Una semana separó la
decisión del jurado y la entrega de los premios. Es buena esa inmediatez. No como
otros concursos en que los meses dejan pasar un excesivo tiempo.
También este
año he sido jurado del certamen de poesía “Huerta de San Lorenzo”. Toda una
suerte y un honor. Sé que son las palabras tópicas y típicas, pero no por ello mienten.
Ver un hermoso paisaje y contarlo, aunque sea repetir y coincidir con la opinión
expresada por la mayoría, podrá ser reiterativo, mas no incierto.
Sigo manteniendo
mis reticencias ante los premios literarios. Sigo pensando que es muy difícil
atinar con la decisión, aunque, como el año pasado, mis elucubraciones previas
han sido bastante coincidentes con las del resto. Sigo con el miedo, no de
haber errado con los elegidos, sino con los desterrados, no haber sabido ver
algo entre aquellos que decidimos no galardonar.
La entrega
de galardones del sábado fue, no sólo el final lógico de todo el certamen, sino
el broche de un hermoso día. Una jornada redonda y sonriente, luminosa y cálida
como la luz y el sol que sólo nos dejaron tras el ocaso.
Es verdad
que, acaso, muchos de quienes asisten lo hacen porque los versos de sus hijas o
sus nietas han sido premiadas, pero no es menos cierto que a medida que se van
leyendo los poemas y se van escuchando las canciones, empiezan a importar las
entrañas de lo que allí sucede.
Escuchar la
reacción de los asistentes, fue como la confirmación de que no nos habíamos
equivocado. La emoción se fue haciendo un hueco entre nosotros. Si había prisas
por acudir a otra parte o por hacer cualquier otra cosa, se fueron diluyendo,
se fueron amansando como cuando uno anda preocupado por algo y creyendo que va
a otra cosa, encuentra de pronto lo que le aliviara las dudas, los temores o
los miedos.
La fuerza
extraña de la poesía quien con su vestido de sencillez y su estampa inerme,
llega a lo más hondo, penetra en ese rincón de la inteligencia donde habita el
corazón.