Cómplices

Lunes 22 a domingo 28 de diciembre de 2014

Cuatrocientos treinta y nueve. En este día en que España celebra la importancia de la salud, aunque sea de modo irónico, pues a cualquiera nos hubiera encantado haber formado parte de uno de esos grupos bullangueros que hacen correr el cava junto a la administración de lotería o en el bar donde compraron el décimo premiado, certifico que la salud es lo que importa. Y lo certifico con la melancolía dolorosa de quien vive tan próximo a personas que no gozan de ella, que ven mutiladas sus aspiraciones vitales por tal o cual enfermedad, incluso por tal o cual sombra de enfermedad.
Casos hay, sin duda ejemplares, en que quien la padece parece sobrevolar el dolor, la carencia, la limitación, los estragos que produce tal o cual problema del organismo. Quizá fuese ideal continuar demostrando el mismo ánimo en la enfermedad que en la salud, cuando el cuerpo es chasis impoluto y resistente que protege al motor incansable e invencible, cuando el cuerpo apenas importa, apenas se tiene en cuenta, pues lo normal es que todo esté bien y que cada engranaje cumpla su misión —la mayor parte de las veces invisible, inapreciable, como respirar seis o siete decenas de veces por minuto—; lo impensable es que haya algo que se detenga o se acelere en exceso; lo imprevisto es que, por ejemplo, un día el páncreas disminuya tanto su producción de insulina que necesitemos dosis exógenas de esta sustancia; también es impensable que el sistema inmunológico confunda alguna de las células sanguíneas imprescindibles con alienígenas invasores y peligrosísimos y se dedique, sistemática y tozudamente, a destruir tal o cual elemento del venero; o que los latidos cardíacos empiecen a ser insuficientes o no mantengan el ritmo marcado en la partitura; tampoco se piensa que las articulaciones se inflamen y produzcan ese dolor, primero, y esa deformación, después, que impida e imposibilite su funcionamiento…; y cómo no, quién piensa en que algún componente del equipo de nuestro ser —el que siempre debería jugar por nosotros y a nuestro favor— decida hacernos la guerra, y empiece a suicidarse desde dentro, lenta y silenciosamente o se torne caníbal de sus células hermanas…
Como se da por descontado que mañana también amanecerá, igual que hoy y ayer y antesdeayer y la semana pasada… desde hace más de cincuenta y dos años para mis ojos, o millones de años para el planeta, lo normal, lo obvio, lo que siempre se da por hecho es que la carrocería, el motor, el maletero, el depósito donde somos —el único y exclusivo chalet donde podemos ser— siempre esté en condiciones y, además, nunca sufra desperfectos o averías, al menos serios, peligrosos, definitivos.
Pero tal suposición, en el fondo, es la demostración de que creemos firmemente en los milagros, de que aspiramos a la vida eterna, acaso porque exista.
Por eso aunque a mí no me haga falta recordarlo el día en que de nuevo no me ha tocado la lotería —ni poco ni mucho ni algo, nada—, me felicito de que en España hoy sea esa jornada en que se toma conciencia de que la salud es lo que importa, pues sin ella, no es que no podamos hacer tal o cual cosa, simplemente es que casi ni somos, casi empezamos a dejar de ser.

Cuatrocientos cuarenta. AMM se trata con mucha dureza en su última novela. Pocas veces se podrá leer un texto en que un autor sea tan objetivo consigo mismo, aunque se trate del recuerdo que tiene de sí, de quien fue hace casi treinta años, aunque se vea con la misma distancia o con la misma sensación con que ve a alguno de los personajes de la novela. Es verdad que la distancia del tiempo transcurrido entre aquellos años y estos permite observarse como en los retratos de antaño; pero aún así, tanta objetividad, ese modo de no esconder lo que era, lo que hacía (o lo que no era y no hizo, cuando —según él mismo— quizá debió ser y debió hacer), lo que sentía, lo que pensaba, es poco frecuente en textos autobiográficos o memoriosos. Y no es que diga yo ahora que sea frecuente la mentira, o la exageración o la autoexculpación o la adulación de sí mismo, basta con ocultar —por pudor o coquetería o insignificancia o falta de consecuencias, al menos aparentes— tal o cual pensamiento, tal o cual decisión privada, tal o cual noche de farra con amigos, basta, en fin, con no mostrar al escrutinio público las zonas más umbrosas y heladas del ser para que el autorretrato salga un poco más luminoso, un poco más sonriente, un poco más atractivo.
