Cuatrocientos
treinta y nueve. En este día en que España celebra la importancia de la salud,
aunque sea de modo irónico, pues a cualquiera nos hubiera encantado haber
formado parte de uno de esos grupos bullangueros que hacen correr el cava junto
a la administración de lotería o en el bar donde compraron el décimo premiado,
certifico que la salud es lo que importa. Y lo certifico con la melancolía
dolorosa de quien vive tan próximo a personas que no gozan de ella, que ven
mutiladas sus aspiraciones vitales por tal o cual enfermedad, incluso por tal o
cual sombra de enfermedad.
Casos hay, sin duda ejemplares, en
que quien la padece parece sobrevolar el dolor, la carencia, la limitación, los
estragos que produce tal o cual problema del organismo. Quizá fuese ideal
continuar demostrando el mismo ánimo en la enfermedad que en la salud, cuando
el cuerpo es chasis impoluto y resistente que protege al motor incansable e
invencible, cuando el cuerpo apenas importa, apenas se tiene en cuenta, pues lo
normal es que todo esté bien y que cada engranaje cumpla su misión —la mayor
parte de las veces invisible, inapreciable, como respirar seis o siete decenas
de veces por minuto—; lo impensable es que haya algo que se detenga o se
acelere en exceso; lo imprevisto es que, por ejemplo, un día el páncreas
disminuya tanto su producción de insulina que necesitemos dosis exógenas de
esta sustancia; también es impensable que el sistema inmunológico confunda alguna
de las células sanguíneas imprescindibles con alienígenas invasores y
peligrosísimos y se dedique, sistemática y tozudamente, a destruir tal o cual
elemento del venero; o que los latidos cardíacos empiecen a ser insuficientes o
no mantengan el ritmo marcado en la partitura; tampoco se piensa que las
articulaciones se inflamen y produzcan ese dolor, primero, y esa deformación,
después, que impida e imposibilite su funcionamiento…; y cómo no, quién piensa
en que algún componente del equipo de nuestro ser —el que siempre debería jugar
por nosotros y a nuestro favor— decida hacernos la guerra, y empiece a
suicidarse desde dentro, lenta y silenciosamente o se torne caníbal de sus células
hermanas…
Como se da por descontado que mañana
también amanecerá, igual que hoy y ayer y antesdeayer y la semana pasada… desde
hace más de cincuenta y dos años para mis ojos, o millones de años para el
planeta, lo normal, lo obvio, lo que siempre se da por hecho es que la
carrocería, el motor, el maletero, el depósito donde somos —el único y exclusivo
chalet donde podemos ser— siempre esté en condiciones y, además, nunca sufra
desperfectos o averías, al menos serios, peligrosos, definitivos.
Pero tal suposición, en el fondo, es
la demostración de que creemos firmemente en los milagros, de que aspiramos a
la vida eterna, acaso porque exista.
Por eso aunque a mí no me haga falta
recordarlo el día en que de nuevo no me ha tocado la lotería —ni poco ni mucho
ni algo, nada—, me felicito de que en España hoy sea esa jornada en que se toma
conciencia de que la salud es lo que importa, pues sin ella, no es que no podamos
hacer tal o cual cosa, simplemente es que casi ni somos, casi empezamos a dejar
de ser.
Cuatrocientos
cuarenta. AMM se trata con mucha dureza en su última novela. Pocas veces
se podrá leer un texto en que un autor sea tan objetivo consigo mismo, aunque
se trate del recuerdo que tiene de sí, de quien fue hace casi treinta años,
aunque se vea con la misma distancia o con la misma sensación con que ve a
alguno de los personajes de la novela. Es verdad que la distancia del tiempo
transcurrido entre aquellos años y estos permite observarse como en los
retratos de antaño; pero aún así, tanta objetividad, ese modo de no esconder lo
que era, lo que hacía (o lo que no era y no hizo, cuando —según él mismo— quizá
debió ser y debió hacer), lo que sentía, lo que pensaba, es poco frecuente en
textos autobiográficos o memoriosos. Y no es que diga yo ahora
que sea frecuente la mentira, o la exageración o la autoexculpación o la adulación
de sí mismo, basta con ocultar —por pudor o coquetería o insignificancia o
falta de consecuencias, al menos aparentes— tal o cual pensamiento, tal o cual
decisión privada, tal o cual noche de farra con amigos, basta, en fin, con no
mostrar al escrutinio público las zonas más umbrosas y heladas del ser para que
el autorretrato salga un poco más luminoso, un poco más sonriente, un poco más
atractivo.
