Cuatrocientos
treinta.
A veces se oyen por ahí consejos del tipo: si alguien se empeña con todas sus
fuerzas, y pone en tal anhelo todas sus energías, es capaz de lograr cuanto se
proponga.
Y quizá sea cierto, pues la aseveración no suele discutirse.
Supongo que cuando se sentencia así, se descuentan las limitaciones naturales,
los imponderables que cualquiera puede pensar, por ejemplo, que un ser humano
pretenda volar sin montar en algún artefacto capaz de surcar el aire,
cuestiones de este tipo.
Pero aún así, quiero decir, aunque se esté hablando de aquello
que le es dado a un ser humano, no siempre se hace realidad el deseo, por más
que uno ponga en él todas sus capacidades, todo su esfuerzo, todo su tiempo…
Cuatrocientos
treinta y uno. Me llama D. para que le ayude a poner en marcha un blog, de
cara al certamen de poesía que organiza y coordina.
Prefiero bajar tras la llamada, no suceda que la tranquilidad de
hoy, sea borrasca mañana.
Me alegra que se acuerde de mí para algo así. Creo que un
certamen de poesía como el que coordina e impulsa requiere de una plataforma
similar en estos tiempos. Aunque las redes sociales sean el altavoz
imprescindible hoy en día, que quede rastro de esta actividad, de sus
progresos, de su historia, requiere de un instrumento similar al de una página
propia, pues por su propia esencia, las redes son una selva intrincada en que
sólo el presente se impone, y cualquier rastro del ayer es hojarasca que el viento
se lleva.
Cuatrocientos
treinta y dos. Hay momentos en que afrontar un solo paso más me parece tan
complicado como escalar una pared vertical. Sin embargo, al siguiente instante,
algo que es más complejo, lo asumo con la misma tranquilidad y sencillez con
que me siento.
Cada día me sorprendo más de mi persona y no niego que hay un
punto de miedo en este vislumbre de mí mismo. Temo que la semilla de algún
desequilibrio comience a enraizarse dentro de mí. Quizá esté demasiado influido
por lo que me está tocando vivir en estos años.
Quizá esté demasiado saturado, simplemente eso.
Cuatrocientos
treinta y tres. La ciudad, cualquier ciudad, no es consciente de ser escenario
de las vidas que soporta.
¿Cómo escribiría una calle el paso de tantas vidas sobre ella
durante tantos años, incluso siglos en algún caso?
Las mismas fachadas, el mismo trazado, han sido testigos de los
pasos de toda clase de individuos: santos, criminales, optimistas, pesimistas,
melancólicos, inteligentes, imbéciles, generosos, egoístas, sanos, enfermos…
Vidas que se han ido tejiendo, mezclando y destejiendo mientras ellas, las
calles, impasibles, soportaban voces, silencios, risas, lágrimas y
pensamientos.
Cuatrocientos
treinta y cuatro. Algún sector de la crítica habla de los escritores nacidos en
la década de los sesenta como la generación invisible o algo así; una
generación opilada por la sombra gigantesca y poderosa de los grandes que
nacieron en la década anterior y obturados por la potencia de quienes en la década
siguiente vinieron para ser respuesta a los anteriores.
Ahora que se habla tanto de la Transición española, unos para
ensalzarla desmedidamente, otros para criticarla como si hubiera sido la madre
de todos nuestros males actuales, sigo sosteniendo que a quienes nacimos en esa
década de los sesenta la Transición nos desubicó del mapa definitivamente. A
todos, sobre todo los del primer lustro, nos cogió con la adolescencia haciendo
de las suyas en nuestro venero. Como nosotros, la sociedad de esta nación, su
organización, sus principios, se hicieron adolescentes. La generación previa a
la nuestra, con toda la energía de la primera juventud, ocupó los huecos que
dejaron los anteriores, quienes en muchos casos hubieron de salir del escenario
haciendo mutis por el foro; para nosotros era tan temprano, nos faltaba tanto
para poder arrostrar la vida sin que ésta nos tumbara…
Cuando empezaron a dar muestra de cansancio, cuando algunas
trayectorias demostraron que no eran tan largas como se pronosticaba, otros, más
jóvenes, nos sorprendieron con más vigor que el nuestro.
Y ahí nos quedamos, en silencio, invisibles, hijos de un país
que para nosotros fue una madre adolescente.