Por ello quizá al lector le suene tan sincera esta novela, por ello quizá le parezca casi un documental o un docudrama sobre las almas de dos personas separadas por los años, los hechos, las costumbres, pero unidas extrañamente por Lisboa, por sus calles, por el río, por el mar.
Pero sobre todo, quizá por esta sinceridad casi enunciativa, desnuda y sencilla —tampoco es que el autor se regodee con muestras de masoquismo en sus defectos o errores— es por lo que el lector comprenda mejor y sintonice con el narrador de hoy, con ese hombre que, además, es un novelista cuyos libros me llevan acompañando desde hace tantos años, tantos.

Cuatrocientos cuarenta y uno. Caemos en la rutina de estas fechas sin darnos mucha cuenta del asunto. En estos últimos días del año los periódicos, las radios, las teles, los blogs, las páginas web, se llenan de resúmenes y listas de todo lo destacado durante estos doce meses. Lo que descuella tanto por su calidad como por su vulgaridad, lo que se ha de recordar por ser lo mejor o por ser lo peor.
Listas y listas y listas de libros, películas, discos, acontecimientos, desgracias, muertes, divorcios, bodas, premios… Una ínfima parte del contenido de los días y las noches en que se ha ido compartimentando este 2014 que agoniza en nuestros calendarios, quién sabe si en nuestros corazones. Una pequeña porción que según algunos ha de ser tenida en cuenta por nuestras neuronas de la memoria…
No es así; probablemente sólo haya dos o tres hechos que pasarán a la historia colectiva: el rey abdica y se corona al heredero, una epidemia que asesina a los pobres y que amenaza con visitar los suburbios de los ricos, el regreso al más radical de los integrismos diabólicos usando en vano el nombre de Dios, el asesinato y desaparición de tantos jóvenes en México, una infanta de España se sentará en el banquillo de los acusados y pretende continuar con sus derechos sobre la sucesión de un trono tan viejo y desvencijado que está a punto de descuajaringarse definitivamente... Pero sobre todo, lo de siempre: hambre, miseria, explotación, subdesarrollo, miedo, corrupción, impunidad de algunos… Y además, también lo de siempre: la emoción de los gestos altruistas y generosos que deberían ser el modo habitual de actuación, algún descubrimiento de la ciencia, algún hallazgo del pasado, la bienaventurada alegría del arte, la efímera satisfacción de un logro deportivo… A esto habrá que añadir lo recordable que cada uno estime en su biografía, si algo de lo acontecido en este décimo cuarto giro del planeta alrededor del sol de este siglo veintiuno los es.
Al final, los días y las noches, se almacenan en el no recuerdo, desordenadas por un proceso de acumulación y desconcierto. Cualquier jornada —dentro de un indeterminado número de meses o años— entraremos en el desván polvoriento de esta especie de olvido que más bien es una estantería poco usada y aparecerá algo (una foto, un libro, un aroma, un sabor…) que actuará tal que resorte imparable, y acercará hasta los poros de las estrías de la memoria (si aún funciona, si aún no ha perecido) tal o cual hecho, tal o cual vivencia, tal o cual gesto. Y entonces, aquello de 2014 que casi nunca fue tenido en cuenta, se convertirá en la joya más valiosa de la corona.

Cuatrocientos cuarenta y dos. Mientras anoto estas palabras en el día de Navidad, escucho o me dejo llevar por la melodías felices del oratorio navideño de Bach.
Tras cuatro horas —desde las seis y veinte de la mañana, hasta que he regresado— la temperatura de la calle ha subido un par de grados; de cinco bajo cero, hemos pasado a tres. (Lo más demencial o admirable, según se mire, es que el cuerpo notaba esta elevación, a pesar de la proximidad de los dígitos, a pesar de que ambas cifras produzcan sensación de habitar en el congelador más que en la nevera).
