He encontrado un método, que no sé por cuánto tiempo me funcionará, para evitar caer abatido por el sueño mientras leo por la noche,
antes de acostarme. Incluso, gracias a esta manera más activa
de lectura, alguna vez he tenido que dejarlo a la vista del dictamen
implacable del reloj.
Cualquier neurólogo
me diría que debo acostarme antes de lo que lo hago, pues dormir los siete días
de la semana sólo seis horas es rozar el precipicio, empezar a jugar con fuego,
tomar riesgos excesivos: la recuperación del organismo —sobre todo del cerebro— precisa más descanso, afirman con todos los argumentos y pruebas con que la
ciencia les aporta.
Uno desearía
necesitar menos, aún menos, acaso un par de horas menos. Pero la cotidianidad,
el paso imparable y demoledor de las jornadas dicta sentencia como juez
inmisericorde: a pesar de mis anhelos, mi organismo es más débil de lo que me
gustaría reconocer o de lo que mi espíritu necesita.
Cuando me
siento en el sofá a leer, sólo por el placer que me provoca, en poco tiempo
acabo relajándome de tal modo que los músculos del cuello pierden cualquier
tensión, se aflojan de tal modo que la cabeza es incapaz de permanecer muchos
segundos erguida.
Así que, a
pesar de las temperaturas invernales, del frío que se cuela donde habitualmente
escribo, remuevo la pantalla del ordenador y me pongo a leer sobre la mesa,
como si estudiara, con un lápiz dispuesto siempre a ser usado para anotar o
subrayar. Estos simples gestos, evitan que mi cuerpo se relaje del todo y
consiguen que aguante un poco más en estado de vigilia, con los sentidos alerta…
Quizá no
sea lo que uno entiende exactamente por placer, pero al menos ayuda, y
probablemente permita hacerme un poco más consciente del contenido de lo que
voy leyendo.
Ya que
escribir es algo inútil a determinadas horas —justo las únicas que tengo
disponibles—, al menos aprovecho algo mejor la lectura.