Por ello quizá al lector le suene tan
sincera esta novela, por ello quizá le parezca casi un documental o un docudrama
sobre las almas de dos personas separadas por los años, los hechos, las
costumbres, pero unidas extrañamente por Lisboa, por sus calles, por el río,
por el mar.
Pero sobre todo, quizá por esta
sinceridad casi enunciativa, desnuda y sencilla —tampoco es que el autor se regodee
con muestras de masoquismo en sus defectos o errores— es por lo que el lector
comprenda mejor y sintonice con el narrador de hoy, con ese hombre que, además,
es un novelista cuyos libros me llevan acompañando desde hace tantos años,
tantos.
Cuatrocientos
cuarenta y uno. Caemos en la rutina de estas fechas sin darnos mucha cuenta
del asunto. En estos últimos días del año los periódicos, las radios, las
teles, los blogs, las páginas web, se llenan de resúmenes y listas de todo lo
destacado durante estos doce meses. Lo que descuella tanto por su calidad como
por su vulgaridad, lo que se ha de recordar por ser lo mejor o por ser lo peor.
Listas y listas y listas de libros,
películas, discos, acontecimientos, desgracias, muertes, divorcios, bodas,
premios… Una ínfima parte del contenido de los días y las noches en que se ha
ido compartimentando este 2014 que agoniza en nuestros calendarios, quién sabe
si en nuestros corazones. Una pequeña porción que según algunos ha de ser
tenida en cuenta por nuestras neuronas de la memoria…
No es así; probablemente sólo haya
dos o tres hechos que pasarán a la historia colectiva: el rey abdica y se corona al heredero, una epidemia que asesina a los pobres y que amenaza con
visitar los suburbios de los ricos, el regreso al más radical de los
integrismos diabólicos usando en vano el nombre de Dios, el asesinato y desaparición
de tantos jóvenes en México, una infanta de España se sentará en el
banquillo de los acusados y pretende continuar con sus derechos sobre la
sucesión de un trono tan viejo y desvencijado que está a punto de descuajaringarse
definitivamente... Pero sobre todo, lo de siempre: hambre, miseria, explotación, subdesarrollo,
miedo, corrupción, impunidad de algunos… Y además, también lo de siempre: la emoción de los
gestos altruistas y generosos que deberían ser el modo habitual de actuación,
algún descubrimiento de la ciencia, algún hallazgo del pasado, la
bienaventurada alegría del arte, la efímera satisfacción de un logro deportivo…
A esto habrá que añadir lo recordable que cada uno estime en su biografía, si algo de lo acontecido en este décimo cuarto giro del planeta alrededor del sol
de este siglo veintiuno los es.
Al final, los días y las noches, se
almacenan en el no recuerdo, desordenadas por un proceso de acumulación y
desconcierto. Cualquier jornada —dentro de un indeterminado número de meses o
años— entraremos en el desván polvoriento de esta especie de olvido que más
bien es una estantería poco usada y aparecerá algo (una foto, un libro, un
aroma, un sabor…) que actuará tal que resorte imparable, y acercará hasta los poros de
las estrías de la memoria (si aún funciona, si aún no ha perecido) tal o cual
hecho, tal o cual vivencia, tal o cual gesto. Y entonces, aquello de 2014 que
casi nunca fue tenido en cuenta, se convertirá en la joya más valiosa de la
corona.
Cuatrocientos
cuarenta y dos. Mientras anoto estas palabras en el día de Navidad, escucho o
me dejo llevar por la melodías felices del oratorio navideño de Bach.
Tras cuatro horas —desde las seis y
veinte de la mañana, hasta que he regresado— la temperatura de la calle ha
subido un par de grados; de cinco bajo cero, hemos pasado a tres. (Lo más
demencial o admirable, según se mire, es que el cuerpo notaba esta elevación, a
pesar de la proximidad de los dígitos, a pesar de que ambas cifras produzcan
sensación de habitar en el congelador más que en la nevera).
