A veces la lectura de la biografía de una gran mujer o
un gran hombre que ha sobrepasado los márgenes de su época y de su terruño,
puede espolear el deseo de emulación. Sobra precisar que no hablo de los personajes
predestinados a ocupar un puesto en la historia oficial (reyes, jefes de
estado, papas, estadistas, generales…).
Me refiero a esas mujeres y hombres que,
contra pronóstico, por así decir, descollaron en su tarea de tal modo que
dinamitaron los muros casi inexpugnables de una época, convirtiéndose en
ciudadanos del futuro, de cualquier futuro. Personas que por su origen parecían
destinadas al común destino de la inmensa mayoría del género humano: infantería
del ejército de la humanidad anónima, individuos apenas recordados, en el caso
más habitual por tres o cuatro generaciones de los de su sangre: padres, hijos,
nietos…
Sin embargo, a poco que se lean estas
biografías, uno descubre un elemento común: su actitud de apóstol o profeta
respecto de la actividad desempeñada, una vida dedicada en cuerpo y alma, sin
fisuras y con todo el ardor posible a la tarea por la que luego serán admirados
e imitados por congéneres futuros. Da igual que se hable de músicos, de monjas,
de pintores, de científicos, de deportistas, de militares, de misioneros, de descubridores,
de escritores, de pensadores, de estadistas, de inventores…
Leyendo acerca de la vida de Madame Curie en
la novela de Rosa Montero La ridícula idea de no volver a verte, volví a reflexionar sobre este asunto.
Ella y su marido vivieron su amor como parte de su pasión a la ciencia, al
descubrimiento de la radioactividad y sus características. Gracias a sus
sacrificios y a su entrega desmedida —incluso a costa de su salud— la humanidad
pudo beneficiarse en muchas aspectos, sobre todo médicos.
Puede que atraiga el éxito, poner los pies
sobre la cumbre, la admiración, la fama…, pero a menudo se olvida que la corona
de laurel sólo puede venir precedida, además de por el talento necesario, por
el trabajo incesante, la dedicación a destajo, férrea voluntad y, sobre todo,
una pasión sin límite por la actividad a la que uno se entrega. Sin olvidar que
el azar juega su cuota en las probabilidades de cruzar la meta o derrapar en la
curva previa, la que cuelga sobre un precipicio. Aunque acaso tal porcentaje de
protagonismo de la suerte no sea tanto como a veces se cree o se dice. Sospecho
que, cuando se pone excesivo énfasis en destacar la cuota de fortuna de quien logra
determinado fruto, se está minimizando torticeramente el afán cotidiano e
incesante, ese quehacer silencioso y hercúleo.
Desde la perspectiva que nos otorga conocer el
final de su labor, se entiende mal, o no se entiende, el campo de minas que en
la mayoría de ocasiones fue su existencia, las envidias, las privaciones, el
esfuerzo, a veces sobrehumano, que necesitaron para lograr parte de lo que se
habían propuesto. Tal cúmulo de circunstancias adversas, ristra de huracanes
que jalonaron su singladura, da todavía más valor a lo obtenido.
Por eso ha de resaltarse aún más que semejantes
logros siempre vinieron precedidos del desprecio absoluto por la posteridad o la fama, simplemente fueron la consecuencia necesaria de su amor desmedido y apasionado
hacia la labor diaria, la nítida conciencia de que su tarea era lo mejor que
podían hacer con su tiempo. Algo así como zambullirse sin miedo y con intensidad en el silencio
de los minutos que sin pausa se deslizan, no pretender que el minuto importante
sea el próximo o el de mañana: el único que en verdad importa es éste, pues es
el único que existe.