A veces se me ocurren ideas que
anoto apresuradamente en cualquier parte. Más tarde, cuando pretendo darles
forma más o menos presentable, me doy cuenta de que son obviedades o, en el
mejor de los casos, repeticiones de lo que otros han dicho mucho mejor y mucho
antes.
¿Para qué
entonces invierto tantas horas de mi vida? ¿Para qué estrujo mis entendederas?
¿Para qué este afán si me falta la imaginación y la técnica?
Sin
embargo, cada amanecida, en contradicción con la mínima coherencia y con la lógica,
cuando me incorporo del sueño nocturno, lo hago revestido de optimismo, con la
esperanza de que esa día sí suceda algo que me permita volver a sentir ese cosquilleo
de impaciencia que provoca la semilla de una historia o de un poema.
Jornada
tras jornada entiendo a Sísifo, comparto con él la impotencia de ver como la
roca ha vuelto a la falda del monte, y la esperanza matinal de acarrear a la
espalda la piedra con la ilusión intacta de que ese será el día en que
alcanzaré la cumbre sin haber perdido nuevamente la carga.