Ahora la bandera del cielo se va
tornando bicolor, celeste y ceniza. Junto al Acueducto, algunos chavalillos
dirigidos por dos o tres entusiastas, preparan el vallado que ha de separar en
unas horas al público de los ciclistas que competirán en la presente edición,
septuagésima novena, creo, de la Carrera
del Pavo, de la que —como cada año— luego se verán algunas imágenes en los
telediarios.
Es Navidad.
Escribo la evidencia y miro hacia
dentro de mi corazón. Cierro los ojos, no vaya a ser que la estampa que contemplo
a través de la ventana interfiera las verdaderas palabras que quisiera dejar
escritas…
Me detengo, busco, pero no hallo
mucho más que el reflejo de la calma en la espera que, no obstante, actúa como
muro o guardia de fronteras, impidiendo que fluyan mis ideas…
A veces creo que no las tengo, y que
lo único que estoy haciendo es prolongar el final de mi tarea literaria con vanas
excusas, con subterfugios. Si, como pretendo, el único problema es la falta de
tiempo, lo único que sucedería es que todo iría más despacio, que tardaría más
en levantar un libro, que el surco a labrar avanzaría en vez de tantos metros
diarios, un puñado de centímetros, pero uno sabría que acrece, tanto en lo
largo como en lo hondo.
La otra mañana una compañera y amiga,
a quien le regalé un ejemplar de Alas
rotas, me reconvino con sonrisas por no haber escrito, tampoco este año, el
cuento navideño. Apunté o apenas balbucí, estos afanes, preocupaciones y
horario que ahora es lo más importante de todo, pero al tiempo que lo decía,
notaba que eran excusas poco o nada creíbles, acaso, y como mucho, el envoltorio
de una declaración oculta de hastío o cansancio, como si apenas desvelara
tenuemente mi nada. Quizá, si en verdad apostara por lo que tanto anhelo,
debería actuar justo del modo opuesto al que lo hago.
Repaso lo que va escrito por ver la
cantidad de erratas provocadas porque mecanografíe con ojos cerrados, sin mirar
en la pantalla el resultado del impulso de mis dedos sobre el teclado. No han
sido muchos, tres o cuatro, quizá cinco.
Va a resultar que es verdad cuando se
afirma que el escritor sólo ve cuando escribe, que no importa tanto, o importa
poco, lo que viaje o no viaje, que si uno es tan humilde como para saber mirar
no es necesario cruzar el mundo para ver. O acaso sea una fórmula más sencilla: el escritor lo es cuando
escribe, por tanto, cuando escribe, es.
Es Navidad y, de pronto, te hecho de
menos.
Ya me empiezan a dar lo mismo estas
palabras o aquellas otras, las que alguna vez dejé olvidadas, las que pudieron
pudrirse porque me entretuve en tal o cual vana tarea… (Creo que lo que he dado
en llamar Nana del oratorio de Navidad
vuelve a hacer de las suyas en la intensidad de mis latidos). Donde descanse y siempre pueda verte
titulé inicialmente este cuaderno de El
surco de los días, el que se corresponde con este 2014 que ya va de capa
caída. Y desde enero, no he cambiado el título, ni lo voy a hacer ahora, pues
es certero. (No aludo a su calidad, sino a su contenido).
Y ahora que no estás, aunque falten
pocas horas para que regreses —apenas una fugaz ausencia de cincuenta y pocas
horas—, para que vaya a tu encuentro a la estación (si es que ella no se altera
y hago falta en otra parte), me doy cuenta de que sin ti tampoco nada de esto
tendría mucho sentido, ni poco… No lo tendría.
¿Cómo me envuelve este pensamiento
ahora, en esta hora matutina de la Navidad? Quizá, me digo, porque si la
Navidad es algo o enseña algo o aún deja un rastro en nuestras vidas, más allá
del folclore y del desmesurado gasto, es el que la vida tiene su mejor sentido
con alguien a la vera, que esté porque (nos) quiera, sin más contemplaciones o
excusas o explicaciones.
