Aciagos y tristes días para
quienes creemos en la libertad de expresión y de pensamiento, escribí la otra noche
en Twitter, antes de acostarme, con
el sueño aplastándome los párpados. Mucho se habla de la primera, y pocos caen
en la cuenta de que el verdadero objetivo de estos monstruos no es tanto
impedir que se diga esto o aquello —que también—, sino evitar que determinadas
ideas surjan en el cerebro, lograr que el miedo actúe como verja sembrada de
concertinas para que las ideas críticas contra el poder en cualquiera de sus modelos
escalen hasta la consciencia, incluso hasta la conciencia si fuera posible. O
mejor aún, que el terror a la muerte, sea el territorio yermo donde cualquier
pensamiento de libertad o disidencia, crítica u opinión propia, sea semilla huera,
inútil, inservible, ni alimento de pájaros hambrientos. A lo largo de la historia
siempre ha sido así: los poderosos ni desean ni necesitan ciudadanos formados y
libres, sino súbditos trabajadores y obedientes, mejor, braceros que laboran a
cambio de un mínimo sustento, o, lo óptimo, siervos de gleba, esclavos indistinguibles
de animales de carga. En fin, soy de los que piensa que para poder hablar de lo
que se quiera y como se quiera (algo que es innegociable para mí y para la
mayoría de personas de recto juicio y corazón sensato), primero se ha de poder
pensar en cualquier cosa, y para ello hay que poseer las herramientas necesarias,
las que otorga la educación.
Desde el
miércoles al mediodía están inundados todos los medios con reflexiones similares,
por tanto parece ocioso y redundante abundar en lo mismo; sin embargo, me
sentiría mal si no dejara aquí mi repulsa a los crímenes perpetrados por esos
caníbales yihadistas en la revista parisina, o su aliado que abatió a la
policía de ascendencia martinica, usando además del cebo de un falso accidente
para atraer hacia sí a la servidora del orden que acudió, como no podía ser de
otro modo, a cumplir con su deber de socorrer a quien solicitaba ayuda, sin
intuir siquiera que se dirigía a su cadalso, el mismo individuo —al parecer—
que ayer mantuvo retenidas a decenas de personas en un ‘kosher’ al este de
París, solicitando que dejaran huir a sus compinches de la imprenta donde
estaban asediados por las fuerzas del orden…
Todo esto,
que podría parecer un argumento trepidante para una novela o película de
aventuras, acción y policías, no es ficción, es pura realidad, es sembradura
que en apenas sesenta horas ha florecido con cadáveres, horror y sufrimiento el
invierno de París…
A estas
horas tanto los dos hermanos que mataron en la revista, como quien acabó con la
vida de la policía y secuestró a varios judíos, han muerto. O así lo afirman
los medios de comunicación.
Como he
dicho tantas veces, cuando una religión se usa como arma para matar a
semejantes puede que sea por dos razones. Primera: se está prostituyendo a esa
religión por razones que tienen que ver con el afán de poder y control económico.
Segunda: efectivamente existe la religión con tales mandamientos o preceptos; en
este último supuesto debería tipificarse como delito de homofobia en cualquier
código penal pertenecer a ella y, por tanto, tal religión debería acabar en el
infierno cuanto antes, porque ya parece tarde.
Por
higiene mental, deseo quedarme con la primera opción, pero no
tengo muy claro que sea así. Deseo firmemente que se trate sólo de la interpretación
hipócrita e interesada, sesgada y torticera de unos cuantos alucinados que han
conseguido engañar a un buen número de incautos o insatisfechos o vándalos a
quienes también serviría como argumento para matar cualquier otra cosa. Pero
desde los centros del poder ortodoxo del Islam no se oyen palabras contundentes
que condenen estos asesinatos, o no nos han llegado, que también pudiera
suceder; ya se sabe que una de las primeras víctimas de la violencia, después
de los muertos y heridos, obviamente, suele ser la verdad y la transparencia
informativa.
Cierto: la
inmensa mayoría de musulmanes no es terrorista. Cierto: no sólo son los
musulmanes integristas quienes, en nombre de la religión, pretenden exterminar
la libertad del ser humano, tal y como la conocemos. Está demostrado que los
fundamentalismos (cristianos, judíos, musulmanes, homófonos, marxistas,
fascistas…) prefieren su ideología frente a la libertad, e imponer la ideología
es su único objetivo, acaso su única razón de ser.
Leyendo
aquí y allá, viendo determinadas imágenes durante estos últimos meses, uno
siente que el retroceso hacia la Edad Media en determinados puntos del Planeta
es cada vez más rápido, incluso, a veces lo pienso, imparable, aunque procuro
combatir esta idea con todas mis fuerzas: no es posible que la tarea y la
sangre de tantas mujeres y hombres que nos han precedido en la historia para
llegar hasta aquí, se haya derramado inútilmente. Como se ha señalado en las
últimas horas, esos lugares donde el pensamiento teocrático fundamentalista e
inhumano, intransigente y bárbaro es, al mismo tiempo, cimiento insoslayable de
sus códigos civiles, penales y políticos, no están tan alejados de nosotros: en
otra orilla del mismo mar que compartimos.
Porque
fuimos valedores de respetar la libertad de pensamiento, culto, expresión y
conciencia, hoy contemplamos con horror cómo se pretenden erosionar hasta
fulminar estos valores; porque toleramos que unas élites poderosas sumieran en
la miseria a un elevadísimo número de seres humanos, hoy tenemos un caldo de
cultivo inabarcable e incontrolable de personas que harían cualquier cosa, y matar
acaso no sea la menor de ellas en su conciencia, por vivir en un mundo cuyas
leyes fueran las escritas (o deducidas torticeramente) en el Corán.
Sé que no
es poético lo que diré, pero me temo que buena parte de las razones que han
sembrado de sangre las calles y las almas de París, tienen que ver con el poder
económico. Probablemente el monstruo creció más de lo previsto hace décadas y
ahora anda suelto. Antes de acabar con él —y creo que lo destruiremos, y más me
vale creerlo a pies juntillas—, sufriremos mucho. La capacidad de
autoinmolación de los reclutas a quienes previamente descerebran no tiene
límites, por tanto su locura tiene vastísimo margen de maniobra. Mientras que en
la mayoría de los creyentes en Alá no surja con determinación la conciencia de
que quienes atentan contra otra vida humana, no pueden hacerlo en nombre de su
religión, el problema estará lejos de ser atajado.
Y por si
todo esto fuera poco, conviene recordar que esta situación de miedo colectivo
es la perfecta excusa para que determinadas ideologías occidentales reverdezcan
su vigor de antaño, y hogaño, basado en el ojo por ojo y diente por diente,
acerquen sus posaderas a la poltrona del poder. Llegados a este extremo, como
siempre, ya nadie sería capaz de desenredar la madeja de los cadáveres
esparcidos aquí y allá, y vencería la razón de la fuerza y no la fuerza de la razón…
¿No será
que, en el fondo, es lo que se pretende no sólo allá, sino también en cenáculos
de acá?
El miedo,
el terror, la violencia y la guerra es el escenario predilecto de quien cuenta
con el poder, pues sabe que los habitantes de su territorio, cuando están
acechados por la posible muerte a manos del enemigo, con tal de seguir vivos,
prefieren cualquier cosa, hasta revestirse de avíos de súbditos, enterrando los
de ciudadano.