Pasa la sobremesa del primer día del año con esa
tranquilidad amena que hacía tantos años no disfrutaba. Mientras la
conversación fluye como un río ancho y caudaloso, olvidados los abruptos saltos
y remolinos de sus inicios, me viene a la cabeza, como una oleada de céfiro
vivificante la última estrofa del poema que me sugirió el concierto número
cuatro de Brandeburgo.
Es sólo un
recuerdo vago, una referencia, pues no soy capaz de traer a la memoria la
literalidad de las palabras. De hecho nunca he intentado memorizar mis versos,
y no vuelvo sobre ellos.
Busco en
el texto en la edición que me preparó mi amigo F. y doy con las palabras:
Ya no es un coro acompasado, voces infantiles que cantan nuestro tema, sino solistas con voz propia, clara. A veces, mi discurso es el de ayer, mientras que su himno es himno enérgico de hoy. Y sólo cuando escucho el nuevo tema en sus gargantas jóvenes, potentes, vuelvo a la vida y abandono el sueño del pasado incierto. Miro impotente y feliz el paso que me marcan, intento suavizar el ritmo presto, pero al final su compás me doblega… Mientras, crepita el fuego de la noche en el hogar, llamas que ondean e iluminan las tinieblas.
No hay
resumen más exacto de las cinco o seis horas de esta tarde que estas palabras,
salvo la literalidad física del final acerca del fuego que crepita que, no obstante,
podría perfectamente adecuarse a nuestros corazones, los de los cuatro.
Es curioso
que alguien con la mirada tan entorpecida, con la escasa clarividencia que
atesoro, fuera capaz hace tanto tiempo de prever algo con tanta precisión y
exactitud.
Pero tal
detalle es insignificante, importa haber llegado a este punto del camino,
importa que, a pesar de tantos acontecimientos, estemos aquí, en este mojón de
nuestras existencias en que el futuro ya lleva el ritmo de sus pasos.