Aunque en tantas ocasiones lamente la
escasez de tiempo, el que me estorba, el que apesadumbra mi ánimo,
nada tiene que ver contigo. Muchas veces —últimamente a la hora intempestiva y final de
la madrugada, mientras me acerco a casa de mis padres— pienso horarios que más
me satisfarían, los momentos en que mejor podría intentar esta tarea, y siempre
la conclusión es la misma: la ancha y vital frescura de la mañana… Nunca
estorban tus ojos o tus manos, menos cuando se posan sobre mi piel, siempre
hambrienta de caricias. Son inútiles desperdicios de mis energías otras cosas,
sin embargo inevitables.
Es Navidad.
La conmemoración de la extrañísima
jugada de Dios en el tablero de la historia. Es Navidad, cuando ternura y
humildad se tornan seña de identidad del Todopoderoso. Es Navidad.
Algo no cuadra, algo debería crujir
en el raciocinio de la humanidad. Acaso Herodes fue el primero en detectarlo.
Aquello era el inicio de una peligrosísima revolución, la más peligrosa de la
historia, la que igualaba a Dios con los humanos, la que convertía a Dios en un
niño que necesitaba calor, protección, ternura, brazos maternales, y la que
demostraba para los que no lo hubieran entendido todavía, que los humanos
(todos, por tanto cualquiera, aquí y allí, entonces y ahora y luego, siempre)
poseemos lo más definitivo de la divinidad: la capacidad de amar, los resortes
para entregarse al otro, para darse enteros.
(…)
Han avanzado las horas de la jornada,
y los pensamientos de la mañana, han servido para gozar de una jornada de
pesebre, unas horas en las que he podido acariciar el sufrimiento, sin
pretender eliminarlo, pues no está en mis manos; como mucho, y si tuviera
suficiente inteligencia para hacerlo, aliviarlo desde la ternura y humildad.
No hay más. Ni menos. Frente a mí, ambos, sufriendo, sí, pero sin detener su afán de vida, abrazados a la senda de
la existencia porque saben que no está en ellos ponerle coto. Y esa es la
paradoja de la Navidad, vivir desde el sufrimiento y la pobreza —incluso cierta
angustia—, para alcanzar la verdadera vida.
Nos han despojado de la Navidad. A
base de peteretes y gollerías, gula y desmesura, lujo y hedonismo, han dotado a
estas fiestas justo de lo contrario que podrían ser: reencuentro con la esencia
humana.
Ella come inclinada, como escorada a estribor, incapaz de enderezarse.
Me mira, sin embargo, con la certeza de que mi rostro pertenece a alguien que
quiere mucho. Sé que duda, pero opta por creerse que soy quien digo. Él, a
hurtadillas, creyendo que no le miro —mirar de soslayo no es fácil y
requiere pericia—, la contempla y lamenta ser ahora tan débil, no poder hacer
mejor y más cosas, y a pesar de renegar a ratos de la dirección inexorable del
camino, en el fondo acepta este sendero tan duro. Y lo más probable de todo —al
menos eso pienso ahora— es que la única misión de tanto dolor y enfermedad acumulada,
es que yo aprenda la extrema fragilidad de la vida y, más aún, que aprenda que
la vida sólo tiene sentido, verdadero sentido, cuando se olvida de sí y se vive
para otros.
(…)
Al fin llegó la hora de tomar el bus
para ir a buscarte. No porque sea precisa mi presencia, no porque regreses muy
cargada. Sólo porque me apetece, sólo porque libremente decido acudir a ti,
para que tu mirada sea pesebre que me acoja.
Cuando el autobús abandona la ciudad,
y gira a la izquierda, encarando el último tramo hacia la estación, es como si
entráramos en la boca negra de un túnel, como si, de pronto, hubiéramos dejado
la calzada y hubiéramos despegado: todo es oscuridad desde donde voy sentado,
ni un solo andarivel —aunque sea visual— para sostener el equilibrio. Una
curva, un cambio de rasante, otro giro y, a lo lejos, se ve una luz potente
como un ovni que se acerca. En realidad es un vehículo que viene desde el lugar
al que vamos los siete viajeros de este bus. Luego otro. Otro giro y a lo
lejos, al fin, las luces del aparcamiento de la estación y la estación en sí,
ese cúbico edificio, como arrojado desde la estratosfera y que cayó aquí, igual
que pudo haber aterrizado un poco más allá, o un poco más cerca, como soltado
al boleo por una mano caprichosa. Este edificio me recuerda, siempre me
recuerda, a una de esas infraestructuras que aparecen en las películas
norteamericanas o centroeuropeas, perfectamente útiles, adecuadas sin fisuras a
la tarea para las que fueron diseñadas, pero vacías de alma, sin nada que
provoque en sus usuarios una pequeña nota de afecto. Construcciones ubicadas en
medio de la nada, usadas como deben usarse, como se usa un clínex o una servilleta.
