Desde niño quise dedicarme a la educación. Siempre que
me preguntaban los mayores, respondía lo mismo, sin vacilación, con alegría.
A medida
que se acercaba al instante de la decisión por unos u otros estudios, fui
cerrando el foco de mi mirada, porque decir enseñar y decir poco es todo lo
mismo. Ser profesor de lengua y literatura hubiera sido el súmmum de mis
aspiraciones, pero para aquello debía emprender la carrera de filología, y la
situación económica de mi casa, lo convirtió en quimera. Con la idea de no
alejarme de mis pretensiones, incluso soñando con la posibilidad de que me
sirviera de andarivel para recorrer el camino, aunque resultara más largo, me
decidí por Magisterio, cuya Escuela de Segovia distaba de nuestra casa apenas
doscientos metros, acaso algunos menos, es decir que no había gastos de
transporte o alojamiento, ni se incrementaba los de la manutención, incluso
podía mantener mi empleo como limpiacristales de la sucursal del Banco de
España en la ciudad, apenas otros doscientos metros más arriba. Luego, la vida
me fue empujando hacia otros menesteres y ocupaciones. ¿Decisiones sinsentido?
¿Aplicación de la ley del mínimo esfuerzo? ¿Prisas excesivas para tocar la
independencia deseada? ¿Mala lectura de la realidad? Pudiera ser que la
respuesta a tantas preguntas, e incluso a alguna más que ni siquiera se me
ocurre formular ahora, me aproximen a la esencia de mi opción profesional que
acabó en la mesa de una oficina de la Diputación, bien alejado de la enseñanza
de la literatura.
Pero no es
este el asunto. Como siempre despisto la idea inicial y me extravío en paisajes
anejos al sendero, pero ajenos al camino. (A lo mejor también me sucedió algo
de esto…).
Decía que
desde bien niño respondía lo mismo a quien me preguntaba sobre el asunto, así
pues, todos conocían mi temprana vocación.
¿Habría
alguna razón ajena a mí que pudiera explicar esta inclinación tan poderosa,
cuando nadie en nuestra familia se dedicaba a esta tarea, ni siquiera había
pisado la universidad?
Siempre
hubo otra pasión en mis latidos, acaso la única que he sabido mantener, o la
única sincera, pues es la que a pesar de todo aún pervive: la pasión por la literatura.
A lo mejor
una pasión tiene que ver con otra, pienso ahora, después de leer algo que de mí
se dice en un texto al que por fin me asomé la otra noche.
Auscultando
en mis recuerdos más lejanos, hasta donde la memoria es cierta a pesar de la
bruma, hasta donde distingo mis recuerdos ciertos, de los impostados en ella
gracias a la repetición constante de algunas anécdotas de mis primeros años,
creo haber hallado un eslabón que, en efecto, engarza ambos anhelos, como si en
el mismo equipaje de esperanzas estuvieran las mudas de las letras y de la enseñanza.
Con apenas
siete años, memoricé mi primer poema —“Mi vaquerillo”, de Gabriel y Galán—,
para recitarlo en público (en la fiesta de final de curso), ante las familias
de todos los alumnos del colegio. No sé si es mi primer recuerdo propio, en
todo caso, es de los primeros. Fue algo así como el hallazgo de un tesoro: el
ritmo, la historia que se narra, el sonido de las palabras rimadas suavemente…
el agua del idioma sonando como cauce de río. Siempre unida a esta impresión
indeleble, la imagen de la maestra que me lo desgranaba, me lo explicaba, me
ayudaba a memorizarlo, me lo hacía repetir con una sonrisa en su rostro apergaminado
y arrugado (en la estatura de los siete u ocho años, siempre me pareció vieja
mi maestra, pero quizá no lo era tanto, quizá ni siquiera tenía la edad que
ahora tengo), sin enfadarse nunca ante mis titubeos o lapsus o errores, siempre
animando, siempre corrigiendo con la dulzura inagotable del azahar en primavera.
No dudo
que ahí está la semilla que encontró en mi tierra aún intacta el hueco
suficiente para arraigar y a la que, casi sin darme cuenta, fui regando casi a
diario.
