Quizá mañana, o
dentro de tres vidas, todo sea frío, el hielo habite cada milímetro de los
pensamientos, y hasta las ramas de los árboles estén calcinadas por ese helor
propio de los casquetes polares, anticipos de la muerte, del vacío, de la nada.
Quizá, o no…
Pero eso hoy no importa.
Hoy importa, sólo importa que, a pesar de la
temperatura gélida de la jornada, el corazón ha latido pleno y feliz, cálidas
pulsaciones provocadas por las llamas de la chimenea chisporroteante de la
fraternidad.
Comprobar que la sintonía es casi unísona a
pesar de que cada uno pulsemos un instrumento diferente, gratifica hasta el
extremo de la armonía.
Son palabras éstas, bien lo sé, que provocarían
sonrisas entre quienes saben que la existencia es otra cosa tan compleja, tan
dura, tan llena de dificultades, como lobos hambrientos, y, al mismo tiempo, tan importantísimas y transcendentales…
Pero, algunas veces, conviene recordar dónde
está lo esencial, en qué consiste lo que merece la pena… Como bien saben los
jardineros y los agricultores, para que una planta crezca robusta y dé su fruto
a tiempo, es necesario podar y quitar todo aquello que estorbe para que lo
fundamental no se pierda o perviva.
Y como le dijo Diógenes a Alejandro Magno,
cuando éste acudió a visitarle y le rogó que le diera algún consejo propio de
su sabiduría, el filósofo le contestó: “Apártate
que me quitas la luz del sol”. Y es que, a veces, algunas circunstancias o
presencias de nuestro entorno, no es que impresionen o favorezcan, sino que
impiden que la luz guíe los pasos de nuestra existencia.