Cómplices

Los primeros copos han caído hacia las ocho y media de la mañana. Creo que han decidido bajar desde las nubes por no dejar mal a quienes se encargan de realizar los pronósticos. Han sido tan pocos y tan pequeños que quien se haya levantado a eso de las nueve, ya no los habrá visto, como si hubiera sido una nevada clandestina o amedrentada. La nieve es hermosa, pero era más hermosa para el niño que fui. Acaso tras los cristales o contemplando las postales que genera aún me atraiga esa hermosura limpia y nítida, cargada de melancolía y sueños.
Hablar del tiempo siempre ha sido una de las salidas más socorridas en las conversaciones: bien cuando no hay casi nada de que hablar, bien cuando se produce uno de esos silencios incómodos a causa de una refriega verbal entre personas que han de seguir en el mismo habitáculo, bien cuando uno entra en un ascensor y allí está el vecino, con quien no hablar sería una descortesía, bien mientras se espera a que el camarero acabe de preparar el café…
Pero es que, además de lo de siempre, hoy en día, desde que las inclemencias meteorológicas forman parte (y no reducida precisamente) de la tarea de protección civil encomendada a las administraciones que tienen la obligación de comunicar cualquier incidencia fuera de lo normal a la población, subiendo el nivel de los avisos, el pronóstico del tiempo y que se cumpla o no forma parte de las tareas ineludibles de cada jornada, una vez abierta la sesión de Internet.
Uno, con unos cuantos recuerdos almacenados en su memoria, se sorprende cada vez que ve en la página de la Agencia Estatal que hay aviso amarillo por riesgo de nevadas débiles —de hasta cinco centímetros— o por riesgo de temperaturas muy bajas, cuando éstas descienden de tres grados bajo cero.
Y no lo digo porque me parezcan mal estas informaciones a la ciudadanía, al contrario, de igual modo que no me parece mal que se hayan establecidos protocolos de actuación y de prevención entre los diferentes servicios de emergencias que deben estar preparados en caso de que ocurra algo, para evitar, precisamente que los efectos de una mala climatología pueda tener consecuencias negativas o muy negativas en bienes, pero sobre todo sobre personas. Lo que digo es que durante mi infancia y juventud con días más fríos, con nevadas más copiosas, no había alertas ni alarmas ni avisos, y si los había entre bomberos, policías, guardia civil, tráfico y personal sanitario —supongo que siempre ha existido algún protocolo de actuación—, si existían, digo, primero, los ciudadanos éramos ajenos a ellos y, segundo, muy posiblemente cada institución u organismo era autónomo y se preparaba para la inclemencia que se avecinaba —si estaba prevista— a leal saber y entender.
Eso referido a mis recuerdos, porque si escucho hablar a los de otras generaciones previas, los comentarios son aún más radicales, pues entonces las nevadas aislaban la ciudad por semanas y los fríos habituales parecían plagas.
Aunque resulte menos romántico, sin duda se ha avanzado muchísimo, a pesar de que en ocasiones las previsiones sean peores de lo que luego la realidad confirma. Y sigo prefiriendo que avisen y no suceda, a que suceda sin previo aviso.