Cómplices

Lunes 17 a domingo 23 de noviembre de 2014

Cuatrocientos dos. Sostiene o afirma el calendario, con la quietud y silencio de los números, que apenas faltan cuarenta y cuatro días para que cambie el último dígito del año.
Suele decirse, por ejemplo acodado en la barra de un bar, mientras esperamos ese café, que parece increíble la velocidad a que vuela el tiempo, que no nos hemos enterado del paso de estos trescientos veintiún días que van de este año.
He llegado a pensar que, desde hace un par de décadas, mis minutos duran entre treinta y cuarenta segundos, y así es imposible vivir, pues la existencia se consume en carrera cuya velocidad es vertiginosa, tanta que debiera ser multada por las Dirección General de Tráfico, sin misericordia.
Sin embargo, si me detengo a recordar, si, verbigracia, uso estas páginas como plano para que la memoria no se extravíe, si cazcaleo en la correspondencia electrónica que procuro tener ordenada en los cajones de mi secreter virtual, descubro que no es cierta del todo esa impresión, que se trata de un engaño al que me someto o, más bien, un mecanismo de defensa contra la densidad venenosa de algunas jornadas, contra ciertas horas que parecían caídas por abismos sin fondo. Quizá se trate de que se vive con poca conciencia del instante, siempre proyectado en un futuro más o menos lejano o enmarañado en la imagen fantasiosa del pasado, o quizá peor aún, permito que me vivan y me muevo al ritmo de las noticias o acontecimientos que alguien bautiza como imprescindibles o importantes para la existencia: unas elecciones, un torneo de fútbol, las baladronadas de cientos de corruptos…
Lo científico es que nada hay más preciso e inmutable que el ritmo del tiempo, la melodía del cosmos que, para nuestra percepción humana, es inalterable durante milenios, esa música que la física explica como interacción de la velocidad de los cuerpos y el espacio recorrido.
Sin embargo, a pesar de la contundencia científica, nada se percibe con tanta subjetividad, acaso porque la vida, a la postre, es sembradura en el tiempo. Quizá sea objetivo e indiscutible su medida longitudinal, inalterable e invariable, pero, a lo mejor, su percepción individual poco o nada tenga que ver con ello, sino con la profundidad o intensidad con que se atraviese cada instante. Acaso sea el grano esparcido lo que defina su hondura, y por tanto el rescoldo que deposite en la memoria, porque es probable que la verdadera medida de las días o las horas o las estaciones no tenga sólo una dimensión, como mínimo intuyo dos: largo y hondo; algo así como un surco del que no importa tanto la longitud que alcance, sino su alzada, su condición de cuna confortable donde la simiente germine y dé fruto.

Cuatrocientos tres. Cuentan los periódicos que el padre Jorge llamó a un joven granadino para pedirle perdón en nombre de la iglesia por los abusos que sufrió cuando era apenas un adolescente.
El tal padre Jorge resultó ser el papa Francisco quien, conmovido por la carta que el agraviado le había escrito, decidió dar la cara, pedir perdón y animar a que se destapara el asunto.
Al contrario que en tantas ocasiones ha sucedido con la jerarquía, no intentó escabullir el bulto, no quiso echar tierra sobre el asunto, no pretendió silenciar a la víctima para que la institución no sufriera menoscabo y oprobio al hacer público no sólo el pecado, sino también el delito.
Más allá del asunto concreto (que a medida que leo diversas informaciones apesta más), el gesto del Papa es una puerta abierta por la que apremia a pasar al resto de pastores de la iglesia. No será fácil que otros obispos sigan su ejemplo, pero ya no podrán aducir ignorancia, ya saben todos la propuesta, el camino a seguir, que, en el fondo, no es distinto del que nunca debió ser abandonado.

Cuatrocientos cuatro. Escribe Pessoa (a través de Vicente Guedes, uno de sus heterónimos, o pseudoheterónimos como dice la crítica más especializada) una suerte de loa al amor platónico o, mejor dicho, absolutamente inmaterial, porque cualquier tipo de materialidad o genitalidad atenta contra la misma pureza del amor…
Nunca rozaré, ni siquiera me acercaré a las inalcanzables cotas del poeta luso, capaz de encarnarse en tantos otros escritores para confusión de sus coetáneos. Pero si la afirmación de Guedes es el verdadero pensamiento de Pessoa, y llegar a la cúspide de la literatura significa vivir en concordancia a tal razonamiento, no pasaré del sótano, ni siquiera emprenderé la subida de los primeros peldaños que me llevarían hasta el quicio de la puerta, casi siempre cerrada a cal y canto para mí, pues del amor (y es indudable a qué amor se refiere) entiendo justamente lo opuesto: sin la presencia gloriosa de la carne, sin sus múltiples modos de entonar sus melodías, quizá hablemos de algo maravilloso e impagable, pero no de amor.
El único amor posible, el único puro, es el transido de piel, poros, carne, pues poco más que carne soy, acaso carne halitada. Y a pesar de que Vicente Guedes proclame que le repugna el modo en que se nace (transcribo la traducción de Antonio Sáez Delgado, Pre-textos 2014): «¿Quién no se enfada por tener madre, por haber sido tan genital en su origen, arrojado tan asquerosamente al mundo?»; para mí nada más ajeno a la materia poética que la inmaterialidad absoluta que él parece anhelar. Aspira a lo inmarcesible como máxima expresión de pureza, por tanto detesta lo corpóreo porque se deforma desde su origen (sic). Mi aspiración, aunque quizá sea un error, o conduzca a la nada, es la contraria, contaminar de humanidad mis letras. Entre lirio y trigo, el pan; entre ocaso y lágrima, el dolor.

