«Al morir
don Quijote», la novela
publicada hace ya más de diez años por Andrés Trapiello —releída durante estos
días navideños—, me sigue pareciendo una hermosa y gran novela; una narración
que, a través de sus personajes más universales, resucitados y bien vivos en la
péñola de AT, se eleva como sentido homenaje a Cervantes, sobre todo al modo en
que el escritor contempla el mundo, a la misericordia que sus obras destilan, a
esa ternura suya, ajena a melindres y cursilerías, con que intenta comprender y
representar las debilidades del hombre.
Leyendo
estas obras, la contemporánea y sobre todo el Quijote, que quizá relea durante 2015,
uno sale como recién lustrado, mucho más limpio de lo que entró en sus páginas.
A medida que avanzan las líneas, el lector contempla el mundo en su crudeza,
las vilezas, maldades, limitaciones, defectos, errores, sinsabores, sufrimientos,
etcétera, que tanto atosigan y doblegan el ánimo de las personas de cualquier
condición, pero, como sucede en la vida, y tantas veces escamotea cierta
literatura, también se ven —acaso enfrentados a lo otro en desigual batalla—
los pequeños gestos heroicos, la bondad de tantos corazones, el afán por crecer
y romper muros, las conquistas, los aciertos, los éxitos, las alegrías, tantas
luces como envuelven y elevan el ánimo, también el más quebrantado y alicorto.
Quizá no
esté de moda presentar al lector de hogaño la esperanza, la ternura, el perdón
y el optimismo como material para cimentar y fortificar el espíritu y la
existencia, quizá parezca mucho más artístico no atravesar el umbral del
ensimismamiento, el dolor y el sufrimiento, ese territorio umbrío donde la
muerte —o su sombra gélida— campean y gobiernan; acaso el mundo contemporáneo,
tan hecho a la desolación, la mirada egocéntrica y el tanto tienes tanto vales,
moteje de blandenguerías románticas e infantiles, utópicas y femeniles, la
pretensión de salir de su lugar para deshacer entuertos, restablecer justicia,
proteger débiles, remediar necesidades, pero uno barrunta desde hace tiempo que
mejor nos hubiera ido y nos iría a todos si la existencia dejase de encumbrar y
galardonar cierto modo de virilidad brutal y estulta y añadiese a su guiso más
ingredientes propios del ser niño y del ser mujer.