Trescientos noventa
y cuatro. Después de la consulta en Cataluña, llegan las valoraciones. Al
escucharlas, me entristezco más aún, por si no fuera poca la raíz del asunto.
(No me refiero al hecho de responder, sino al motivo germen de la pregunta). Se
vende como éxito incontestable un resultado mediocre, por no decir fracaso,
pues se hace difícil creer que casi un millón y medio de personas que pensaban
opinar a favor del doble sí —según algunas encuestan casi el cincuenta por ciento
del censo se inclinaba por esta opción—, se quedaran en casa por la inutilidad
jurídica de la consulta o por falta de garantías democráticas. Desde el bando
opuesto se pretende que compremos un único artículo: la ilegalidad del asunto.
Si pudieran encarcelarían a los promotores de este desbarre, pero, sobre todo, anhelan
que nos quedemos convencidos de que la democracia es un ejercicio que consiste
únicamente en designar a una persona u otra, ésa que los partidos políticos han
decidido que encabece o forme parte de una candidatura en determinada
circunscripción electoral. Es decir, y en la práctica, los únicos que deciden
sobre nuestros destinos son los partidos políticos, a quienes los candidatos se
deben (por las cuenta que les trae).
Es bien preocupante que una democracia se venga caracterizando
últimamente por no escuchar a sus ciudadanos, o peor aún, por declarar ilegal
el hecho de propiciar su respuesta, más allá de sus repercusiones jurídicas.
¿No sería más democrático escuchar a las personas y tras los resultados ajustar
la legislación a la voluntad de quien detenta la soberanía?
¿Utopía…?
No hace tanto, también el sufragio universal se consideraba
ilegal. Por no hablar del voto de las mujeres. O del voto de los negros en
Sudáfrica o en EE. UU. O de… Todo se hace muy confuso, bastante extraño. Pasó
en Segovia con una iniciativa que enfrentaba al Ayuntamiento de la capital con
la Diputación respecto del Palacio de Congresos y Exposiciones. Pasa en
Canarias con el denigrante asunto de las prospecciones petrolíferas. Sucede en
Cataluña con este asunto demencial de la independencia.
Son tantas las incongruencias, sofismas y contradicciones, que
cada día que pasa, uno empieza a barruntar que si el sistema se dedica a
excluir a la ciudadanía, está muy próximo el tiempo en que la ciudadanía excluya
al sistema, o a los que ahora lo sustentan.
No dudo (no puedo, no sé, quizá no deba) de los argumentos
legales y jurídicos que auspician las decisiones judiciales contra la
celebración de los tres intentos de referéndums citados; por lo que se ve la
Constitución y el Código Penal parecen una selva donde los furtivos diseminaron
innumerables trampas y cepos para asegurarse de que nadie abandone la ruta
fijada por los partidos desde sus sesudas sedes, más opacas que las famosas
tarjetas. Pero me parece que más allá de esa legalidad —tomada con pinzas—
debería primar una amplitud democrática en la mirada. Al final, me queda la
sensación que estas prohibiciones son fruto únicamente del miedo…, el miedo que
algunos gobernantes tienen a escuchar la voluntad de los ciudadanos. En el
fondo el miedo atávico que los gobernantes (es decir quienes detentan el poder)
han tenido siempre hacia el pueblo…
Una vez pareció cosa de extraterrestres plantearse la abolición
de la esclavitud o del derecho de pernada. Hubo épocas en que era poco menos
que herético que un parlamento ensombreciera al rey.
¿Cabe mayor incongruencia? ¿No será que nuestra democracia
liberal tiene más de oligarquía o aristocracia económica, uno de cuyos
tentáculos son los partidos políticos, paquidermos del sistema, que de verdadera
nación democrática, social y de derecho, cuya soberanía reside en el pueblo?
Trescientos noventa
y cinco.
Igual que hay dietas depurativas para el organismo, tras jornadas de excesos.
Igual que se debe ejercitar el cuerpo para que el cerebro no se anquilose.
Igual que es necesario dormir para que se pueda rendir a la siguiente jornada.
Del mismo modo, digo, debería obligarme a hacerme una purga informativa y no
escuchar noticiarios o leer periódicos durante una temporada, porque mientras
sigamos así, corro peligro de que se me envenene y se me pudra la creencia en
la democracia como el menos malo de los posibles sistemas de gobierno y administración
de los pueblos.
Hoy se descubre que ni algunos jardines y parques quedan libres
a la podredumbre de los bolsillos sin fondo.
Trescientos noventa
y seis.
Dice Sergio Artero que hacemos poemas, porque, en el fondo, los poemas nos
hacen. Dice Ramón de Mayrata que el destino del poeta es el lenguaje.
Ambos lo han afirmado durante la presentación del nuevo poemario
de David de la Cruz, Y después del después,
editado por Vitrubio que se ha presentado esta tarde en la biblioteca.
Y es como si hubiera recuperado el aliento al escuchar ambas
frases, como si al volver a saludar a David, a Pablo, a Carmen, a Juancho… se
me hubiera refrescado el ánimo.
No sé, quizá sea el momento de dejar de esconderme tras la misma
excusa. Quizá sea el instante de volver a trabajar con la convicción de que el
poema me hace, y debo dejar hacerme por él, de que mi destino es el lenguaje y
debo reanudar mi viaje.
Trescientos noventa
y siete.
Me ha llegado la imagen reducidísima del último cuadro de Mariano. Y saltan las
lágrimas de felicidad, como jugando con la mirada, como reflejo de la sonrisa
de los dos protagonistas.
