La niebla, por suerte tan inhabitual en Segovia, ha decidido hacerse presente desde hace unas horas, quizá para que no olvidemos su silueta albina y húmeda, quizá para ambientar algún cuento de fantasmas, espectros, apariciones o una desgraciada historia de amor…
Así pues, el paseo vespertino ha sido un tránsito entre humedales de dedos blancos, que daban a las fachadas y al perfil de las calles una apariencia extraña, como de ir vestidos con gabardina o con vestido de tules un poco deshilachados y sucios.
Cerca ya del Alcázar, junto a uno de los lienzos de la muralla, el que se descuelga sobre el hondo Clamores, la visión era especialmente extraña, perteneciente a otras latitudes bien distintas de ésta. Los árboles eran sombras sin color, y esa falta de concreción, paradójicamente, les hacía más humanos, daba la impresión de que en cualquier momento acabarían por ponerse en movimiento, por comenzar una danza, o un paseo con sonido de arrastre de cadenas a modo de banda sonora.
He subido hacia la plaza por la calle Velarde, y ya desde la fachada de la casa que albergó la primera imprenta que en España editó un libro, he empezado a comprender por qué en esta ciudad es tan difícil no ser romántico, es tan complicado acercarse a la contemporaneidad sin arrastrar sobre las espaldas el pasado. El entorno urbano, tan estrecho, tan románico, tan medieval, es un viaje abrupto al pasado y la imaginación revolotea hacia atrás sin dificultades. El decorado es contundente. Nada más pasar el arco de la Claustra, los álamos altísimos del Jardín de Fromkes (ese pintor norteamericano que se enamoró de esta tierra) parecían más minerales que nunca, sus tonos próximos al color de la plata destacaban más sobre ese fondo lechoso que los enmarcaba. Me he acercado al mirador desde donde se podría contemplar la vega del Eresma, pero no hoy; esta tarde el mundo se acababa siempre delante de mis ojos, pocos metros más allá, muy pocos metros.
La torre de San Esteban (tan bizarra siempre) hoy tenía sus pensamientos desperdigados por entre la piel de la niebla, apenas se divisaba, como si ejecutase una sutil danza de los velos…
La Plaza la he notado triste, melancólica, quizá añorando el bullicio de las navidades, como echando de menos las caricias de los pies de segovianos y foráneos… Ni siquiera el inicio de las rebajas daba la impresión de haber animado el ambiente…
Luego, ya en casa, he leído en un libro de mi amigo Jesús Pastor (Un paseo literario por Segovia) que Pío Baroja en su novela Camino de perfección, que en parte se desarrolla en esta ciudad, al situar a su protagonista en la Plaza Mayor, lo sienta ante la mesa de una cafetería y comenta que al otro lado en otra mesa hay una tertulia de gente triste. No recordaba este pasaje.
He detenido por un momento la lectura. ¿Será así como se nos ve desde fuera? Es probable. Nuestro clima no ayuda mucho, pero hay otros lugares con clima similar o más crudo, y sin embargo no sé yo si podrán ser llamados tristes. Quizá también sea la opinión de alguien que no conocía a fondo ni la ciudad ni sus gentes. No sé, pero no es la primera vez que oigo este adjetivo refiriéndose a los segovianos.