No han sido malas las
noticias que nos ha dado el hematólogo. La analítica se mantiene en parámetros adecuados,
aunque las cifras no son las mejores, ni las más deseables.
Después de
tantos meses, apenas faltan tres semanas para entrar en el tercer año de la enfermedad,
uno es capaz de deducir que la situación podría volverse delicada nuevamente. Algunas
lucecillas amagan con intensificar su tonalidad; pero uno no es médico y debe
acatar con confianza su dictamen.
*
Me ha llegado a la bandeja del
correo electrónico la imagen del nuevo cuadro de Mariano, el tercero de la
serie que está donando mi padre a los templos de su pueblo, la iglesia
parroquial, las dos ermitas. Se trata de un cuadro de dos metros de alto por
uno de ancho. Concreto su dimensión, porque sé que cuando lo vea tal cual es, el
impacto será aún mayor.
Escribo
sin que Mariano lo sepa, escribo y quizá esté errando, porque quizá no sea el
momento, pero no puedo evitarlo. Es superior a mis fuerzas.
Me parece
que este cuadro puede causar alguna sorpresa en la primera mirada,
pero, sobre todo, me parece un cuadro valiente, muy valiente, y hondo, muy
hondo, con repercusiones para el espíritu de quien lo contemple con algo de
tranquilidad y silencio, sobre todo dentro del corazón, el lugar más difícil de
lograrlo.
Y no ha
podido por menos de venirme a la cabeza «Aquel sábado lluvioso». Sé que está mal hablar o citarse a uno
mismo, pero no lo he podido evitar. He sentido, al contemplar la sonrisa serena
de Jesús y el rostro sufriente, pero tranquilo o acaso resignado de la madre, que
la misma sintonía que me impulsó a escribir la novela y a indagar en lo
sucedido desde el entierro de Jesús hasta su resurrección, también ha modulado
su tarea.
Es como si
reviviera de nuevo cuanto atisbé mientras escribía el último capítulo de la
novela. Es como si Mariano hubiera escrito el párrafo que no escribí, que no
quise escribir en concreto porque, en realidad, se disemina a lo largo del
relato.
Ella, la
madre, sentada, ora con las manos abiertas, juntas, como las de los pobres que
piden limosna en silencio. Su rostro de mujer madura (hace dos mil años, los
cincuenta —edad que la tradición ha establecido como plausible para María en el
momento de la crucifixión de su hijo— era umbral de ancianidad) cansada y preocupada,
sin embargo, no refleja angustia. A diferencia de la imaginería o iconografía
tradicional que representa a la madre de Jesús atravesada por un dolor de angustia
que desgarra y deforma la expresión o, en todo caso, le inunda el rostro de lágrimas,
en el semblante de la mujer en el cuadro de mi hermano está serena aunque preocupada,
triste mas tranquila, dolida, pero entregada.
Ha pasado
el viernes, ha pasado el sábado. Quizá esté a punto de romper la aurora… Pero
lo que está a punto de suceder es que ella, la madre, va a ser la primera
criatura en recibir la buena nueva, la alegría de la resurrección de aquel a quien
habían atravesado en el madero. Jesús, tras ella, con el rostro en paz y una
leve sonrisa, abre los brazos y está a punto de revelarse a su madre.
Ese es el
instante preciso del cuadro. Ese momento que no tiene representación en la
iconografía, al menos que uno sepa.
Pero más
allá de este momento preciso, que según la tradición existió, pues siempre el
pueblo ha sostenido que antes de aparecerse a Magdalena, a las mujeres y después
al grupo de discípulos, primero se apareció a su madre, la mirada de este
cuadro me lleva a otras dos reflexiones.
Intuyo, y
que mi hermano me perdone si voy mucho más allá de donde él ha querido ir, que
su intención como artista es dar un paso al frente, bien consciente de su tarea
como artista.
Cuando en
el concilio de Trento la iglesia católica sostuvo la validez y eficacia de la
representación de imágenes, como respuesta a la doctrina protestante que había
dictaminado anatema tal cuestión, vino a decir que las imágenes debían servir
de ayuda —como siempre había sucedido, desde los primeros tiempos— a la
devoción y fe de los creyentes; mucho más en aquel entonces en que el índice de
analfabetismo rozaba el cien por cien de la población. El concilio Vaticano II profundizó
en semejante idea y vino a defender la necesidad de imágenes, aunque se debía
eliminar cuanto de superfluo y folclórico pudiera nutrir las tradiciones,
costumbres y templos.
Pero por
muchas circunstancias, ajenas a este lugar y a este momento, la iconografía católica
se ha detenido, ha quedado estancada en representaciones inamovibles. El arte,
además de muchas otras cosas, debiera ser el modo de representar las verdaderas
zozobras, miedos, angustias, esperanzas y seguridades de sus contemporáneos.
Y en este
punto se inicia mi segunda reflexión.
En la imagen
de la madre de Jesús veo, también la encarnación del ser humano de todos los
tiempos, pero sobre todo el de nuestra época, un ser humano agobiado por la
desesperanza que, al mismo tiempo, desea que halla un más allá, que anhela la
eternidad, que, de hecho, actúa, vive y crea pensando en la eternidad, incluso
en eternizarse. Ese ser humano está siendo ya bendecido y sonreído por el
resucitado, según este cuadro, pero no lo vemos, a pesar de su proximidad… Acaso
algunos, los más afortunados, lo intuyan.
Puestos a
continuar con la contemplación, atisbo que Mariano da otra vuelta de tuerca a
la tradición iconográfica. Lo normal desde el románico es ver la imagen de Jesús
niño sobre el regazo de su madre. Este cuadro apunta a lo contrario, aunque no
se trate de una comparación literal, pues Jesús está de pie, como si acogiera a
María, y ella está en primer término, sostenida por el hijo.
Tengo que
pedir desde aquí perdón a Mariano, porque probablemente me he adelantado a los
tiempos previstos, porque quizá debiera esperar unas semanas, muy pocas ya,
pero es que la lengua no puede evitar hablar de lo que ocupa al corazón. Además
tampoco importa mucho, porque publicar según qué cosas es el mejor modo de
mantenerlas en secreto.