(A Vicente Rodríguez Manchado
y Francisco Concepción Álvarez)
y Francisco Concepción Álvarez)
No se conocen, pero me los imagino
juntos, a pesar de sus diferencias, a pesar de la distancia. Cosas de la
imaginación y de la amistad o sus aledaños.
Me imagino
al poeta erguido sobre su efigie, encarnadura contemporánea de Alonso Quijano,
cuando el caballero andante, había abandonado su locura de cuerdo apasionado,
para trastocarse en cuerdo apasionado y melancólico.
Me imagino
su andar por las calles universitarias, aún vacías, salvo por el eco de los
pasos de algunos jóvenes que regresan de sus juergas o sus llantos noctámbulas.
Apenas faltan, me imagino, unos minutos para que la raya de luz azulada haga
visibles los perfiles de las cosas (incluso aunque esté oculta tras los
nubarrones de esta primavera tímida, demasiado influida por el invierno). Me
imagino el crotoro rojizo de cigüeña, mezclándose con el silbar cítrico de
mirlo y el pío pardo de gurriato, en ese trío para viento y percusión que, a
modo de himno de laudes, cruza el espacio de la noche.
Me imagino
al poeta ensimismado en la contemplación, ajeno a las distracciones efímeras de
los envoltorios y los oropeles, intentando ahilar su inteligencia (esa suma
inefable de razón, conocimiento, bondad, perspicacia, intuición y ternura) con
lo único que importa. Sus ojos, como ánforas para blues de grafito, me imagino,
a estas horas ya están cansados de atisbar el paso de brisas nocturnas, aviones
que transportan, acaso, maullidos, jadeos y estertores.
Me imagino
al poeta haciendo de sus pasos, de su mirada, de sus versos un vuelo de vida
imperturbable, ojeando con sonrisa de filandón de estío al caníbal, a quien
derrota cada día sin pausa.
Me imagino
al poeta desertando de los hombres, haciéndose cigüeña para, al fin, abrazar la
ternura desahuciada.
Me imagino,
también, al novelista y emprendedor, acaso como la encarnadura juvenil de aquel
pescador que fue capaz de todo por lograr su sueño, braceando con energía sobre
las aguas del Atlántico para que lo que la tierra le niega se lo conceda el
mar.
Me lo
imagino, madrugada tras madrugada, hurgando en los pliegues más sutiles y
escondidos de la red inmaterial para encontrar la semilla de una idea que pueda
hacer nuevamente realidad, como aquel Merlín de quien hablan las viejas
crónicas sin pausa..
Me lo
imagino, madrugada tras madrugada, haciendo del insomnio un vergel inagotable, extrayendo
de su fantasía esas escenas como relámpagos o estocadas, como daguerrotipos que
ponen ante la mirada lo esencial o lo imprescindible de algunas vidas.
Me lo
imagino, madrugada tras madrugada, sembrando con sus manos, siempre dispuestas
a la ayuda, brotes de amistad donde sólo tiene cabida la sinceridad del árbol
recio y sin adornos y la lealtad propia de los seres invencibles y generosos. Me
lo imagino mientras cavila cómo hacer feliz a uno de sus amigos, aunque el peso
de su cartera aminore en el intento.
Me lo
imagino, madrugada tras madrugada, cuando la noche es como un océano alzado
hacia el firmamento, arañando en su soledad y zambulléndose en lo más hondo de
sí, mucho más profundo que las fosas marinas, y allí, con o sin sorpresa, descubre
que existen también, otros que, como él, exploran lugares abandonados y
disfrutan observándolos con tiempo, con detenimiento o disparando fotos que
revelen historias escondidas, acaso porque en lo abandonado quede la huella indeleble
del pasado, acaso de una caricia que sólo algunos seres, arqueólogos de las
emociones, son capaces de descubrir, como Indiana Jones de lo que en verdad
importa.
Me imagino
al poeta y al novelista, y me doy un poco de vergüenza, y siento que, si no hay
veneno que me emponzoñe o no hay carencia que me agote, tanto lamento no es
menos que pecado grave, pues mi ensimismamiento es solipsismo inaceptable.
Miro al
poeta y al novelista y comprendo que abrazar la vida, incluso enfrentándose al
abismo cotidiano, es el único modo conocido de hacer realidad un sueño.