Cómplices

Antes del cambio de hora, esa estúpida costumbre de alterar los ritmos del cuerpo para conseguir un dudoso y, en todo caso, paupérrimo ahorro en el consumo energético, ese intento de que el reloj venza a la luz, me leí Mediodía en Kensington Park de Javier Sánchez Menéndez, editado por La Isla de Siltolá.
El libro anda por casa desde febrero, dedicatoria incluida, en el lugar que corresponde a los poemarios ‘siltolianos’ de la colección Tierra (libros de cubierta ajedrezada –333 escaques polícromos, una vez descontados los 77 ocultos tras la cartela blanca con nombre del autor, título del libro y editorial-, poemarios escritos por poetas reconocibles por su invisibilidad entre la multitud, que hablan sin que les arredre no ser escuchados, que detienen su mirada ante una nube, la melodía de una fuente o la textura luminosa del barro). Y lo he leído ahora gracias a la sutil insistencia de una buena amiga, que ya lo ha saboreado.
Este nuevo poemario de JSM es el cuarto de su proyecto Fábula que cuando aparece, es como si se escondiera o se camuflara, pues dos de los tres volúmenes anteriores han visto la luz en distintas editoriales, como si pretendiese jugar al escondite con el lector o como si pretendiera polinizar más amplios territorios.
Mediodía en Kensington Park, como tantas veces me sucede con los libros, ha aterrizado en mí cuando debía, en ese justo punto en que la brújula avisa de un vagabundeo estéril y ayuda a corregir el rumbo erróneo, o la luz ilumina y evita el tropezón de dolorosas consecuencias.
¿Cómo explicar(me) el libro? ¿Cómo anunciar(me) su esencia? Uno, ávido lector, también de poesía, carece de conocimientos y herramientas básicas para engarzar un comentario asumible entre académicos o especialistas. Sin embargo como poseo la insolencia de los niños para obviar la vergüenza y, además, anoto desde las remotas galerías de mi casa, me puedo permitir el lujo de equivocarme (o no), mientras sonrío.
Cuando leí Libre de la tormenta, subrayé unos cuantos de sus versos (que como en todo el proyecto se visten con el habitual andamiaje de la prosa, una prosa cuidada, tersa, que no oculta su ritmo alejandrino, a veces tamizado por endecasílabos). A raíz de una sutil referencia a aquel libro y a Garcilaso en la página 47 de éste, lo he buscado, lo he encontrado y lo he hojeado. Para mi sorpresa, un puñado de mis subrayados de entonces han pasado a este libro de ahora, no sé si como engarce entre ambos o como fruto o como común esencia o como reiteración imprescindible o como —más probablemente— cimiento del proyecto global, como piedras claves de la arquería que se traza a ojos vista, para que al lector no le queden sombras acerca de lo que importa en el supuesto caso de que sólo se acercara a uno de los diez títulos previstos para Fábula.
Mediodía en Kensington Park vuelve a ser una reflexión apasionada sobre la poesía (¿o Poesía?) entendida y vivida como una vocación casi religiosa, mística casi, que conduce a la médula de la vida, al barro húmedo y esencial, casi germinal:
“Desde el centro del bosque o del parque hablamos de Platón. Para ser un poeta debes dejarlo todo, enterrar tus manos y tus pies justo en el medio, donde la tierra es húmeda. Unos cuantos gusanos aparecen de pronto, y con su boca apartan esa tierra, van haciendo el camino. Ellos han visto siempre ese centro del bosque y desean que tú llegues. Todo sobra: el trabajo, el amor, la mujer, la compañía. La esencia solo es pura si guardas el silencio”. (Pág. 46)
Como sucede tantas veces, la paradoja está servida: dejarlo todo para hacerse todos, para mancharse de barro, para fundirse con la tierra, para leer —como se dice en otra parte— no poesía, sino pájaros, para poder exclamar en dos alejandrinos hermosísimas palabras de amor, y, al tiempo, narrar toda una vida:
“He pasado la noche mirándote la frente.
No creo en los milagros, pero ha amanecido”.
La poesía —que nadie lo olvide nunca, en ninguna circunstancia— es muy diferente al lenguaje enunciativo. El significado de la palabra escrita no sólo se corresponde con el que define el diccionario, sino que incorpora en su impedimenta un dardo lanzado hacia otras realidades, acaso aprovechando un punto común entre ellas. 
