Cómplices

Desde que se publicaron, hace unos días —el martes—, las fotos de la solemne celebración que conmemoraba el septuagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz, en mi Twitter se coló una que se empeña en acompañarme un día sí y otro también.
Se corresponde con la conmemoración del sexagésimo aniversario. La descubrí gracias a un tuit de @eprendedor, de esos que cruzan la red como un relámpago, mejor dicho, como un eco de duración infinita y que explica en sí mismo la potencia de esta red. Desde ese preciso momento, y sin dudarlo la incluí entre mis tuits favoritos.
En ella se ve —de perfil, casi en primer plano— a tres supervivientes de aquel infierno, ataviados con gorros y bufandas a listas blancas y celestes, los colores del atuendo con que se vistieron durante su esclavitud camino del exterminio que, por suerte, ellos tres no completaron. El hombre más próximo al espectador llora desconsolado con la cabeza erguida y la mirada al frente. No es llanto cabizbajo, de derrotado. Es el dolor de quien cruzó por el filo mismo del abismo y logró bordearlo sin precipitarse. Aparenta unos ochenta años, pero quién sabe cuántos tendrá, mejor dicho, cuántos tenía hace diez, cuántos, en fin, se han quedado para siempre en las retinas de quienes contemplemos la imagen. Impresiona ese llanto que se adivina en su porte fuerte, a pesar de la edad que se le supone. A poco que se observe con detalle esta imagen, uno se pregunta qué recuerdo fundamental está arrasando su memoria, qué emoción antigua, con vocación de cimiento, ha ascendido hasta hacerse lágrima y grito incontenibles, liberados para que alguien sea capaz de capturarlos en una instantánea que no sustituye a millones de palabras, pero sí las puede reunir o asumir. Cabe pensar cualquier cosa desde las más hermosas a las más terribles.
A mí me viene a la cabeza el llanto agradecido del inocente que, por error, padeció durante demasiado tiempo los suplicios del infierno y, milagrosamente, cuando ya estaba resignado a su fatal destino, es rescatado para la vida. ¿Cómo sería la mirada de Dante cuando, por fin, concluye aquel atroz paseo por las diferentes estancias infernales guiado por Virgilio?
Sigo siendo escéptico (cada día más) respecto de la condición esta especie. Sólo las actitudes individuales podrán aliviar el horror que, a pesar de todo, no será extirpado, mientras los humanos acampemos en el planeta.
Quizá, me dirán muchos, la violencia, el afán de destrucción es eterno porque nos habita desde el principio, desde nuestros genes más viejos, los que se emparentan con eso que los expertos llaman cerebro reptiliano, los que nos enlazan con la naturaleza cuya única moral se llama supervivencia y que, por tanto, no se para en cuestiones filosóficas o éticas o religiosas. Sin embargo no me imagino ninguna especie que —movida por un instinto irrefrenable— organice algo similar a un campo de exterminio para sus congéneres. Enfrentamientos, emboscadas, escaramuzas, batallas y, por tanto, cadáveres esparcidos, sí se ven entre miembros de la misma especie animal, pero semejante refinamiento del horror sólo cabe en la inteligencia venenosa y el corazón aniquilado de algunos miembros del género humano
El mundo sigue soportando situaciones que se asemejan en exceso a Auschwitz, aunque quizá sean los campos nazis el paradigma del horror sistematizado y en masa con el único afán de exterminar a buena parte de la humanidad, previo abuso de los más vigorosos, para que se consumiesen en las tareas más duras y extenuantes. Como infinito rebaño estabulado de despreciables animales de carga…
No pretendo escribir un informe sobre este asunto. No estoy preparado para ello; sin embargo, este llanto incontrolable puede que explique mejor que nada, todo lo sucedido. Y no sólo respecto de Auschwitz o el resto de campos nazis… Habría que añadir una interminable sucesión de ejemplos tan similares que se diferencian en lo mismo que varían las semejanzas de las gotas de agua.
En fin, al menos para mí, esta foto representa algo más amplio o profundo que el retrato de la emoción incontenible de una persona concreta, con nombre, apellidos, familia, nación, número de prisionero tatuado en el antebrazo, tras su estancia en el campo nazi de Auschwitz. Ilustra o subraya o resume o encarna la emoción incontenible de innumerables personas con nombres, apellidos, familias, naciones, número de prisionero tatuado en algún lugar de su anatomía, que fueron liberados de un campo de exterminio dirigido por seres en quienes la maldad se había hecho carne. Y más aún, mucho más, este retrato, por exclusión, hace temblar al espectador de buena voluntad que comprende que esa presencia en llanto, hace visible la infinidad anónima de las ausencias, aquellos otros que iniciaron su camino hacia el abismo y lo completaron hasta hacerse carne hacinada, que ni llegó a pudrirse, pues antes se convirtió en ceniza y humo.