Declina la tarde a velocidad del velero de invierno. Aunque
en estos días luminosos de Segovia, parece que ese ritmo podría definirse como allegro ma
no tanto. Decir que este ocaso es un presto
vivace, como suele ocurrir en estos
meses, sería como no haber mirado, como no haber visto, como no haberse asomado
al barandal de estos minutos. Definirlo como maestoso también sería una exageración, una hipérbole sin sentido.
Los
pinceles del sol han elegido una tonalidad más bien fría, aunque el rosa que
entinta los perfiles de las torres y las fachadas más altas del caserío viejo
hace de contrapunto a los grises, azulados, violetas, nacarados de las nubes
que se estiran en el vientre del celaje
como pañuelos deshilachados.
En pocos
minutos —quizá cuando aún intente pulir alguna frase—, el único recuerdo de
este preciso segundo será el de estas letras imprecisas y pobres y acaso el de
alguna fotografía casual de algún turista que al retratar el rostro amigo o el
monumento admirado, sin darse cuenta, detenga para siempre este tiempo, tan
fugaz, tan leve, tan efímero como el aleteo de una mariposa. Y a la vez, por
ello, tan hermoso, tan intenso, tan irrepetible.
Ya no se
hace extraño contemplar el vuelo blanco y ancho de las cigüeñas, una de ellas,
planea ahora mismo hacia el punto del ocaso por donde la luz se pierde,
mientras arroja, a través de un racimo de nubes, un manojo de pétalos de violetas que
se niegan a caer sobre la tierra, como si su verdadera misión, más que decorar
lo alto, fuera perfumarlo con su aroma.
No tardarán
en llegar otras tardes cítricas, ígneas, más intensas, hoy es un atardecer sereno
vestido de organdí frío y seda de fragancia de violetas o semilla de esencia de
futuras lilas. Sin embargo en esta aparente levedad, late una belleza que quizá
sea más preciosa que las otras por su fugacidad, por la precisión en sus matices tan mínimos.