Cuatrocientos cinco. Aunque fuera la persona con más títulos nobiliarios de Europa, aunque sobre sus viejos hombros reposara una ingente cantidad de posesiones y negocios cuyo valor es incalculable por más que pretendan calcularlo, a la hora de la verdad ha muerto la Duquesa de Alba con sensaciones semejantes al resto de los mortales.
A pesar de que esté siendo tan lastimoso el modo en que se presentan algunos asuntos y se silencian otros, al final todo se reduce a un corazón que ha dejado de latir (o latifundir como el humor corrosivo de Twitter —@norcoreano, dixit— ha dejado escrito). Otro u otros se encargarán de que no mengüe ni un ápice el patrimonio de la familia, y si fuera posible que aún se agrande más. Y saben, y lo saben muy bien, que su tarea es la de ofrecernos a la plebe ademanes de proximidad, signos de patriotismo, gestos que, como sucede con los trileros de las calles, eviten u obturen nuestra mirada de sus manos mientras mercan, negocian, y se enriquecen más aún.
Ahora que en tantas instituciones y organismos se producen tantos relevos, también ocurre en la casa de Alba. Y no deja de ser otra señal más de los tiempos de cambios que se avecinan… acaso para que nada varíe, pues, a la postre, por más títulos y riquezas que disponga un ser humano, el destino es idéntico al del resto.
[La foto se publicó en ABC: En el funeral de Estado, el modisto gay que está casado con otro modisto, recibe la comunión… de manos del confesor de la duquesa… en la catedral de Sevilla. Que dos hombres se casen y convivan, si se aman me parece justo y hermoso, pues el amor siempre lo es. Pero la iglesia dice lo que dice, aún. ¿Entonces qué? ¿Sí o no o, como casi siempre, depende?]

Cuatrocientos seis. Pasear la ciudad cuando amanece es zambullirse en la ilusión de los principios, en esos momentos en que todo es posible, en que nada parece magullado o desgastado por el uso y la rutina.
Por desgracia la albada dura poco, pronto brota la mañana y enseguida los minutos socavan la materia de la jornada. Al principio es apenas apreciable su tarea; esas primeras dos o tres horas matutinas, son hermanas o primas carnales de la aurora; muchas veces son tan similares sus gestos y facciones, sus ademanes y perfil, que pueden confundirse. Pero al apuntar las primeras sombras del cansancio, cuando el silencio y la quietud son piezas de recuerdo —casi de anticuario—, es difícil mantener la ilusión intacta, y más difícil aún que no aparezcan los primeros avisos del desánimo, la excesiva precaución, el miedo o el disimulo, e incluso extraños pactos con la tristeza, la melancolía y, sobre todo la rutina que garantiza, sí, el cobijo y la seguridad, pero asfixia o cubre, como lo hace la borrasca, el horizonte de los sueños.

Cuatrocientos siete. Vi un vídeo en que se mostraba la evolución imparable de la influencia de Internet y de las redes sociales en la vida contemporánea.
En el fondo nada de lo que enseña es sorpresa o novedad. De una manera u otra se saben, o al menos se perciben, los datos que se apelmazan en el informe. Pero verlo todo junto, como en una cascada imparable, provoca vértigo y, al mismo tiempo, debería obligar a la reflexión.
La influencia real en nuestras existencias de la informática y de algunas redes sociales y plataformas (Facebook, Twitter, Instagram, G+, Whatsapp, Google o Youtube) es mayor de lo que a priori podría imaginarse. Tanto que algunos hablan de un ser humano diferente al que hasta ahora ha habitado el planeta: ni peor ni mejor, distinto. La cantidad diaria de datos y la velocidad a que se manejan, transmiten y comparten —superior a la cantidad de información que se podía alcanzar durante una existencia completa a mediados del siglo pasado, por ejemplo—, la capacidad para acceder a saberes que antaño sólo podían alcanzar un puñado de privilegiados, la inmediatez para conectarnos con otras personas que viven a cientos o miles o decenas de miles de kilómetros, la facilidad para manipular, la posibilidad de que las decisiones y la influencia no se produzcan en un solo lugar del planeta, la uniformidad en modas, costumbres y tendencias, el afán por conocer más, la dificultad para mantener la atención mucho tiempo, etcétera, etcétera, son elementos tan novedosos en la existencia que todo el mundo puede comprender su influencia hasta en lo más cotidiano de las existencias, hasta en las existencias más alejadas y recónditas de los centros de decisión.
En sí mismo tal asunto no es bueno o malo; como casi todo, tiene ventajas e inconvenientes, beneficios y perjuicios, soluciones y problemas, potencialidades y riesgos.
Pero mientras la especie asimila y asume toda esta revolución que, como poco, afectará al funcionamiento del cerebro y a parte de la psicología, varias generaciones, probablemente acabemos atrapadas y anegadas por los peligros y los daños que ocasione toda esta parafernalia.

Cuatrocientos ocho. El peso del lastre de posesiones y afectos es inversamente proporcional a la velocidad de nuestros pasos, a la distancia recorrida y al afán por descubrir nuevos territorios; al mismo tiempo, es directamente proporcional al miedo, al afán por dominar a los demás y al deseo de que nada cambie.
Lo malo es que en demasiadas ocasiones la pretensión de ir más deprisa, llegar más lejos y descubrir nuevos territorios, esconde el afán de acumular, con lo que en un tiempo aumentará el miedo, el deseo de dominar a otros y el afán por que todo permanezca y no se altere.