Ahora la bandera del cielo se va tornando bicolor, celeste y ceniza. Junto al Acueducto, algunos chavalillos dirigidos por dos o tres entusiastas, preparan el vallado que ha de separar en unas horas al público de los ciclistas que competirán en la presente edición, septuagésima novena, creo, de la Carrera del Pavo, de la que —como cada año— luego se verán algunas imágenes en los telediarios.
Es Navidad.
Escribo la evidencia y miro hacia dentro de mi corazón. Cierro los ojos, no vaya a ser que la estampa que contemplo a través de la ventana interfiera las verdaderas palabras que quisiera dejar escritas…
Me detengo, busco, pero no hallo mucho más que el reflejo de la calma en la espera que, no obstante, actúa como muro o guardia de fronteras, impidiendo que fluyan mis ideas…
A veces creo que no las tengo, y que lo único que estoy haciendo es prolongar el final de mi tarea literaria con vanas excusas, con subterfugios. Si, como pretendo, el único problema es la falta de tiempo, lo único que sucedería es que todo iría más despacio, que tardaría más en levantar un libro, que el surco a labrar avanzaría en vez de tantos metros diarios, un puñado de centímetros, pero uno sabría que acrece, tanto en lo largo como en lo hondo.
La otra mañana una compañera y amiga, a quien le regalé un ejemplar de Alas rotas, me reconvino con sonrisas por no haber escrito, tampoco este año, el cuento navideño. Apunté o apenas balbucí, estos afanes, preocupaciones y horario que ahora es lo más importante de todo, pero al tiempo que lo decía, notaba que eran excusas poco o nada creíbles, acaso, y como mucho, el envoltorio de una declaración oculta de hastío o cansancio, como si apenas desvelara tenuemente mi nada. Quizá, si en verdad apostara por lo que tanto anhelo, debería actuar justo del modo opuesto al que lo hago.
Repaso lo que va escrito por ver la cantidad de erratas provocadas porque mecanografíe con ojos cerrados, sin mirar en la pantalla el resultado del impulso de mis dedos sobre el teclado. No han sido muchos, tres o cuatro, quizá cinco.
Va a resultar que es verdad cuando se afirma que el escritor sólo ve cuando escribe, que no importa tanto, o importa poco, lo que viaje o no viaje, que si uno es tan humilde como para saber mirar no es necesario cruzar el mundo para ver. O acaso sea una fórmula más sencilla: el escritor lo es cuando escribe, por tanto, cuando escribe, es.
Es Navidad y, de pronto, te hecho de menos.
Ya me empiezan a dar lo mismo estas palabras o aquellas otras, las que alguna vez dejé olvidadas, las que pudieron pudrirse porque me entretuve en tal o cual vana tarea… (Creo que lo que he dado en llamar Nana del oratorio de Navidad vuelve a hacer de las suyas en la intensidad de mis latidos). Donde descanse y siempre pueda verte titulé inicialmente este cuaderno de El surco de los días, el que se corresponde con este 2014 que ya va de capa caída. Y desde enero, no he cambiado el título, ni lo voy a hacer ahora, pues es certero. (No aludo a su calidad, sino a su contenido).
Y ahora que no estás, aunque falten pocas horas para que regreses —apenas una fugaz ausencia de cincuenta y pocas horas—, para que vaya a tu encuentro a la estación (si es que ella no se altera y hago falta en otra parte), me doy cuenta de que sin ti tampoco nada de esto tendría mucho sentido, ni poco… No lo tendría.
¿Cómo me envuelve este pensamiento ahora, en esta hora matutina de la Navidad? Quizá, me digo, porque si la Navidad es algo o enseña algo o aún deja un rastro en nuestras vidas, más allá del folclore y del desmesurado gasto, es el que la vida tiene su mejor sentido con alguien a la vera, que esté porque (nos) quiera, sin más contemplaciones o excusas o explicaciones.
