Cuatrocientos veintiuno. Tengo perfecta
conciencia de que cualquier cosa que escriba en estas páginas será prácticamente
secreta, pasará desapercibida, casi como no dicha.
Mi silencio y mi
palabra significan exactamente lo mismo y tienen la misma repercusión.
Pero no puedo dejar
de anotar algunos de mis pensamientos, ni siquiera puedo dejar de publicarlos. Y
a pesar de todo, confieso que me autocensuro, que hay asuntos por los que no
transito, ni siquiera en aquellos borradores que se esparcen por una libreta o
una servilleta o algún documento del ordenador.
Hablaba de este
asunto con un gran amigo —también bloguero, bueno, el más que yo, que al fin y
al cabo sólo uso de esta herramienta como sucedáneo de un libro que se va
escribiendo a la vista de cualquiera—, a colación de algunos comentarios que
algunos de sus textos provocan a su alrededor.
Es curioso, le dije,
si escribo un relato policíaco o uno de ciencia ficción, nadie duda de que el
texto ha sido producto de mi imaginación o que he rastreado un suceso hasta hilvanarlo
y dotarlo de verosimilitud. Sin embargo, continué tras un sorbo de vino, si
preparo un cuento erótico de inmediato se piensa en que se trata de una
vivencia personal.
Cuatrocientos veintidós. Ante la reacción
en las redes sociales contra las medidas que pretenden extirpar cualquier
violencia —incluso verbal— de los estadios de fútbol, mi asombro apenado crece
como una nube de tormenta. Por supuesto descuento aquellas frases o parodias
que se destacan por el humor y la fina ironía, que hay unas cuantas.
Aún hay muchos —que
se dicen aficionados e hinchas— que no comprenden la diferencia entre animar e
insultar, o la de jalear y vituperar, ni siquiera la de protestar y amenazar.
Más aún, algunos de quienes tienen la obligación de ser los portavoces de la
sensatez y velar por la paz y esforzarse en erradicar la violencia, ofrecen
respuestas tibias, cuando no sibilinamente condescendientes con algunos de los
más cerriles.
Supongo que algo
parecido a miedo o pago a algunos favores cuya explicación podría acarrear
algún que otro problema está detrás de semejante tibieza.
Es hora ya de que
los que sólo fomentan el enfrentamiento, el insulto, la violencia dejen
nuestros estadios. Sin embargo, escuchando las conversaciones del primer día
laboral de la semana, me temo que el empeño no va a ser tarea fácil, pues ni
siquiera en este contexto cesan los insultos, la burla, el desprecio.
Ver fútbol sin
pasión es algo más bien aburrido, pero confundir la pasión con el insulto o el
desprecio o la amenaza describe en sí mismo el número y calidad de los
pensamientos que defienden.
Cuatrocientos veintitrés. No somos quien
fuimos, aunque sus huellas se transparenten en nuestra piel y en nuestro
latido. Sin embargo, nunca dejamos de ser quien fuimos, porque los pasos de
entonces nos trajeron —más envejecidos y cansados— donde hoy estamos, porque
los latidos de ayer construyeron los cimientos de hoy.
Quizá aquello que
intuí hace tanto, cuando el pensamiento era puro torrente sin quietud, cuando
la idea pasaba de una neurona impaciente y zascandil al papel, sin tamiz o
cedazo que la cerniera, cuando escribí, en fin, que somos agua y piedra, agua
que no se detiene, piedra que permanece.
Cuatrocientos veinticuatro. Ahora que llego a
las horas postreras de la jornada tan saturado y somnoliento como si el reloj
transitara el centro de la madrugada, en esta temporada en que abrir el
ordenador —o un cuaderno, tanto da— para anotar cualquier frase es como
ascender a pie las escaleras que separan la calle de un décimo piso, recuerdo
lo que A. Z. me dijo cierta tarde memorable, cuando, después de haber leído la
primera versión o borrador de Gorrión de
invierno —ese tocho inédito e impublicable del que, a pesar de todo, estoy razonablemente
satisfecho—, remató su análisis de la novela afirmando que mi problema es (¿era?)
que tengo (¿tenía?) demasiada facilidad para escribir.
Hay frases que se
convierten en consejo sin aparentarlo, y por eso tardan horas o días o semanas
en aparecer como tales en el entendimiento de quien las recibe. Cuando lo dijo
—no sé si antes lo había meditado o le salió sobre la marcha—, intuí que
aquello era una perla y sin embargo no me percaté de lo que en realidad quería
decirme, era como si de aquella joya sólo me hubiera llegado un rebrillo, como
si estuviera escondida en medio de muchas cosas, como si sólo mi subconsciente
hubiera intuido su presencia y por ello no olvidó la afirmación. Con el tiempo,
ya digo unos días, unas semanas, no mucho más, descubrí el verdadero valor de
la alhaja, las jornadas hicieron su trabajo, fueron desbrozando cuanto opilaba
aquella gema hasta que resplandeció.
