Cómplices

Martes, 17 de enero de 2012


Quizá mañana, o dentro de tres vidas, todo sea frío, el hielo habite cada milímetro de los pensamientos, y hasta las ramas de los árboles estén calcinadas por ese helor propio de los casquetes polares, anticipos de la muerte, del vacío, de la nada. Quizá, o no…
Pero eso hoy no importa.
Hoy importa, sólo importa que, a pesar de la temperatura gélida de la jornada, el corazón ha latido pleno y feliz, cálidas pulsaciones provocadas por las llamas de la chimenea chisporroteante de la fraternidad.
Comprobar que la sintonía es casi unísona a pesar de que cada uno pulsemos un instrumento diferente, gratifica hasta el extremo de la armonía.
Son palabras éstas, bien lo sé, que provocarían sonrisas entre quienes saben que la existencia es otra cosa tan compleja, tan dura, tan llena de dificultades, como lobos hambrientos, y, al mismo tiempo, tan importantísimas y transcendentales…
Pero, algunas veces, conviene recordar dónde está lo esencial, en qué consiste lo que merece la pena… Como bien saben los jardineros y los agricultores, para que una planta crezca robusta y dé su fruto a tiempo, es necesario podar y quitar todo aquello que estorbe para que lo fundamental no se pierda o perviva.
Y como le dijo Diógenes a Alejandro Magno, cuando éste acudió a visitarle y le rogó que le diera algún consejo propio de su sabiduría, el filósofo le contestó: “Apártate que me quitas la luz del sol”. Y es que, a veces, algunas circunstancias o presencias de nuestro entorno, no es que impresionen o favorezcan, sino que impiden que la luz guíe los pasos de nuestra existencia.