Cómplices

Lunes 24 a domingo 30 de noviembre de 2014

Cuatrocientos nueve. Empieza la semana con el color desvaído de la impotencia. Las noticias se entrelazan como en una escaramuza organizada en sucesivas oleadas que mellan las defensas hasta convertirlas en inútiles empalizadas inermes, casi yertas. Algunos de los ataques son maniobras de distracción, acometidas molestas que sirven para distraer y desgastar, cuya misión es allanar el camino al ataque feroz, casi despiadado.
Uno creía que el peso que lastra, aunque no humille, sus ánimos rozaba el límite permitido por su resistencia, por la musculatura adiestrada en soportar contratiempos y caminar por trochas tejidas de pendientes y cárcavas apenas transitables, si no fuera por algunos andariveles que se encuentran casi como milagros en algunos recodos inesperados. Pero se conoce que no es del todo cierto, que aún es posible cargar con más, que aún pueden los ojos del alma contemplar más dolor, más miedo, más desolación.
¿Hasta dónde, hasta cuándo, permanecerán firmes mis rodillas, sin hincarse en el pedregal, inútiles para avanzar más, inservibles para sostener el peso de las lágrimas?
Nada es definitivo. De hecho uno sabe ya por experiencia que las tormentas acaban por dar paso a la luz más intensa, a la transparencia casi absoluta del aire.
Quizá lo más conveniente sea detenerse ahora que arrecia la emboscada, hacerse fuerte en la espera, porque quizá la única energía que resta es la de permanecer firme, escudriñar en silencio la oscuridad con el objetivo innegociable de husmear como perro ávido de presa, los ecos de la luz y la esperanza… El camino no desaparecerá porque ahora detenga mis pasos.
Preparé una hoguera que sirva para calentar e iluminar en medio de esta oscuridad de garras y dentelladas, cobijaré en mi regazo sus respiraciones heladas por el miedo y el abismo.

Cuatrocientos diez. No obstante, la cotidianidad no entiende de paradas o refugios. Continúa su ritmo, esa melodía que nunca se detendrá.
Quizá por ello, a diferencia de otras jornadas, cuando a la caída de la tarde las reservas del día aún eran suficientes, afrontaba con ilusión, aunque sin eficacia, la tarea por la que mis días tienen su sentido más pleno.
Sin embargo, ahora, alcanzo estos momentos con el mismo vigor con que un insomne llega a la aurora. No sé si es cansancio, si es desidia, si es puro agobio

Cuatrocientos once. Cuando aparezco en la librería, me doy cuenta de que he errado el pronóstico. No se trata de una cita previa, de un encuentro para cambiar impresiones. Sin que me lo diga B. comprendo que ahora se trata de decidir sobre los microrrelatos que apenas he leído, tan sólo un par de veces, acaso demasiado rápido, dos esbozos, tarea preliminar para el trabajo necesario.
Me dan un tiempo extra. Voy apurado por no hacer esperar a los compañeros que, a diferencia de mi desidia, han cumplido con la tarea.
Siento que he defraudado, y temo que selección, por precipitada, sea injusta, más injusta incluso que lo que pudiera ser habiendo dedicado el tiempo y la atención y el cariño necesarios.
Pido no ser el primero en facilitar mi preselección. Al escuchar la del resto, siento un alivio íntimo, una bocanada de satisfacción. Al final de la rueda, sólo dos de mis siete elegidos no formaban parte de la selección de, al menos, otro de los miembros del jurado. Tres de ellos, además, han sido valorados por tres o cuatro de los colegas, que, además, han sido los tres finalistas…

Cuatrocientos doce. Los rincones de esta ciudad —supongo que quizá como la mayoría de ciudades— han vuelto a servir para que algunos lectores o escritores en ciernes hayan tejido una historia mínima.
Más allá de su calidad, más allá de la emoción que puedan trasmitir esas mininarraciones, se percibe el amor o el interés o el asombro que esta pequeña urbe provoca. Recuerdos de otros tiempos, ensoñaciones que caminan hacia el futuro, caricias de las piedras, la luz, la historia, el horizonte en los corazones y en las mentes de quienes toman una pluma o un bolígrafo o un portátil y se disponen a revestir una calle, una plaza, un recodo, una fachada, un paisaje con una historia propia, con una anécdota referida acaso mil veces por el abuelo o la abuela…
Me gusta ser parte de este jurado, me gusta confirmar cada año —éste es el tercero— que Segovia no es sólo el nombre de una ciudad cargada de arte, historia, belleza, sino, sobre todo, la casa común que provoca tantos sentimientos.

Cuatrocientos trece. Y el caso es que, a pesar de mis palabras, a pesar de los consejos que transmito para intentar pelear y no dejarse vencer antes de tiempo, no sé cómo reaccionaría yo mismo en similar situación.
Cuando me transmiten sus dudas, el deseo de dejar todo como está y simplemente no hacer nada, pienso que quizá yo reaccionaría del mismo modo.
No es tan extraño. No me resulta difícil trasladar sus pensamientos a mí mismo. Sin embargo hay una diferencia. Si de algo estoy seguro es que, en una situación similar,  yo sí sería capaz de hacer la pregunta decisiva, la que me colocaría en el punto exacto en que uno debe elegir tomar uno de los ramales en que se desdobla la encrucijada.
Que quede claro, no obstante, que no deseo que me suceda algo así, mi afán es no tener que decidir; anhelo que, al alcanzar un punto semejante, la situación a la que me enfrente sea una camino sin desvíos opcionales. Pero tampoco está en mis manos que así suceda.

Cuatrocientos catorce. Te plantean una duda, un miedo, un temor, algo que no se te había pasado por la imaginación.
Enmudeces derrotado por la sorpresa de semejante idea.
Nunca has sentido la misericordia o la lástima como sucedáneo del amor. Has aprendido con los años que el amor no es una necesidad de alguien, sino el deseo profundo de compartir con la amada un largo tramo de la existencia (ojalá que fuera eternamente, pero intuyes que tal cosa es muy difícil, y te conformas con que ese periodo de comunión sea lo más largo posible, pero sin marcas en el calendario).
Y te das cuenta, mientras recuperas el habla y encuentras palabras convincentes que transmitan tus verdaderas convicciones, que el miedo es un enemigo con más poderes que cualquier dios mitológico o cualquier superhéroe contemporáneo.