¿Cómo será la vida de alguien empleado por una empresa en que todo
se mueve a la velocidad antihumana de este siglo, en que cada tarea encomendada
es para ayer o anteayer, cuando cada encargo es urgente e inaplazable?
Por suerte uno vive al ritmo de una sociedad
pequeña, en que todavía se distinguen algunos matices, en que hay diferencia
entre imprescindible e importante, entre inmediato y rápido, a pesar de que algunos
de sus contornos se difuminan y tienden a ser absorbidos por el primero de los
términos de cada binomio.
Empieza a ser cuestión preocupante tal
necesidad de inmediatez indispensable en cualquier cosa. Tanto, que muchos
médicos comienzan a alertar sobre los peligros para la salud, sobre todo por lo
que supone de aumento de estrés y carga de ansiedad, con las consecuencias —no
sólo psíquicas— para la salud.
Acaso lo peor, sin embargo, no se materialice
en el ámbito laboral. El verdadero problema es que el modo de trabajar se
asimila al de vivir e invade como una mancha de gasolina fétida la mayoría de
minutos de la jornada. Cada día más, tengo la sensación de que cualquier cosa
se tilda de vital, urgente, inaplazable, casi de vida o muerte.
Es el triunfo del capitalismo que no sólo
campea desde hace tantas décadas en lo económico, sino que ya —también gracias
a las tecnologías y al afán de la mayor y mejor conectividad— ha colonizado la
vida cotidiana. Hay que ser eficaz, inmediato, casi omnipresente también en el
ocio.
Me dan ganas de iniciar una campaña en pro de
la desconexión (¿desintoxicación?) de Internet y el apagado de móviles, al
menos un día a la semana. Me entran deseos de proponer la jornada de ceder el
paso a quien nos sigue en la fila del híper, al menos un día a la semana.
Anhelo plantear la posibilidad de reivindicar la indolencia como estado de
ánimo, al menos una tarde… En fin, que propongo como fin del verdadero progreso
retomar el hábito de vivir al ritmo humano, una velocidad que tiene que ver con
los ritmos biológicos y no con la del rendimiento máximo de las grandes empresas.
Algo así como reivindicar jugar bien al fútbol,
aunque se pierda; escribir buscando la belleza, aunque no se venda, o no se lea
al autor; pasear como quien cazcalea, es decir, sin ánimo de llegar a ninguna
parte, sólo porque caminar es un modo de adentrarse en el mundo, aunque sea el
universo de una calle; pararse a contemplar los mil matices de una puesta de
sol, o escuchar el murmurio del río para distinguir las decenas de matices de
su melodía… ¿Por qué no invertir unas horas en observar la diferencia entre
unos árboles y otros? ¿Por qué no fijarse en las cabriolas de los perros? ¿Por
qué no jugar a adivinar los sentimientos que atesora una mirada que se cruza
junto a nosotros?
Llegará un día —ojalá que no sea tarde— en que
cada uno comprenderá que lo imprescindible, lo inmediato, lo verdaderamente
eficaz y eficiente nada tiene que ver con el noventa y nueve por ciento de lo
que pretenden hacernos creer. En realidad, lo más probable es que más del
ochenta por ciento ni siquiera sea importante o urgente, acaso ni siquiera
necesario…