Cómplices

Comenta Rosa Montero en el libro La ridícula idea de no volver a verte que una palabra puede sacar al escritor de una novela o de un poema.
Y tiene toda la razón.
Relata su experiencia cuando escribía Historia del rey transparente. A la vista de lo que describe, llego a la conclusión de que tuvo suerte, porque la coincidencia le permitió que aquel sentir que la historia había acabado casi sin haber empezado, fuera apenas de unas horas, aunque presumo su inquietud o angustia ante la posibilidad de que un proyecto tanto tiempo acariciado se fuera al traste por algo, en apariencia tan nimio, como una palabra.
Sus recuerdos alzan en mi memoria el hematoma causado por alguna experiencia similar, apenas sucedida hace unos meses. Algunas veces las ideas surgen y necesitan de una lenta maduración hasta que llegan al papel, hasta que son algo más que proyectos, algo más que hilvanes enredados en el pensamiento. En otros casos, esa idea —quizá porque la tierra sobre la que aterrizan no sea la mejor—, si no se concreta en el tiempo preciso, casi en ese instante, y se demora por la circunstancia que fuere varias semanas, ha caducado, se ha podrido para siempre.
Aunque parezca paradójico, suelo saber cuándo ese germen ha de reposar varios meses o años en el corazón para que crezca antes de ponerme manos a la obra, o cuándo debo de saltar corriendo camino de la silla para sentarme frente al ordenador y escribir pronto, de inmediato, cuando la esencia del texto es apenas bordón de aire.
En estos momentos de mi vida en que parezco el puesto de mando de una unidad de vigilancia, pendiente casi en exclusiva de las alarmas que puedan dispararse, siendo realista sólo aspiro a encontrar un tema, una historia, una idea que necesite de largo tiempo de maceración, sin que deba hacer nada, ser simplemente suelo donde ha caído un piñón, esperar a que el pimpollo del pino, algún día, resquebraje mi superficie aflore y crezca.
Hace unas semanas hablaba con mi hermano sobre este asunto y no tenía más remedio que confesarle que cualquier proyecto que requiera un esfuerzo de largo alcance para documentarme —tarea habitual y necesaria en casi todas las historias— me parecía un propósito inalcanzable en estos momentos, pues me siento sin fuerzas ni ganas para tal empeño. Pero bien sé que la verdad no es exactamente esa, por más que tampoco le mintiera.
Lo cierto es que no tengo la idea; o ni siquiera eso, algo todavía peor. Según algunos está relacionado con mi pesimismo y mi escasa autoestima; según lo veo yo, con haber alcanzado, al fin, el recto conocimiento de mis posibilidades. Así de sencillo.
Buena parte de La ridícula idea de no volver a verte afronta esta cuestión —aunque afronte muchas otras—. Quiero decir que la vida de Marie Curie, mejor dicho, la vida de esta excepcional científica a la luz del diario escrito tras la muerte repentina de su esposo —excusa que le sirve a la escritora para escribir un libro lleno de sinceridad y emoción sobre el duelo—, en el fondo puede explicarse desde la tenacidad, desde el convencimiento de que ella atesoraba algo que era menester compartir con el resto de la humanidad, aunque le fuera en ello toda la existencia.
Cuando uno tiene un proyecto de similares dimensiones y está convencido de sus capacidades personales para lograrlo, sólo se necesita de paciencia y perseverancia.
Sinceramente, de eso no me falta, o eso creo.