Caen los días o se van o se olvidan o parece que pasan sin dejar
huella, cuando en realidad no es así, pues por más que el reloj, el calendario
o los astros certifiquen otra cosa, es decir son testigos de su progreso, para
mí el tiempo se sucede como sinfín eterno.
A veces todas las semanas me parecen el mismo
día.
Oigo a mi alrededor —con razón— que la vida
transcurre velocísima, que parece imposible que haya pasado otra semana, otro
mes, otro año… Sin embargo, en esta temporada mi percepción ha variado. Soy
testigo, en efecto, de la fugacidad del tiempo, pero para mí la cuestión se
reduce al cambio de la duración de luz diurna, la modificación en el cromatismo
de los árboles, el nuevo arrebato de los pájaros. Hoy es domingo veintidós, cierto,
pero podría ser jueves diecinueve o lunes dieciséis. Lo que tengo claro es que
no es lunes veintitrés, pues mañana no ha llegado y siempre existe la
posibilidad de que no llegue.
Es como si para mi ánimo la rotación
planetaria no implicara, también, traslación, como si me hubiera clavado en
algún punto muy concreto de una geografía imposible.
Ni siquiera las novedades en la rutina son
capaces de alterar esa apreciación.