He dejado, bien a
propósito, que los minutos o las horas me alejaran de algunos hechos que se
fueron sucediendo la semana pasada.
Acaso viví
un cuento o una fábula…
El protagonista
queda dormido ante un cruce de caminos, acosado por el cansancio, pero más aún
por la duda y cae rendido sin haberse decidido aún cuál de los senderos que se
abren delante de él tomará al alba; y acaso, mientras busca acomodo en la
cuneta, lamenté muy profundamente no haber sido tan previsor como don Quijote
quien se montó encima de Rocinante para que el caballo resolviese, entre otros,
dilemas semejantes.
Durante el
sueño, nuestro protagonista es llevado en volandas por un hada o por un
hechicero sobre cada uno de los caminos, para que contemple qué encontrará: sus
paisajes, sus peligros, sus fatigas, sus afanes, su pavimento y, sobre todo, el
lugar de su desembocadura.
El
protagonista, al despertar, decidirá sin dudar por uno de los senderos,
convencido, sin ni siquiera echar una ojeada a los otros que abandona para siempre…
Mientras inicia sus pasos en tal dirección, se pregunta por qué ha recibido el
gran regalo y da las gracias —aunque no sepa muy bien a quién o a qué—, pues
sabe cuánto se ha ahorrado y sabe hacia dónde se dirige por más que el camino parezca
estrecho y árido, anodino y poco transitado.
Uno prefiere
saborear una tortilla que su decostrucción. Y aunque reconoce que son muy buena
ayuda, no es la decoración del local, la vajilla y la música ambiental lo que
busca, sino saborear una espléndida y humildísima tortilla de patata.
El mundo
no se explica en un dato o en muchos, ni siquiera en un tuit o en un titular de
prensa. Como mucho (el dato, el titular, el tuit) son farolas de la calle para
alumbrar los pasos en la entraña de la noche. No reniego de las ventajas evidentes
de las redes sociales, ni de la potencia de Internet. Simplemente apunto a que
lo uno o lo otro no son el objeto o finalidad de la tarea, y menos si se habla
de literatura.
Llega el
día del cumpleaños y a uno le regalan un par de cosas. Una de ellas viene
envuelta de modo sencillo casi austero; la otra se esconde detrás de un exquisito
papel, con lazo o en caja, una presentación innovadora, (de lo más ‘cool’ habría que decir, probablemente). Es fácil,
pues al cabo soy miembro de la especie, que mis ojos, y tras ellos los dedos,
vayan detrás del paquete más ‘fashion’,
con diseño más innovador.
Pero al
final, y de esto también estoy seguro, pues lo hago a menudo, ambos envoltorios
acabarán en la basura. Al final sólo imperará el regalo. Acaso en pocos minutos
no sabré cuál de los dos venía envuelto de cualquier manera, y cuál venía
escondido y tímido en un embalaje diseñado por un arquitecto de interiores.
También
uno es algo machadiano en esto.