Digo que recuerdo
aquel instante, un fragmento nimio de unas horas prodigiosas, porque ahora que
no se me ocurre nada, que trazar una frase es escribir con punzón de plomo sobre
la piedra, en estos meses, repito, en que me miro adentro y, donde suponía un
manadero inagotable, casi no vislumbro un regato escuálido y anémico, apenas
unas gotas inanes, empiezo a comprender que sólo pueden ser verdaderos
escritores, no quienes únicamente tienen facilidad de palabra, no quienes
manejan con soltura y habilidad los arcanos del idioma, no quienes dominan las
técnicas del oficio con la precisión con que un orfebre engasta la pedrería
sobre oro o plata. Probablemente todo eso sea necesario, incluso imprescindible
(por ello tampoco puedo considerarme como escritor y apenas rozo la categoría
de escribidor); y sin embargo aunque atesorase tantas habilidades, tampoco
sería lo determinante o definidor. Quizá haya escritores u obras literarias que
adolezcan de algún error formal, que transparenten carencias técnicas, y sin
embargo nadie duda de que son verdaderos artistas, verdaderos escritores,
porque hay algo en sus novelas o poemas o ensayos u obras de teatro… que alcanza
a los demás, que topa con la sensibilidad del lector o en el núcleo fundamental
de la persona, como un atardecer indecible o una albada incomparable. Ni
siquiera me refiero a un estilo, tampoco al tono, es otra cosa, otra realidad,
inefable acaso, pero cierta, como el hálito que permite la vida, como el
respirar de una brizna de hierba, invisible, sí, mas incesante.
Cuatrocientos veinticinco. No me considero
excesivamente pesimista —aunque mi visión del mundo no sea el de un optimista
inquebrantable—, tampoco podría definirme como hipocondríaco en altas dosis, ni
siquiera creo en cuestiones como maleficios o destino o gafes, más bien pienso
que la mayoría de cuanto nos sucede ahora (bueno o malo, agradable o
detestable) es la consecuencia de todo lo anterior, de cuanto precede al
instante que vivimos, incluyendo, eso sí, una dosis de azar o casualidad que a
veces no es desdeñable… Sí, creo más en la causalidad que en la casualidad.
Y afirmo lo
anterior, porque siento que los días cada vez son más pesados, cada vez se
parecen más a losas de piedra y plomo que apenas pueden sujetar mis espaldas
tan cansadas.
Son demasiadas
cosas, pienso, cuando siento que el lastre de la roca de hoy se ha incrementado
respecto del de ayer… Quizá sea sólo un poco de sombra, y una sombra —lo
reconozco— apenas pesa, pero hoy, no sé por qué, siento las piernas más
agarrotadas, los músculos más cansados, apenas puedo dar un paso más…
Y sin embargo
avanzo.
Cuatrocientos veintiséis. Su voz, a través
del teléfono, me llega como casi siempre, sin rastros apreciables de ningún
malestar que pueda ir minando su salud, a pesar de los síntomas que día sí, y
día también, se repiten.
Y a su timbre de
voz, al ánimo de sus palabras me aferro, procuro tensar las riendas del caballo
del miedo que se desboca en mi interior. Es duro el esfuerzo de sujetarlo, pues
sus músculos son poderosos y cuando arranca su energía parece vencer la
endeblez de mis ánimos, pero tengo que sacar fuerzas de algún sitio para que la
locura no acabe por desgarrarme.
Cuatrocientos veintisiete. No sabía
—¡desconozco tantas cosas!—, que Virginia Woolf hubiera escrito una nota dirigida
a su marido, justo antes de llenarse de piedras los bolsillos de su vestido para
no flotar en el río donde se adentró, concluyendo así con la pesadumbre que la
destruía. Sí sabía —algunos detalles aprendí— que la locura acechó su vida, que
había penado muchísimo por su causa y que la enfermedad le llevó a la muerte
prematura.
Ahora que acabo de descubrir
que la razón que esgrimió la escritora para decidir sobre su último instante se
debió a que quería dejar de sufrir, y dejar de hacer sufrir a los demás, sobre
todo a Leonard, su marido, en quien se sostuvo, aunque también amara a otros y
a otras, tengo la sensación de que acierto cuando afirmo que bajo la influencia
del sufrimiento, y el estupor negro de la existencia es imposible escribir, es
imposible sentir la plenitud y la felicidad de la literatura… Lo único factible
es, acaso, esperar que el tiempo deslíe el dolor o, acaso, aplaste la
respiración.
Cuatrocientos veintiocho. No es suficiente
con que dé el número de teléfono. Debo, previamente, cumplimentar un documento
en el que consiento que me llamen si en un momento determinado ellos pulsan el
botón y activan el sistema para que se ponga en marcha el protocolo que en cada
caso esté previsto.
Y me parece bien que
sea así, pues la ley afirma que el uso de los datos privados por alguien ajeno
a la persona debe ser autorizado por ésta.
Lo que me parece
indigno y es un buen retrato del circo en que se va convirtiendo este país, es que
las empresas —cuanto más potentes y poderosas con más insistencia— no cesen de
llamarme para bombardearme con sus ofertas, no cesen de invadir mi intimidad,
si, como es notorio, no soy consciente de haber firmado nada que les permita
hacerlo.
Puedo admitir —y no
sé cuántas veces lo he escrito ya— que pretendan llamar mi atención mediante
publicidad buzoneada (tanto en papel como mediante mail), pues, al menos, seré
yo quien decida cuándo y cómo atiendo sus ofrecimientos o simplemente los
archivo en la papelera. Pero llamar al teléfono es entrar en un ámbito y en un
tiempo en que sólo deseo hallar el calor de la familia y de la amistad, o la
obligación laboral… o, por desgracia, la premura inaplazable y voraz de las urgencias.
Cuatrocientos vieintinueve. Hacía tiempo que
no disfrutaba de un paseo bajo la lluvia que más me gusta. Esa lluvia mansa que
acaricia y no golpea, esa lluvia en medio de una mañana tibia, sin viento, sin
brisa casi, esa agua que sirve para limpiar de tensiones el ánimo, como si
extrajese del interior la carga pesarosa de iones negativos.
Hacía tiempo que no
sucedía tal cosa, y lo he disfrutado.
He menguado la
velocidad de mis pasos para alargar este tiempo lo más posible. He tenido la
fortuna, además, de no llevar paraguas, con lo que la sensación ha sido más intensa,
casi como de bautismo.