Cómplices

No han sido malas las noticias que nos ha dado el hematólogo. La analítica se mantiene en parámetros adecuados, aunque las cifras no son las mejores, ni las más deseables.
Después de tantos meses, apenas faltan tres semanas para entrar en el tercer año de la enfermedad, uno es capaz de deducir que la situación podría volverse delicada nuevamente. Algunas lucecillas amagan con intensificar su tonalidad; pero uno no es médico y debe acatar con confianza su dictamen.
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Me ha llegado a la bandeja del correo electrónico la imagen del nuevo cuadro de Mariano, el tercero de la serie que está donando mi padre a los templos de su pueblo, la iglesia parroquial, las dos ermitas. Se trata de un cuadro de dos metros de alto por uno de ancho. Concreto su dimensión, porque sé que cuando lo vea tal cual es, el impacto será aún mayor.
Escribo sin que Mariano lo sepa, escribo y quizá esté errando, porque quizá no sea el momento, pero no puedo evitarlo. Es superior a mis fuerzas.
Me parece que este cuadro puede causar alguna sorpresa en la primera mirada, pero, sobre todo, me parece un cuadro valiente, muy valiente, y hondo, muy hondo, con repercusiones para el espíritu de quien lo contemple con algo de tranquilidad y silencio, sobre todo dentro del corazón, el lugar más difícil de lograrlo.
Y no ha podido por menos de venirme a la cabeza «Aquel sábado lluvioso». Sé que está mal hablar o citarse a uno mismo, pero no lo he podido evitar. He sentido, al contemplar la sonrisa serena de Jesús y el rostro sufriente, pero tranquilo o acaso resignado de la madre, que la misma sintonía que me impulsó a escribir la novela y a indagar en lo sucedido desde el entierro de Jesús hasta su resurrección, también ha modulado su tarea.
Es como si reviviera de nuevo cuanto atisbé mientras escribía el último capítulo de la novela. Es como si Mariano hubiera escrito el párrafo que no escribí, que no quise escribir en concreto porque, en realidad, se disemina a lo largo del relato.
Ella, la madre, sentada, ora con las manos abiertas, juntas, como las de los pobres que piden limosna en silencio. Su rostro de mujer madura (hace dos mil años, los cincuenta —edad que la tradición ha establecido como plausible para María en el momento de la crucifixión de su hijo— era umbral de ancianidad) cansada y preocupada, sin embargo, no refleja angustia. A diferencia de la imaginería o iconografía tradicional que representa a la madre de Jesús atravesada por un dolor de angustia que desgarra y deforma la expresión o, en todo caso, le inunda el rostro de lágrimas, en el semblante de la mujer en el cuadro de mi hermano está serena aunque preocupada, triste mas tranquila, dolida, pero entregada.
Ha pasado el viernes, ha pasado el sábado. Quizá esté a punto de romper la aurora… Pero lo que está a punto de suceder es que ella, la madre, va a ser la primera criatura en recibir la buena nueva, la alegría de la resurrección de aquel a quien habían atravesado en el madero. Jesús, tras ella, con el rostro en paz y una leve sonrisa, abre los brazos y está a punto de revelarse a su madre.
Ese es el instante preciso del cuadro. Ese momento que no tiene representación en la iconografía, al menos que uno sepa.
Pero más allá de este momento preciso, que según la tradición existió, pues siempre el pueblo ha sostenido que antes de aparecerse a Magdalena, a las mujeres y después al grupo de discípulos, primero se apareció a su madre, la mirada de este cuadro me lleva a otras dos reflexiones.
Intuyo, y que mi hermano me perdone si voy mucho más allá de donde él ha querido ir, que su intención como artista es dar un paso al frente, bien consciente de su tarea como artista.
Cuando en el concilio de Trento la iglesia católica sostuvo la validez y eficacia de la representación de imágenes, como respuesta a la doctrina protestante que había dictaminado anatema tal cuestión, vino a decir que las imágenes debían servir de ayuda —como siempre había sucedido, desde los primeros tiempos— a la devoción y fe de los creyentes; mucho más en aquel entonces en que el índice de analfabetismo rozaba el cien por cien de la población. El concilio Vaticano II profundizó en semejante idea y vino a defender la necesidad de imágenes, aunque se debía eliminar cuanto de superfluo y folclórico pudiera nutrir las tradiciones, costumbres y templos.
Pero por muchas circunstancias, ajenas a este lugar y a este momento, la iconografía católica se ha detenido, ha quedado estancada en representaciones inamovibles. El arte, además de muchas otras cosas, debiera ser el modo de representar las verdaderas zozobras, miedos, angustias, esperanzas y seguridades de sus contemporáneos.
Y en este punto se inicia mi segunda reflexión.
En la imagen de la madre de Jesús veo, también la encarnación del ser humano de todos los tiempos, pero sobre todo el de nuestra época, un ser humano agobiado por la desesperanza que, al mismo tiempo, desea que halla un más allá, que anhela la eternidad, que, de hecho, actúa, vive y crea pensando en la eternidad, incluso en eternizarse. Ese ser humano está siendo ya bendecido y sonreído por el resucitado, según este cuadro, pero no lo vemos, a pesar de su proximidad… Acaso algunos, los más afortunados, lo intuyan.
Puestos a continuar con la contemplación, atisbo que Mariano da otra vuelta de tuerca a la tradición iconográfica. Lo normal desde el románico es ver la imagen de Jesús niño sobre el regazo de su madre. Este cuadro apunta a lo contrario, aunque no se trate de una comparación literal, pues Jesús está de pie, como si acogiera a María, y ella está en primer término, sostenida por el hijo.
Tengo que pedir desde aquí perdón a Mariano, porque probablemente me he adelantado a los tiempos previstos, porque quizá debiera esperar unas semanas, muy pocas ya, pero es que la lengua no puede evitar hablar de lo que ocupa al corazón. Además tampoco importa mucho, porque publicar según qué cosas es el mejor modo de mantenerlas en secreto.