Tan necesarios, incluso imprescindibles, como los pañuelos, pero perfectamente
sustituibles o intercambiables. Quizá sea cuestión de tiempo que esta
estación empiece a tener su propia idiosincrasia, como sucede con la vieja de
RENFE, la que también en origen estaba tan a las afueras del caserío —aunque
no tanto— y que es tan idéntica a la mayoría de estaciones de RENFE de la Península,
pero que, sin embargo, al ser engullida por la ciudad, es inconfundible y forma
parte ya de tantas vidas.
Más de cien viajeros, no es necesario
hacer la cuenta, ocupan la anchura de la sala de espera, en la cafetería apenas
media docena de clientes. Se conoce que la comida de Navidad debe mantener bien
atareados los estómagos de quienes esperan la llegada de los dos próximos
trenes, el que salió de Madrid camino de Valladolid, que será el primero en posarse
en el andén correspondiente, y el que llega desde Valladolid hacia Madrid, en
el que regresas, al que espero.
No es nada difícil adivinar que salvo
una familia de japoneses y otra de madrileños, el resto son oriundos de esta
tierra que mañana han de trabajar en una u otra urbe.
Ambos AVANT se acercan con retraso,
según comunica la megafonía. Seis o siete minutos, nada más. Siguen entrando
más viajeros y acompañantes. Se nota en cada cara la costumbre de estar en el
recinto a estas horas.
Hace menos frío que hace un año a
estas mismas horas, cuando también, como hoy, aguardaba tu regreso. Hace menos
frío y hay más personas. Es menos desoladora la espera. El cierre del control de
equipajes para los que tomen el tren hacia Valladolid, casi no ha menguado el número
de quienes aquí estamos.
Al fin me siento. Abro el bloc de
notas que guardo en el gabán (este cuadernillo me lo regalaste en el Prado, cuando
vimos una retrospectiva de Sorolla, y en la portada reproducen el retrato de
una niña, creo que una de sus hijas, María Clotilde, quien, desde lejos, me
recuerda el rostro de Ana, cuando se melancoliza), y anoto que a las veinte y
veinte, con retraso, la sala de espera de la estación se vacía. Todos, ordenados,
cívicos, avanzan hacia el control de equipajes, dispuestos a que las máquinas
comprueben las contenidos íntimos de sus maletas o mochilas. El asiento que
debes ocupar aún en este mismo minuto, en otros siete u ocho, será ocupado por
alguien que ya está con su cabeza en Madrid o en alguna de sus calles, aunque
aún no haya zarpado de Segovia. En unos instantes me quedo solo en este reducto
cúbico y…
… Y no puedo seguir anotando porque
el bolígrafo se me ha acabado, su tinta ya no está en él, se ha vaciado. Lo
tiro en la papelera, y me acerco a la zona por donde vas a salir.
Reconozco a la primera viajera que desembarca, trabaja en la biblioteca pública. Luego llegan otras tres o cuatro o
cinco mujeres.
Por un momento temo que no llegues,
que algo te haya sucedido. Miro a mi izquierda, hacia la salida, el autobús
sigue esperando el lento goteo de los viajeros. Pasan los minutos desde las
últimas féminas que salieron. Al fin te veo, llegas seria, con frío en el rostro.
Vamos, te digo, que se nos va el autobús. Ya sonríes, me iluminas.
Cruzamos al trote las puertas automáticas.
Ya en la calle vemos que el urbano empieza a cerrar las puertas. Hago al
conductor una seña con la mano y, gracias al cielo, me atiende y nos espera…
Estás aquí.
Es Navidad.
Es Navidad.