Iréne Nemèrosky penetra en el alma de sus personajes con la
misma capacidad y acierto con que lo hacen sus compatriotas rusos, esos escritores que me han acompañado tantas horas. Quizá sea
una característica que otorga haber nacido en aquel inmenso territorio. He
leído en estos días de espera y silencio El vino de la soledad, editado por Salamandra. Hasta ahora —quizá
no debiera dejar tantas huellas de mis torpezas— no había leído nada de ella, a
pesar de que su Suite francesa
debería ser de obligado cumplimiento según dicen todos los que entienden algo
de literatura, y ya voy intuyendo que aciertan plenamente.
El
argumento de esta novela, en realidad, es la tramoya perfecta para ir
radiografiando la evolución psicológica de sus personajes; no sólo de Elena —a
quien vemos crecer desde el final de la infancia, hasta su juventud más
espléndida—, sino de todos los principales. En otras novelas parece más
decisivo el hilo argumental, parece que es el desarrollo de acontecimientos
quien va evolucionando el carácter de los protagonistas. Aquí, más bien, es
algo independiente: los sucesos, incluso lo que afecta más directamente a lo
cotidiano de la vida de los personajes, tiene que ver relativamente con la
psicología de los hombres y mujeres que desfilan ante nuestros ojos.
Y en el
fondo, lo que a uno le queda, el aroma que me impregna el corazón de este libro
tiene que ver con la fragancia opresiva de la niebla, con esa visión oscura o
esfuminada del dolor por la ausencia del amor materno, el perfil confuso de un
paisaje por hacer provocado por las convulsiones originadas en el cambio de una
época (I Guerra Mundial, Revolución rusa), y la vacuidad de un modo de vida,
ajeno al sufrimiento de la mayoría, pertrechado en el capitalismo financiero y
especulativo que condujo a un horror aún mayor del precedente…
Al final,
sólo al final, aparece el aire fresco y vigorizante de la libertad individual,
de la elección de una vida nueva, desprendida de protecciones, sí, pero también
de ataduras. Pero es tan débil y breve, tan delgado y tan regado de lágrimas,
que apenas deja rastro su esencia fresca y esperanzada.