Me tomaré
estas semanas de atrás como unas vacaciones a destiempo, anacrónicas y un poco
descompuestas. Unas vacaciones en las que la desconexión de Internet, la práctica
huida de cualquiera de mis costumbres, también ha sido una valiosa cura de
silencio.
Un mes exacto. Pero al llegar aquí… Desánimo. Distonía. Languidez. Displicencia.
Desaliento. Desgana. Indolencia. Descentramiento. Dispersión. Desidia. Acedia. Desfallecimiento.
¿Por qué?
Nada lo puede explicar, nada, por tanto lo explica. Simplemente es.
Me ocupa. Miro al futuro, cualquier futuro, el de mañana mismo, el de las próximas
semanas, el de los meses que han de seguir inexorables e imparables y veo un
muro insalvable.
Quizá mañana o pasado mañana, brote un viento agradable y
suficiente que inicie el movimiento, e impida que me consuma y me atore encallado
en esta calma chicha, en el anticiclón poderoso de esta desidia en que
desfallezco, pero parece tan poco probable…
Todo está en mí. Nada hay afuera que añada luz o razones a este
fango íntimo en que me atoro. Nada ha empeorado. A fuer de ser objetivos,
algunas circunstancias han mejorado, se han despejado miedos y congojas nuevas
que se podrían haber añadido, para mi desesperación, a las que ya ocupan los
flancos de mi caminar diario. Por tanto sólo en mí reside el veneno o la inercia
que me detienen o me consumen.
En el fondo —quizá por ello lo haga—, la única vía de salida, el único
sendero que me sacará de este laberinto intangible, es anotar este sentir, expulsarlo.
Es verdad que ya hay bastante dolor y sufrimiento en el mundo (en el más próximo
y en el más lejano), como para que cuatro quejidos de un indolente vengan a
emponzoñar aún más el ambiente que se respira. Es verdad que es injusta tanta
lamentación subjetiva y, probablemente, alejada de la realidad, pero siento que
—como ocurre con las indigestiones— mientras no se vomite el exceso de comida
que atora el estómago, no llegará algo parecido al bienestar o, al menos, a cierta
tranquilidad, como de tarde al sol contemplando los volatines de la luz,
soñando que la fragancia del tomillo podría ser un verso perfecto.
Sólo la actividad me salva, aunque me agote, aunque me produzca la
sensación de estar desbordado. Por tanto, mientras no encuentre la orla de la túnica
de alguna musa que pase cerca de mí, sólo me queda este rescoldo, este inútil
ejercicio, a veces, como hoy, tan solipsista que podría provocar náuseas en
cualquiera.