Si existe la santidad y la vida eterna, si es verdad la vida del
más allá, si son ciertos los milagros, sólo puedo comprenderlos tras sonrisas
semejantes, tras una felicidad similar, tras una rotundidad física pareja a la
representada, por ejemplo en ese antebrazo que sostiene al niño. Eso sí invita
a la alabanza y al optimismo y a la esperanza, incluso al deseo de la fe. Si
existe eso que llamamos cielo, sólo puede ser como plenitud y paradigma de la
felicidad, pues a la postre, tal y como nos dicen, sería la exaltación máxima
de lo humano.
Es imposible concretar qué sea la felicidad, y mucho menos
hacerlo respecto de una realidad y unas coordenadas que se escapan de nuestro
raciocinio. O quizá no, o quizá todo se parezca mucho más a lo que ya conocemos.
Aunque nos quedemos en un pálido intento, como sólo podemos usar
nuestra lógica, la imagen que más acerca a la felicidad siempre es la sonrisa
y la proximidad física, eso que tiene tan mala prensa en estos tiempos duros y
minerales, la ternura, cuya verdadera esencia poco o nada tiene que ver con los
melindres y las gollerías empalagosas con que algunos pretenden suplantarla,
porque más que un sentimiento, acaso sea una actitud.
Durante demasiado tiempo (como si el Renacimiento no hubiera
existido, como si su luz y su esperanza y su himno de alabanza a lo humano,
empezando por los cuerpos, hubieran quedado atrapados en libros y en museos),
la iconografía del santoral me parece, o bien meliflua en demasía pues
representa tipos humanos blandengues, en exceso ensimismados y melancólicos,
como acechados por hipotensión que los aproxima al desmayo, o bien me resulta
en exceso tétrica, con individuos asolados por la tragedia o, peor aún, por un
manifiesto afán de sufrir sin pausa, un deseo indisimulado de ser castigados
sin descanso.
Nunca me he creído a estos santos. Los unos sólo transparentan
buenismo resignado que se aleja de la bondad; más que mansedumbre, descubro
personas mansurronas, que no es lo mismo. Los otros revelan una especie de masoquismo
espiritual enquistado en la respiración. ¿Al pintar estos cuadros, el artista
no está enviándonos, como en espejo, su idea de divinidad? Dependiendo del
caso, el creador acaba siendo, ya hacedor de criaturas que deben actuar como
ovejillas, aunque les haya dado inteligencia y sentimientos, ya un ser sádico
cuyo único plan es nuestro padecimiento, lo cual es todavía peor, más perverso
si cabe.
Sin embargo, este cuadro, aunque aún sólo lo pueda contemplar en
una miniatura, me empuja a creer en el hombre, me empuja a sentir que quizá sí
merezca la pena acercarse a determinados mensajes. Que, acaso, el hacedor lo es
de vida eterna cuyo único destino es la felicidad absoluta. Y felicidad es
felicidad, no un sucedáneo cuyos ingredientes me parecen de dudosa credibilidad.
Trescientos noventa
y ocho.
Todo está en los primeros compases, en esa introducción en donde se escancia lo
que después se desarrollará.
Ese arranque que le dura a Gardiner poco más de minuto y medio,
preludia, o eso me parece recordar, algunos de los pasajes del Arte de la fuga.
Un minuto y medio para desubicar el miedo y el frío, para sentir
en el corazón algo así como una caricia sin dedos, pero igual de intensa y
cálida.
Trescientos noventa
y nueve.
Pasan los días y la carga sobre los hombros no sólo no decrece, sino que
aumenta. Me llegan noticias dolorosas o preocupantes de otro lugar
diferente al que me llegan en los últimos tiempos.
Empiezo a estar realmente cansado de la vida, de tanta
complicación, de tanto dolor, de tantísima lágrima y desgarro.
Echo la vista atrás. Sé que cada uno tenemos nuestra historia y
cada historia está salpimentada de sucesos tremendos. A poco que se escarbe en
las biografías aparecen acontecimientos ponen la piel de gallina. Pero cada
uno es dueño de sus afectos, y las historias que se viven en primera persona
son las que más nos conmueven.
Quizá no sea justo que ponga en un pedestal mis preocupaciones,
pues pudiera parecer que soy el único que sufre en el planeta. No es así, es
algo mucho más sencillo: uno sólo puede hablar de aquello que conoce y le
afecta. Aunque construyera un personaje de ficción ubicado en un tiempo y un
espacio desconocidos para el autor, al final, éste sólo habla de lo que anida
en su corazón.
Cuatrocientos. ¿Y si yerro? ¿Y si
me apuesta es nada más que una intromisión? ¿Si en vez de mejorar la obra con
mi intervención ha empeorado? ¿No hubiera estado muchísimo mejor en silencio, enmudeciendo
mis ideas? Al fin y al cabo fui el único que las sostuvo.
Cuatrocientos uno. Si uno no procura
divertirse con lo que hace —aunque no siempre se consiga—, el trabajo se
convierte en rutina farragosa, en burocracia cansina, en laboreo de yunta de
bueyes.
Por eso contemplar la llegada de los jóvenes que no se ruborizan
porque se lo pasan bien mientras ejecutan la tarea por la que les pagan, es
como beber un vaso de agua fresca, recién tomada de la misma fuente del
manantial.
Habrá momentos en que paguen la inexperiencia, y esto es un peaje obligatorio, pero siempre es preferible el entusiasmo creativo que la rutina de los hastiados.
Habrá momentos en que paguen la inexperiencia, y esto es un peaje obligatorio, pero siempre es preferible el entusiasmo creativo que la rutina de los hastiados.