Cada día que pasa espero menos de los políticos, incluso
de los más nuevos, los que quieren sustituir a la casta, disimulando malamente
que, en el fondo, desean ser el nuevo clan. Cuando se acercan al poder, viran
el rumbo de sus palabras, pretenden que seamos como los niños del terrible cuento
del flautista. Seducen nuestros oídos, los arrullan, satisfacen los deseos de
escuchar lo que queremos oír, a sabiendas de que después, ya puestos al timón
del barco, harán lo que estimen oportuno. Unas veces será porque la realidad no
permite otro rumbo; en otras ocasiones porque una poderosa escuadra de embarcaciones
nos obliga a enfilar una determinada derrota; quizá porque no interpretamos
bien lo que quisieron decir; acaso porque saben de la fragilidad de la memoria
y aseguran cumplir con la promesa, aunque la realidad les venga a desmentir un
día sí y otro también…
Desde
luego es mucho mejor poder quejarse en este tono sobre el asunto, acaso tener
que escuchar desmentidos sobre estas afirmaciones, que no poder decir lo que
uno piensa, que no poder votar a quien uno quiera, que no poder concurrir a unas
elecciones con cualquier ideología por bandera.
Pero uno
que vivió la Transición al tiempo que la adolescencia —doble transición, por
tanto—, cada día se siente un poco más ‘deshalitado’ ante los políticos. Cada día
creo más y cifro mi esperanza en las personas individuales, no en las
maquinarias a las que sirven, que se acaban convirtiendo en monstruos que destruyen
cuanta ilusión y esperanza habita a su alrededor.
Por eso,
aunque mi sentimiento principal sea el del escepticismo, son tan necesarios
estos aires de renovación que se aproximan.
Me decía
el otro día alguien que era verdad, que hacía falta que las cosas cambien, que
si los partidos actuales se llevan un descalabro histórico, lo tendrán bien
merecido, pero que tengamos cuidado, no nos vayamos a suicidar.
No sé, lo
más probable es que nadie se suicide. Al final casi nunca hay excepción, y,
como ya se está viendo y escuchando, en cuanto se aproximan al puente de mando
del buque, donde dije digo, matizo y digo diego.
Pero es
que, en el peor de los casos, si al final esto acabara en esa especie de suicidio
colectivo, la culpa no sería nuestra, o no sería sólo nuestra.
Los partidos
de toda la vida advierten sobre el peligro de estas aventuras arriesgadas. Sólo
lo hacen para mantenerse a cargo del chiringuito. O sólo lo hacen porque hace
tiempo que dejaron de salir a la calle y se sienten investidos con la fuerza
inmanente de quien posee la verdad absoluta.
El discurso
del miedo ha conducido a Siryza al gobierno heleno. El discurso de la esperanza
ha conducido a Siryza al gobierno de los griegos.
A lo
mejor, si aquí no se da el mismo resultado no es porque el discurso del miedo
acongoje al español desesperado y abatido y harto, sino porque el discurso de
la esperanza no existe, se ha sustituido —como casi siempre pasa entre nosotros—
por el discurso cainita que rezuma odio y resentimiento. Aquí no se puede ser
del Madrid sin odiar al Barça y viceversa, claro. Aquí si eres de Quevedo,
deberás hundir a Góngora a cualquier precio, y al contrario, por supuesto Es
como si viviéramos nuestra vida pendientes sólo de zaherir, destruir, buscar el
error de los otros. Como si nadie confiara ciegamente en su propuesta.
Me parece
que se autoderrota quien ahora, virgen de responsabilidades y cargas, con el
vigor intacto de la ilusión que provoca lo nuevo, en vez de proponer esperanza,
subraya errores y mentiras, imposturas y latrocinios, todo ello con gesto tenso
y mirada iracunda, sin una sonrisa sincera y abierta, como si ya estuvieran abrumados
por la experiencia de la realidad y la trascendencia, como si estuvieran agotados
de la inmensa tarea de salvar a la patria. Se autoderrota quien apenas propone un esbozo de futuro, pero se afana en derruir y enfrentar. Sobre la destrucción lo único que crecieron fueron las ruinas, buen territorio para víboras, alacranes y ratas.