Cómplices

Jueves, 12 de enero de 2012


A uno le gustaría acunar los pequeños instantes entre los brazos, como ya hace tanto hizo con sus hijas. Ese tiempo que se extiende y deposita sus pasos sobre nuestros propios pasos, adormecerlos, esperar a que cierren los ojos, dejar que se confundan con la propia piel si es preciso, y luego, una vez rendidos, depositarlos dentro del corazón, con el mimo con el que colocaba los cuerpecitos de mis niñas sobre la cuna en medio de la madrugada, para, algo más tarde, despertar despacio y con caricias a esos instantes atesorados, evitando que se espanten y huyan de mí, y poderlos usar, viajar sobre ellos, prolongar un poco más ese privilegio que, no obstante, la vida me concede y me regala cada jornada.
Es tan viejo el adagio, que ya se usa como muletilla sin mucho sentido; algunas veces parece que no nos damos cuenta de lo que decimos. El tiempo es oro, y semejante verdad sólo es apreciada, por quien lo persigue sin encontrarlo. Y tan verdad es, que si uno tuviera oro de sobra, compraría tiempo, lo invertiría en tiempo: hay tanto mundo que ver, tantos libros que leer, tantas vidas de las que aprender, algunas líneas que escribir…
Porque, como decía Azorín (y yo he dicho mucho más torpemente que él, sin saber que el maestro alicantino lo escribió), cuando no hago nada, cuando paseo o contemplo cualquier cosa, entonces algo está sucediendo, algo que algún día brotará, imprevisible como la hierba. Porque, como decía Cernuda, el poeta necesita del ocio, eso que el llamaba ocio creativo.
Es habitual que no se comparta lo que digo. Cuando oso insinuar algo así ante quienes me rodean, miran con cierto desdén, y casi puedo leer en sus frentes lo que recorre el intrincado circuito de sus neuronas.
Sólo corroborarán mis palabras quienes son mordidos por el mismo alacrán y padecen de la misma necesidad.
Ser poeta, sobre todo desde el Romanticismo, ha implicado ser catalogado dentro del grupo de seres extraños, casi una especie en extinción que, mientras el humano use de la palabra, sin embargo, nunca desaparecerá. Es verdad que en muchas ocasiones los propios poetas han ganado a pulso tal opinión, pues en demasiadas ocasiones, partiendo de estas premisas u otras similares, han puesto su tarea como la más importante del universo, cuando, realmente, sólo somos poetas. Nada más que poetas.
Y nada menos.
Pero en estos tiempos en que únicamente se entiende al ser humano desde la óptica de la producción, la eficacia, la rentabilidad y la eficiencia, es probable que, además de raros ornitorrincos de color púrpura, se nos considere –no tardando mucho- como ‘asociales’, por no usar otra palabra más fuerte.
Mejor, quizá, mantener la apariencia de normalidad y desarrollar una actividad que nos justifique ante el mundo, para, al final, poder decir con orgullo aquello que escribió Machado, sin falsas modestias:
Y al cabo, nada os debo; debeisme cuanto he escrito.
         A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
         el traje que me cubre y la mansión que habito,
         el pan que me alimenta y el lecho donde yago.
Y aún así, cuando explicas, casi avergonzado, que has dedicado tu ocio a la lectura o a la escritura, sientes las saetas de las miradas conmiserativas sobre ti; y aunque callen, pues me estiman –no lo dudo-, piensan algo así: ‘Ay, pobre, cómo están algunos…’.