Aunque en tantas ocasiones lamente la escasez de tiempo, el que me estorba, el que apesadumbra mi ánimo, nada tiene que ver contigo. Muchas veces —últimamente a la hora intempestiva y final de la madrugada, mientras me acerco a casa de mis padres— pienso horarios que más me satisfarían, los momentos en que mejor podría intentar esta tarea, y siempre la conclusión es la misma: la ancha y vital frescura de la mañana… Nunca estorban tus ojos o tus manos, menos cuando se posan sobre mi piel, siempre hambrienta de caricias. Son inútiles desperdicios de mis energías otras cosas, sin embargo inevitables.
Es Navidad.
La conmemoración de la extrañísima jugada de Dios en el tablero de la historia. Es Navidad, cuando ternura y humildad se tornan seña de identidad del Todopoderoso. Es Navidad.
Algo no cuadra, algo debería crujir en el raciocinio de la humanidad. Acaso Herodes fue el primero en detectarlo. Aquello era el inicio de una peligrosísima revolución, la más peligrosa de la historia, la que igualaba a Dios con los humanos, la que convertía a Dios en un niño que necesitaba calor, protección, ternura, brazos maternales, y la que demostraba para los que no lo hubieran entendido todavía, que los humanos (todos, por tanto cualquiera, aquí y allí, entonces y ahora y luego, siempre) poseemos lo más definitivo de la divinidad: la capacidad de amar, los resortes para entregarse al otro, para darse enteros.
(…)
Han avanzado las horas de la jornada, y los pensamientos de la mañana, han servido para gozar de una jornada de pesebre, unas horas en las que he podido acariciar el sufrimiento, sin pretender eliminarlo, pues no está en mis manos; como mucho, y si tuviera suficiente inteligencia para hacerlo, aliviarlo desde la ternura y humildad.
No hay más. Ni menos. Frente a mí, ambos, sufriendo, sí, pero sin detener su afán de vida, abrazados a la senda de la existencia porque saben que no está en ellos ponerle coto. Y esa es la paradoja de la Navidad, vivir desde el sufrimiento y la pobreza —incluso cierta angustia—, para alcanzar la verdadera vida.
Nos han despojado de la Navidad. A base de peteretes y gollerías, gula y desmesura, lujo y hedonismo, han dotado a estas fiestas justo de lo contrario que podrían ser: reencuentro con la esencia humana.
Ella come inclinada, como escorada a estribor, incapaz de enderezarse. Me mira, sin embargo, con la certeza de que mi rostro pertenece a alguien que quiere mucho. Sé que duda, pero opta por creerse que soy quien digo. Él, a hurtadillas, creyendo que no le miro —mirar de soslayo no es fácil y requiere pericia—, la contempla y lamenta ser ahora tan débil, no poder hacer mejor y más cosas, y a pesar de renegar a ratos de la dirección inexorable del camino, en el fondo acepta este sendero tan duro. Y lo más probable de todo —al menos eso pienso ahora— es que la única misión de tanto dolor y enfermedad acumulada, es que yo aprenda la extrema fragilidad de la vida y, más aún, que aprenda que la vida sólo tiene sentido, verdadero sentido, cuando se olvida de sí y se vive para otros.
(…)
Al fin llegó la hora de tomar el bus para ir a buscarte. No porque sea precisa mi presencia, no porque regreses muy cargada. Sólo porque me apetece, sólo porque libremente decido acudir a ti, para que tu mirada sea pesebre que me acoja.
