Cómplices

Lunes, 16 de enero de 2012


Es tan bella Segovia cuando nieva, que evitar la caricia de sus imágenes es una aberración, un error en el que no conviene caer, salvo causa muy justificada, porque asomarse a una ventana, a poco paisaje que se pueda contemplar, es alimento nutritivo para la sensibilidad y la emoción. Y sería igual de extravío recalar en estas líneas sin dejar que las sensaciones ingeridas poco a poco por los ojos, a medida que los pasos recorrían sus calles, afloren libremente…
Desde anoche, los copos han trabajado como descendientes o discípulos de Zurbarán, como si, desde lo alto, el pintor pacense especializado en alburas, hubiera retomado los pinceles utilizando como lienzo la piel rugosa, milenaria y aún hermosa de esta ciudad que agradece semejantes gollerías, como los niños cuando llega la hora del disfraz…
Y hoy, más que nunca, es necesario venir corriendo y dejar constancia de este suceso, porque la nevada ha sido la típica segoviana que dura pocas horas. Como esos helados artesanos sin muchos aditivos que enseguida comienzan a derretirse sobre el plato o la copa. Ha sido, si se me permite la cursilería, más que una nevada, un fugaz beso o una rápida caricia, un aviso, un recordatorio para la memoria. Porque las nevadas no melancolizan la mirada, sino que la tornan infantil, porque a pesar de la carga de recuerdos que suele atesorar su aparición, estos suelen ser, sino felices, al menos divertidos o entretenidos.
Caían los copos, pero, como si fueran muy ariscas con ellos las aceras y las calzadas, sólo han coqueteado con las tejas, los árboles desnudos, la tierra y los jardines.
Pero hoy lo más portentoso no ha sido contemplar cualquiera de sus monumentos o paisajes de postal (romperé así el tópico, para que no se diga), lo más impresionante, digo (por su fugaz belleza, casi como un verso que impacta, aparece, mas, ay, se olvida), ha sido la visión que he tenido al subir a casa de mis padres. Los plátanos, los chopos…, parecían revestidos de marfil, como si les hubiera florecido plata blanca en sus ramas resignadas a vivir descarnadas durante unos meses… Todo era una sinfonía monocroma, desde el blanco más puro de algunos copos, esos recién posados como plumas de ángeles en la peluquería, hasta el gris apenas manchado del cielo, eso que los pintores llaman (no sé por qué) blanco sucio.
Hoy, a esa hora primeriza de la tarde, en algún punto de la atmósfera, pilotando la nave de la borrasca que nos cruza, si no era el pintor de frailes, había uno de sus mejores discípulos, uno de los más aplicados, alguien cuya vista es capaz de forzar cada matiz para encontrar mil diferencias en el mismo color, tan sutiles como distinguir el blanco de un pétalo de margarita del de la espuma de una cresta de ola de mar…