Cuatrocientos
cuarenta y tres: último de 2014. Continúa, como un sinfín, el escribidor
aupando su cuerpo cada mañana antes de las seis. Continúa el escribidor
recorriendo la distancia de un hogar a otro, mientras las calles se van
ocupando de vida: quienes siempre van apurados a la estación de autobús —¿podría
ir alguien tranquilo a estas horas aparte de él?—, quienes adecentan la piel
del pavimento que otros ensuciamos sin darnos cuenta, quienes conducen hacia
sus puestos de trabajo.
Nadie podría decir, pocos minutos más tarde, apenas veinte o
treinta, cuando el tráfago de los vehículos componga la percusión infinita de
la melodía de la pequeña ciudad, que ahora este silencio todo lo ocupa, todo lo
vigila, todo lo bendice. Pero el escribidor, puede certificarlo: día a día el silencio
casi absoluto precede a la amanecida, a su luz que en estas semanas se ha hecho
una niña perezosa o tímida, acaso apocada por la sátira sonrisa del hielo de la
madrugada, en fin, niña poco dada a los madrugones y a las vigilias.
Mientras recorre las calles, vigiladas por frío, soledad y
silencio, observa cómo algunas ventanas dejan escapar bostezos de luz blanca. A
pesar de las apariencias, sería improbable, casi imposible, piensa, que lograra
pasar a cualquier hora de la madrugada, incluso esa más oculta e intransitable,
sin ver ni una luz en alguno de los edificios junto a los que transitara.
Porque, a pesar de las apariencias, siempre alguien vela. Siempre, a cualquier
hora, al menos unos ojos permanecen despiertos, por dolor, por preocupación, por
sufrimiento, por una ocupación inaplazable y perentoria, por deseo, por euforia
desmedida…
Ni en el parque que circunda, aísla o acerca al camposanto de
esta ciudad, el silencio o la oscuridad o la soledad es absoluta. Ni una sola
madrugada, ni en la del solsticio o sus vecinas, ha echado en falta, al menos,
el piído de algún pájaro, invisible casi siempre. Pocas mañanas ha faltado el
mirlo a su gorjeo, o la tórtola a un zureo breve, en todo caso, incluso ha
descubierto el silbo agudísimo y prolongado de un pajarillo al que su memoria
no le pone color, silueta, tamaño, grafía de su vuelo… Y si no ha habido
gorjeo, zureo, graznido o silbo, siempre ha escuchado el piído de algún gorrión,
el más fiel compañero de sus pasos. Sería menoscabo de la verdad, si alguien
quedara con la idea de que en este bosquecillo la vida bulle a pleno
rendimiento en plena la madrugada. También es hora allí del descanso y del
silencio, aunque siempre alguna criatura inicie antes que la mayoría el
quehacer de la jornada.
Es inevitable, aunque aún sus ojos no los hayan visto, que al
escuchar la lengua del gorrión, el escribidor recuerde su Gorrión de invierno, y, aunque suene un poco prepotente, confirme
otra vez lo atinado del título de la novela, el sentido que tiene incluso como
lema de su propia vida, más que la de Oliver o Aurora, los protagonistas. A
poco que cualquiera lo piense, es una suerte poderse considerar tan resistente,
como los insignificantes gorriones, siempre alerta, tan hecho a las
estrecheces, capaz de amoldarse a situaciones tan variables —aunque a veces la
reacción sea un poco lenta, acaso fruto de la hipermetropía de su corazón—, tan
sencillo o simple, no sabe qué cualidad de las dos (si no ambas) se
corresponden con su modo de ser y la forma en que la existencia a veces lo bendice
y a veces lo atosiga.
Sólo en un punto se sabe bien distinto de estos pajarillos de
urbe y asfalto. A pesar de todo, a pesar de que se adapte con más o menos
prontitud al oleaje o a la calma chicha de la existencia, no es capaz de
desdibujar de los trazos de sus letras, el tono demasiado luctuoso que las
viste.
Sabe bien el escribidor, y bien que lo procura, aunque no lo
logre casi nunca, que debería tender hacia el himno y no a la elegía o
jeremiada como suele; al menos debería intentar que los latidos de sus letras
fueran serenos, con la serenidad de quien se sabe bendecido por el amor, la amistad
y la salud, a pesar de que haya sombras que acechen desde todos los puntos
cardinales.
Y quizá a ello encaminará sus pasos…
Pasadas apenas las ocho, la albada aproxima su rostro a los
linderos del mundo, como una madre que se asoma a la cuna, al tiempo que la
criatura abre los ojos y descubre su sonrisa inabarcable, e interminable,
infinita por tanto.