Cuatrocientos
treinta y cinco. Parece que entramos en días de nieblas. Estas tierras, a
diferencia de la mayoría del territorio castellano, no son proclives a este
fenómeno tan hosco y, al tiempo, melancólico, pero hay determinados años en que
se convierten en vestimenta insustituible de las mañanas, a veces de los días
completos.
Salir a las seis y veinte de la mañana y sentir los dedos fríos
y húmedos de la niebla sobre la cara no es el mejor de los posibles principios,
pero hoy, mientras subía hasta casa de mis padres, me ha dado por pensar que, a
pesar de todo, acaso la niebla sea un buen material poético.
Cuatrocientos
treinta y seis. Escribe Muñoz Molina en Como
la sombra que se va:
«Ni un solo día de mi vida me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo. Era así hace veintisiete años, en aquel piso de protección oficial de Granada, y es así ahora, esta misma tarde, ahora mismo, un anochecer de principios de febrero de 2014, delante de una ventana que da a una calle nevada de Nueva York.»
¿Y si es así, porque él lo afirma, en el caso de un autor consagrado,
una de las referencias ineludibles de la literatura de hoy en español, qué diré
yo, apenas don nadie que a pesar de su invisibilidad se afana en la misma
tarea?
A medida que pasan los minutos de lectura de esta novela, me
interesa mucho más la parte que dedica el jienense a recordarse, a escribirse él
mismo como protagonista de otro tiempo. No es que no me atraiga la otra parte,
esa en que narra los días lisboetas del asesino de Martin Luther King, sino que
me parece menos atractivo, más lejano.
Cuatrocientos
treinta y siete. Continúa la niebla batiendo el territorio de la ciudad, con vigor
que parece indomable. A ratos el sol consigue que retroceda, pero no la vence
del todo. Su cuerpo de fantasma húmedo se protege en la ribera del río y espera
a que el atardecer ablande la potencia del sol para emerger de nuevo y
patrullar las calles durante la noche.
Cuatrocientos
treinta y ocho. Llevo bajo el brazo (estoy seguro desde el miércoles cuando
recogí el aviso de correos y no he abierto aún el paquete) algunos
ejemplares de Alas rotas.
Es curioso, pienso, que este 2014, ahora que centrarme para escribir
cualquier relato o cualquier poema es como una quimera, me hayan editado dos
libros escritos hace algún tiempo.
Se podría decir que el año en que menos he escrito —salvo estas
páginas, poco más—, es cuando más me han publicado.
Uno supone que los libros se escriben y se deben publicar al
poco tiempo, cuando aún el calor de la tinta se perciba en las páginas. Pero se
conoce que no es así siempre, al menos a mí me ha pasado en cuatro ocasiones que
entre la escritura y la edición habían pasado entre dos y once años…
Pero lo que importa, a la postre, es que el texto haya
convencido a un editor (aunque en el caso de Alas rotas, éste, además, sea amigo y quizá pese más la amistad que
la calidad del texto para que haya dado el paso de publicarlo), y que después
de una década vea la luz.
Cuando logro deshacer el paquete, mis ojos confirman lo que el
corazón sabía. La portada blanca, con esa mariposa de alas truncadas
transmitiendo dolor a los ojos del posible lector, parece palpitar en mis manos.
Mi octavo libro editado. Una edición artesanal, hecha con las
manos de mi amigo. Pienso, otro editor que arriesga su dinero por mí, otro loco
que apuesta por un caballo torpe, lento, perdedor.
Sin embargo, no puedo —ni quiero— disimular la alegría, la emoción.
Abro al azar el texto, y compruebo, como comprobé el año pasado que, a mi modo
de ver, a pesar de la década transcurrida, el texto no ha envejecido y sigue
valiendo. Acaso el dolor es intemporal, por eso vale hoy como valía hace dos
lustros.
Hoy no me arriesgaría a ser tan visceral como lo fui. Entonces no
podía hacer otra cosa, pero quizá hoy el pudor me vencería. No sé si me arrojaría
a una voz narrativa en segunda persona (otro editor, también amigo, me dijo que
por ahí la novela era excesivamente arriesgada, y por ello, quizá no se decidió),
pero es posible que no haya otra solución para esta novela: o es así, o difícilmente
será de otro modo; porque si el narrador tomara la perspectiva del monólogo
interior, o buscase la objetividad aparente de la tercera persona sólo rota por
el eco de algunos diálogos, podría contar lo mismo, pero nada sería igual.
Lo único que siento es que él pueda perder más por mi causa. Es un
cargo de conciencia que se convierte en un vecino molesto, contra el poco o
nada se puede hacer.