No puedo entrar en disquisiciones técnicas sobre la película The Artist,
pues sería meterme donde nunca me han llamado. Entrar en análisis formales
sobre su estructura y los guiños cómplices con los que desde el principio se
mete al público en el bolsillo, con recursos antiguos, pero eficaces y
necesarios (algunos de ellos tomados de la mejor literatura universal), tampoco
sería conveniente. En general podría decir que el director y guionista de la
misma, Michel Hazanavicius, hizo una apuesta arriesgada, pero con números
ganadores, al menos para un determinado espectro del público… Ése en el que me
incluyo, ése que está siendo echado de las salas de cine, porque el negocio
–como el espectáculo- debe continuar y en el binomio que forma la expresión
industria del cine, gana la primera parte.
Decir que hemos ido a ver la película a ciegas,
sería mentir, pues algo sabíamos de ella. Decir que hemos ido desconociendo la
práctica unanimidad de la crítica en su valoración positiva, sin saber que el
film ha ganado dos globos de oro sobre seis nominaciones, sin haber tenido
noticia de sus diez nominaciones a los Óscar, sería una completa patraña. Más
aún, decir que he ido al cine por propia iniciativa, sería más incierto todavía
que lo anterior. He ido al cine porque lo ha propuesto Marián.
Y se lo agradezco.
Mucho, además.
He llegado a casa con una sonrisa prendida en
mitad del corazón, lo que ya es mucho decir.
No es éste, un lugar para hablar del argumento
de la película nada complicado o novedoso, por otra parte… Es una película
clásica en todos sus apartados, salvo en la osadía. La osadía que ha tenido el
guionista y director para ofrecernos una película muda rodada en blanco y negro
(con una banda sonora fantástica), en esta época en las películas en 3D
comienzan a ser práctica abundosa.
Y sin embargo, creo que esta circunstancia no
es ajena a la génesis de la propia cinta. Quiero decir que Hazanavicius nos
envía una reflexión sobre la esencia del cine, envuelta en una historia con
algunos recovecos más de los que las primeras reseñas han apuntado.
A primera vista, podría ser un ataque directo y
a la línea de flotación de ese cine en que sólo se premian los efectos
especiales (tanto sonoros como visuales), en que la informática, en muchos
casos, viene a suplir el trabajo de actores y actrices, en que se simplifican
las historias hasta hacerlas insufriblemente previsibles y conocidas, sin que parezca
ello importarle a nadie, pues lo único que importa es mantener la tensión o la
admiración del espectador… Y digo que a primera vista arremete contra este cine
contemporáneo, porque lo hace, y sin embargo, también puede suceder lo
contrario. Es decir, que se trate de una puerta abriéndose a los avances
tecnológicos, siempre y cuando no sean estos el pivote sobre el que giran las
historias.
Quedarse en la trama de The Artist es
insuficiente, me parece. Creo que más allá de la historia que se nos cuenta (con
todos los ingredientes propios del cine clásico, incluso del cine primitivo),
la intención de esta película es otra. Y más allá de ser un ataque al cine
basado en lo meramente tecnológico –como ha afirmado buena parte de la
crítica-, lo que hace es levantar un estandarte reivindicando la esencia del
cine, con independencia de los medios técnicos usados. El buen cine será buen
cine ya se haga en 3D o se haga una película muda rodada en blanco y negro. El
protagonista (cuya interpretación es algo más impecable) representa a ese artista
en la cumbre, en la gloria, en el apogeo de la fama y de la riqueza, que
desprecia la llegada del cine sonoro, porque eso no es verdadero cine, eso no
es arte. En esa parte de la película el productor, mucho más lince para los
negocios, le dice (eso leemos en los subtítulos): “el público pide carne
fresca, el público nunca se equivoca”.
Y probablemente ahí esté el quid de la cuestión.
En cierto sentido esta película se puede
entender como metafórica respecto de muchas manifestaciones artísticas que se
debaten en la reflexión sobre la procedencia o no del uso de las nuevas
tecnologías para mantenerse. O dicho de otro modo: ¿El uso de las nuevas
tecnologías es pernicioso, incluso destructivo, para esas manifestaciones
artísticas?
Uno tenía claro que el soporte y los materiales
usados para la expresión, no son el arte, sino un vehículo mediante el que se
transmite. Importa menos, por ejemplo, si El Quijote es leído en
pergamino o en e-book, que leer lo que escribió Cervantes cuando lo hizo con su
péñola. Que yo prefiera el libro tradicional al e-book, no es más que
una señal de que los años van cayendo, o una demostración de que el ser humano
es un animal de costumbres, o que cierto romanticismo me impide romper con el
pasado. Sentir el tacto del papel cuando paso las hojas, olerlo, poderlo
subrayar o anotar…, etcétera, etcétera, no es más que algo adyacente a lo
trascendental: la lectura, esa conexión mágica que se produce entre autor y
lector, más allá de la historia y de la geografía.
Muchas veces el orgullo del artista le hace
luchar contra los elementos, enfrentarse contra un huracán que viene desbocado,
que ya está aquí. Y por no adaptarse a los nuevos tiempos (acaso en menor
proporción de lo que parece a primera vista y con menos esfuerzo), convierte su
vida en un infierno.
Más aún, conocer lo antiguo y lo moderno puede
resultar adecuado para saber en qué medida o en qué casos conviene usar uno u
otro, en función de lo que sea mejor para la propia expresión artística.