¡Qué complicados somos los humanos! Parecemos nidos
de contradicciones, como si sólo pudiéramos sentirnos con vida en caso de pensar
algo y, casi de inmediato, lo contrario o algo diferente.
Apenas
anteayer muchos suspirábamos por el regreso de la normalidad, pues andábamos
saturados por el desfile de desmesuras en que se han convertido las fiestas navideñas,
lo que, dicho sea de paso, es una flagrante traición a su naturaleza.
Han
bastado las dos primeras zambullidas en lo ríspido de lo cotidiano para que se
añoren algunos de los adornos de estas fiestas. No me refiero a guirnaldas, a luces
callejeras, a envoltorios de regalos o a gollerías que nos obligan a retrasar
cinco kilos la báscula o acudir raudos al gimnasio. Me refiero, más bien, a
disponer de más tiempo para poder estar con unos y con otros, para caminar sin
tantas prisas por las calles, para dedicarse a lo que a uno más le gusta, para
poderse construir por dentro con más calma y precisión…
Aunque
quizá, ahora que lo escribo, la contradicción no es tanta, y lo que se añore
sea la esencia de las fiestas, porque su sustancia sí es proteína necesaria para
crecer como humanos más vigorosos y plenos y así alejarnos de la infernal
máquina en que nos quieren convertir los poderosos que nos guían.
En conclusión,
no es que se añore el exceso sino la esencia, porque de lo que importa, nunca
hay demasiado y todo, acaso sea poco.