Cómplices

Durante las semanas de febrero que me instalé en casa de mis padres, releí o leí —esto es lo primero que intentaré explicar— Cien años de soledad. Por unas causas u otras, hasta ahora no me doy cuenta de que no he dejado huella de su lectura.
Pensaba, cuando me lo llevé, que sería una oportunidad para intentar reencontrarme con una novela que hace unos treinta años me dejó casi frío, casi indiferente. Barruntaba que la falta de huella en mí se debía a mi causa, bien porque lo leí a destiempo, bien porque mi ánimo no era el mejor para esa obra, bien porque lo leí como quien mira pasar nubes.
Tenemos en casa la edición conmemorativa que sacó la Real Academia hace varios años y pensé que con la ayuda de los estudios previos que anteceden a la novela propiamente dicha, así como sus epílogos y aparato de notas podría encontrar lo que no supe hallar hace tres décadas, más o menos.
Sin embargo, en cuanto pasé de la primera frase —la que todo el mundo conoce, no por haber leído la novela, sino porque figura en cientos de manuales, artículos, etcétera: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.»— empecé a intuir que no releía, sino que por vez primera me lustraba en la historia propuesta por GGM.
Era imposible que cada párrafo fuera sorpresa absoluta para mi recuerdo. Hay pasajes que son imborrables de una memoria normal. Sería explicable, por ejemplo, no acordarse de todos los nombres, de cada peripecia o, sin ir más lejos, haber olvidado la cadencia del ritmo de la prosa, el tono neutro de un narrador (casi como relator mecánico) que expone sucesos fantásticos e increíbles. Aceptaría como probable y lógico que, a vuelapluma, no se rememore la cronología precisa de esos cien años.
Todo eso, en efecto, es justificable, y mucho más si se añaden seis lustros y pico y miles de lecturas a la tarea de la remembranza… Pero al repasar sus páginas, cualquier ‘relector’ reviviría necesariamente algunas de las peripecias de los personajes que trazan este texto prodigioso. Al llegar al segundo o tercer capítulo decidí que no había leído la obra que, en realidad, la lectura de aquel verano sobre un volumen tomado en préstamo de la Biblioteca Pública, varias tardes paseado por la Alameda del Parral, se correspondía con otra novela del colombiano que ya no sé cuál fue.
Cien años de soledad me reconcilia con un modo de narrar y acaso haya abierto en mi conciencia una nueva ventana por la que asomarme y observar cuanto me rodea para contarlo. Es una de esas novelas que no puede pasar desapercibida, que no puede dejar sin huella la conciencia lectora. Admitiría que provocara una especie de reacción alérgica, algo así como erupción cutánea tras la ingesta de un medicamento intolerable para el organismo. Pero me parece improbable que deje impasible.
“Cien…” es la típica novela que hechiza o provoca repulsión.
A mi modo de ver el autor rearma el arte narrativo con las eternas municiones que salpimentan la historia de la escritura. A poco que el lector entre en ella sin prejuicios ni perjuicios encontrará ecos de literatura oral, de relatos épicos y bíblicos, de Homero, de Cervantes, de técnicas realistas —casi objetivistas en alguna sección—; pero, en esencia, saboreará de la fuente inagotable de la que beben cuantos escritores han sido: la pasión por contar historias y que el oyente o el lector llegue a embelesarse con ellas.
Que la novela sea una especie de inmensa metáfora de buena parte de la historia latinoamericana o, si se prefiere, colombiana, que sea una crítica más o menos velada al modo de comportarse de las castas (nativas y foráneas) que ostentan el poder, que sea una alabanza a los hombres y mujeres que no se comportan como rebaño de ovejas —en especial a las mujeres, pues ellas sustentan la familia o el clan, y consiguen que perviva y permanezca unido, aunque su lugar sea menos visible que el de los hombres, más bien proclives a la muerte o a las aficiones estériles y vacuas—, no es lo que ahora más me interese, a pesar de la importancia de estos asuntos y alguno más que podría salir a colación. Lo fundamental, el tesoro impagable que “Cien…” ofrece a la historia de la literatura en español y a la literatura en general, es la reconciliación con la magia de narrar, es el modo en que regenera un espacio insustituible, la manera en que reedita el contrato eterno entre escritor y lector al crear un universo que de antemano se acepta plausible sólo dentro de esas páginas.
Con esta novela el lector adulto recobra las sensaciones esenciales de la infancia ante el festival de escuchar un cuento, cuando por vez primera asistía su fantasía a la potencia inmensa de la literatura, sin saber que era espectador de algo tan maravilloso.
De niño uno acepta que un muñeco de madera se convierta en un ser vivo a quien le crece la nariz si miente, o que en mitad de un espeso bosque una bruja viva en una casa de chocolate, o que una niña con caperuza roja pueda salir del estómago del lobo que minutos antes la había devorado…
Pienso que quienes disfrutamos con la lectura se lo debemos a los cimientos invisibles, pero indelebles e indestructibles, labrados durante la infancia. Es probable que, en el fondo, busquemos algo similar en los libros que leemos en la adultez, pues acaso sea un modo de retornar por un tiempo al mejor vergel del paraíso; sin embargo, esa magia de la literatura suele repudiarla el cerebro racionalista, dictador de nuestro pensamiento lógico.
Mas, como demuestra GGM en esta novela —aunque no es el único escritor que ha logrado tal proeza—, hay mecanismos que pueden funcionar para que se selle este viejo pacto entre lector y escritor.
Por si esto fuera poco, su lenguaje —tan próximo a lo poético, que no quiere decir siempre lírico— atrapa al leyente, al menos a quien lo haga en castellano. Desconozco cómo podrá operar el modo de escribir, los ritmos, el vocabulario, la cadencia del fraseo en otro idioma, sobre todo en los ajenos en sus raíces al latín, pero si funciona de modo similar en alemán o inglés o ruso…, Cien años de soledad será querida en cualquier parte del mundo.