín, una de tantas ignominias de la historia
contemporánea, el símbolo de medio siglo de división europea, la señal física
que demostraba que cualquier guerra, más allá del resultado en el campo de
batalla, es un desastre para los seres humanos, hoy, precisamente hoy, repito,
disfrutaré de la amistad, del encuentro.
Romper las barreras, reducir las fronteras, abrir senderos hacia
la unidad… Deseos quizá utópicos, anhelos acaso llenos de buenismo, expresiones
probablemente cursis. Quizá, acaso, probablemente… Sin embargo, me parece que
el progreso va en esa dirección, no en la contraria.
Por eso hoy, precisamente hoy, duele tanto lo que sucede tan
cerca de nosotros, ese anacrónico afán de levantar una frontera donde hace más
de cinco siglos desapareció… Si en sí mismo no comprendo el asunto, lo mire por
donde lo mire, menos lo entiendo cuando voces supuestamente de la izquierda
enarbolan semejante idea. ¿Dónde queda aquello de pobres de todos los pueblos…? Más allá de la ausencia total de
cintura política de los gobernantes, también los del gobierno central que han
conseguido con su nefasta actuación extremar los argumentos, y aumentar el número
de voluntades propicias a la separación, aunque con la legislación en la mano
pudieran tener razón, el discurso de los políticos disimula muy mal la
verdadera razón de todo este embrollo.
Pero, por suerte, ni muros, ni fronteras, ni políticos que sólo
buscan perpetuarse y enriquecerse —aunque disimulen sus razones, parapetados en
palabras como patria, bandera o identidad—, pueden con la amistad, pueden con
la verdadera esencia de lo humano.