“La semántica es la ciencia donde confluye todo: la filosofía, las matemáticas”, (Pág. 46). Poema 22 La poesía.
Por tanto el lector debe vestirse con el ropaje del contemplativo, aprender a respirar al ritmo de la luz y no de los relojes, adentrarse en el misterio de las palabras, no conformarse con ‘turistear’ los versos, como quien mira la fachada de la pinacoteca y no entra para observar sus cuadros, el lector debe adentrarse en ellos con la vocación de habitarlos sin prisas, pues de otro modo se quedará en su superficie. Y será una lástima, aunque sólo vislumbrar en lontananza Mediodía en Kensington Park supondrá la visión de algo diferente, hermoso, diferente, hondo, diferente, con vocación de encina o pino, ajenas sus ramas al paso de las estaciones o al ritmo cansino de los relojes.
Lo que aquí se dice está escrito, según el colofón del texto, entre Londres y Cádiz, entre 2008 y 2012. La excusa —si es que el poeta necesita alguna— es regresar a la infancia y contemplar desde allí, acaso con estupor la madurez enamorada, dolorosa e inconformista de ahora. A este respecto me parece curioso que el libro suceda en Kensington Park no en Hyde Park, por ejemplo, sino en el recinto donde la literatura situó los primeros balbuceos de Peter Pan, ese hombre que nunca lo fue, pues se quedó a habitar la infancia.
Pero esto sería un tanto engañoso. Como se dice más arriba, la pretensión del poemario, nada diferente a la del proyecto de amplios vuelos, es ahondar en las esencias de la Poesía. O dicho de otro modo, es un libro metapoético. Una búsqueda infatigable, silenciosa, solitaria, a veces desgarradora. Y en esta tarea el poeta no esta sólo. Como es bien sabido, existen varias fraternidades en esto de la poesía. A una y una de ellas se une JSM. A diferencia de otros, no se ruboriza en señalar a algunos hermanos:
“Un rumor circulaba encima de los árboles. El micrófono azul sonaba hueco. En alguna ocasión el verso se clavó en las entrañas. Mi buen Claudio, si hubieras estado junto a mí en el centro del parque. La ebriedad, tus conjuros. La alianza que deja de ser condena. O la agenda de Pepe. ¿Y el sepulcro de Antonio? De Luis todos los versos. Y de usted, don Nicanor, mañana hablamos. La crónica no la leerá en El Tabo, la dictaré palabra por palabra” (Pág. 36)
A pesar de mi ignorancia y mi torpeza, identifico a Claudio Rodríguez, Antonio Colinas, Nicanor Parra, Luis Rosales, pero no soy capaz de saber quién es Pepe, o me resulta arriesgado aventurarme en la intuición [1]. Y bien que lo siento pues saldría corriendo a encontrarme con sus versos. No para escribir o que me inspiren, sino para leer, aprender y que me nutran, como lo hacen los otros tres. Esta fraternidad es más ancha, en otros lugares se cita a Rilke, Platón, Marco Aurelio, Virgilio, Juan Ramón…
Al fondo —destacan otras reseñas de este libro— es fácil descubrir a  María Zambrano…
Pero a mi modo de ver, si hay una presencia casi continua, casi como si ambos caminaran a la par por el parque londinense, se trata de Antonio Colinas. Además de la común alusión continua al centro del bosque, que en JSM se alterna con el centro del parque (el espacio más próximo a la naturaleza que le queda al hombre urbanita de nuestra civilización), se deslizan otras leves referencias a AC en sus tratados de armonía, o a su inmenso poema “La tumba negra” del que Siltolá editó un delicioso volumen con estudio crítico.
Podría decirse, en fin, que Mediodía en Kensington Park es el viaje del poeta enamorado en busca de la esencia de la Poesía, que habita un lugar secreto del centro del bosque, en lo más hondo de la naturaleza, donde está la raíz de nuestra esencia y cuanto más leamos a los pájaros y más respiremos al ritmo de la luz y no de los relojes, más próximos estaremos a la verdad y a la armonía.
_____________________________________
[1] Hoy mismo, tras la publicación de la entrada en este blog, JSM me responde en un tuit, y me aclara, confirmando la intuición que sin confirmación no me he atrevido a dar por acertada: Pepe es José Hierro.