Pocos años
después, otro profesor determinó comentar que se había organizado cierto
concurso de cuentos navideños, y propuso que la redacción de la semana fuera un
relato con tal tema. Y cuando corrigió los trabajos de la clase, se empeñó en
seleccionar el mío, y, sobre el muro ciego de un edificio apenas trazado, esculpió
una ventana abierta a un horizonte y me explicó el paisaje que a lo lejos se
veía y me regaló unos zapatos y me señaló el camino donde se tenían que desgastar
sus suelas. Tres cursos más tarde, otro profesor (ya andaba mi calendario por
los quince o dieciséis años), también modificó la habitual redacción de los
fines de semana, por un poema. Aquello fue la joya más valiosa del tesoro, el
verdadero manjar. Dos años más tarde, otra profesora —que antes de serlo, según
confesión pública y propia, me leía sin conocerme—, me animó a publicar un
libro con mis poemas, con tal ardor que provocó un incendio en mi ánimo y un
desembolso en el bolsillo de mi padre. Otro querido profesor lo presentó al
final de aquel curso, y al hablar de aquellos poemas —tan balbucientes como
sinceros—, atizó las llamas que ya me devoraban… Y la misma profesora fue mi sombra
y una de las antorchas que me guiaron —una década más tarde— durante la
aventura de mi primera novela editada y de la segunda y de la tercera, acaso de
la cuarta… Podría acrecer, más aún, la relación de ejemplos, racimo denso y
bien sabroso.
La primera
clase de pedagogía que recibí en primero de la carrera —el verano paseaba como
anciano cansado, pero seguía entre nosotros—, me descubrió que una de las posibles
etimologías del verbo educar, tiene que ver con extraer de la tierra el fruto.
Es decir, educar no es tanto sembrar como recoger, acaso cuidar lo que ya está,
propiciar que las escarchas o las solanas no arruinen el fruto, evitar que el
pedrisco estival destroce la cosecha ya granada.
Uno es lo
que es, vive con su carga de luces y sombras. Camina cada jornada con su
mochila a cuestas, acaso de modo autómata. En pocas ocasiones se detiene para contemplar
su paisaje íntimo, por más desolado o feo o anodino que sea; pocas veces se
pregunta por qué el moblaje interior es ese y no otro. Y casi nunca musita un
agradecimiento a quienes hicieron posible el éxito de las cosechas de nuestra
sembradura, a pesar de los fríos y los calores, las inundaciones y las sequías.
En mi caso
reconocer en alta voz que, si soy escritor, aunque sólo sea su categoría de
escribidor apasionado, se lo debo a un puñado de profesores. Quizá por ello
quise un día haber ejercido como tal. Quizá por ello tanto me duele que esta
profesión —la fundamental, junto a la medicina y la investigación, en un estado
que se precie y que aspire al verdadero progreso—, sea olvidada y manipulada
sin descanso y con descaro por unos y otros. Quizá por ello me enerva que no
sean educadores y alumnos los protagonistas absolutos de la enseñanza.
En fin, porque
a ellos les debo tanto y tanto y tanto, es por lo que más me emocionó el contexto
de uno de los párrafos en que se me cita, en esa conferencia sobre la literatura
segoviana del siglo XX, ahora publicada gracias al patrocinio del Ayuntamiento en
el libro de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce “Segovia
en el siglo XX”. Quizá sin saberlo Juan
Antonio Álvarez, su autor, a pesar de cierta inexactitud, explica la esencia de
mi andadura y mi latido:
Otros centros educativos también han sido, a través de sus profesores, descubridores de poetas, como el caso de Amando Carabias, cuyo primer libro Humanidad perdida, fue publicado por la promoción que de él hizo el entonces profesor de Literatura Fernando Ortiz*.
Juan
Antonio, además de todo, sobre todo, es profesor de Literatura…
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*Juan
Antonio del Barrio Álvarez, “Segovia y la literatura española
del siglo XX. El azar y la pasión”, conferencia
de toma de posesión como miembro de la Real Academia de Historia y Arte de San
Quirce, publicada en el libro “Segovia en el siglo XX. XXXIV y XXXV Cursos
de Historia de Segovia”. Segovia, 2014. Pág.
238.