Cuando el autobús abandona la ciudad, y gira a la izquierda, encarando el último tramo hacia la estación, es como si entráramos en la boca negra de un túnel, como si, de pronto, hubiéramos dejado la calzada y hubiéramos despegado: todo es oscuridad desde donde voy sentado, ni un solo andarivel —aunque sea visual— para sostener el equilibrio. Una curva, un cambio de rasante, otro giro y, a lo lejos, se ve una luz potente como un ovni que se acerca. En realidad es un vehículo que viene desde el lugar al que vamos los siete viajeros de este bus. Luego otro. Otro giro y a lo lejos, al fin, las luces del aparcamiento de la estación y la estación en sí, ese cúbico edificio, como arrojado desde la estratosfera y que cayó aquí, igual que pudo haber aterrizado un poco más allá, o un poco más cerca, como soltado al boleo por una mano caprichosa. Este edificio me recuerda, siempre me recuerda, a una de esas infraestructuras que aparecen en las películas norteamericanas o centroeuropeas, perfectamente útiles, adecuadas sin fisuras a la tarea para las que fueron diseñadas, pero vacías de alma, sin nada que provoque en sus usuarios una pequeña nota de afecto. Construcciones ubicadas en medio de la nada, usadas como deben usarse, como se usa un clínex o una servilleta. Tan necesarios, incluso imprescindibles, como los pañuelos, pero perfectamente sustituibles o intercambiables. Quizá sea cuestión de tiempo que esta estación empiece a tener su propia idiosincrasia, como sucede con la vieja de RENFE, la que también en origen estaba tan a las afueras del caserío —aunque no tanto— y que es tan idéntica a la mayoría de estaciones de RENFE de la Península, pero que, sin embargo, al ser engullida por la ciudad, es inconfundible y forma parte ya de tantas vidas.
Más de cien viajeros, no es necesario hacer la cuenta, ocupan la anchura de la sala de espera, en la cafetería apenas media docena de clientes. Se conoce que la comida de Navidad debe mantener bien atareados los estómagos de quienes esperan la llegada de los dos próximos trenes, el que salió de Madrid camino de Valladolid, que será el primero en posarse en el andén correspondiente, y el que llega desde Valladolid hacia Madrid, en el que regresas, al que espero.
No es nada difícil adivinar que salvo una familia de japoneses y otra de madrileños, el resto son oriundos de esta tierra que mañana han de trabajar en una u otra urbe.
Ambos AVANT se acercan con retraso, según comunica la megafonía. Seis o siete minutos, nada más. Siguen entrando más viajeros y acompañantes. Se nota en cada cara la costumbre de estar en el recinto a estas horas.
Hace menos frío que hace un año a estas mismas horas, cuando también, como hoy, aguardaba tu regreso. Hace menos frío y hay más personas. Es menos desoladora la espera. El cierre del control de equipajes para los que tomen el tren hacia Valladolid, casi no ha menguado el número de quienes aquí estamos.
Al fin me siento. Abro el bloc de notas que guardo en el gabán (este cuadernillo me lo regalaste en el Prado, cuando vimos una retrospectiva de Sorolla, y en la portada reproducen el retrato de una niña, creo que una de sus hijas, María Clotilde, quien, desde lejos, me recuerda el rostro de Ana, cuando se melancoliza), y anoto que a las veinte y veinte, con retraso, la sala de espera de la estación se vacía. Todos, ordenados, cívicos, avanzan hacia el control de equipajes, dispuestos a que las máquinas comprueben las contenidos íntimos de sus maletas o mochilas. El asiento que debes ocupar aún en este mismo minuto, en otros siete u ocho, será ocupado por alguien que ya está con su cabeza en Madrid o en alguna de sus calles, aunque aún no haya zarpado de Segovia. En unos instantes me quedo solo en este reducto cúbico y…
… Y no puedo seguir anotando porque el bolígrafo se me ha acabado, su tinta ya no está en él, se ha vaciado. Lo tiro en la papelera, y me acerco a la zona por donde vas a salir.
Reconozco a la primera viajera que desembarca, trabaja en la biblioteca pública. Luego llegan otras tres o cuatro o cinco mujeres.
Por un momento temo que no llegues, que algo te haya sucedido. Miro a mi izquierda, hacia la salida, el autobús sigue esperando el lento goteo de los viajeros. Pasan los minutos desde las últimas féminas que salieron. Al fin te veo, llegas seria, con frío en el rostro. Vamos, te digo, que se nos va el autobús. Ya sonríes, me iluminas.
Cruzamos al trote las puertas automáticas. Ya en la calle vemos que el urbano empieza a cerrar las puertas. Hago al conductor una seña con la mano y, gracias al cielo, me atiende y nos espera…
Estás aquí.
Es Navidad.