Aún no ha
amanecido. Ni siquiera ha comenzado el clareo del día. Sigue sin apretarnos el
típico frío de estas tierras, aunque la temperatura apenas se aúpa sobre el
cero un par de escaloncillos.
Se me hace extraño escribir a estas horas. Maravillosamente
extraño. Algunas veces no es bueno que disfrute de lo que realmente me gustaría,
porque después tornarán los momentos habituales de esa monotonía, por otra
parte necesaria.
Acabo de escuchar en las noticias que alguna
entidad internacional con prédica en casi todos los países del mundo, ha pedido
a Europa que rebaje las cotas de protección social que nos definen y nos
distinguen.
Está visto que la palabra protección (en
cualquier contexto) produce urticaria en los cimientos del capitalismo salvaje
que gobierna el planeta. Proteger es sinónimo de mantener parásitos, cuando no
directamente carroñeros que se aprovechan de la productividad, la eficacia, la
eficiencia y el sudor de quienes más trabajan… para que acrezcan las cuentas
corrientes de quienes controlan realmente esos organismos internacionales. Me ha
parecido oír, en concreto, que instaban a España a liberar más el mercado
laboral.
Siempre suena la misma música, la única,
además, que cuenta con altavoces por cualquier rincón del Planeta. La monocorde
salmodia de los asesinos.
Siguen dando pasos las voraces fieras que
nos desean esclavizados, enyugados nuestros cuerpos por determinados conceptos
que, en el fondo, son sólo la carcasa contemporánea de los eternos conceptos:
quien más tiene más puede y más quiere, y quienes menos poseen, según su modo
de pensar y ver la existencia, estamos a su servicio, las veintiocho o las
treinta y seis horas del día. Los nuevos tiranos (aquellos que gobiernan la
polis, aunque nadie sepa su nombre) siguen empujando nuestro destino. Y como
los viejos dioses muertos, sólo toleran nuestra molesta existencia, en tanto en
cuanto seamos sus braceros. Por tanto si somos menos sanos, menos cultos y
pensamos menos por nuestra cuenta, mejor formaremos parte de su rebaño. Nos quieren
productivos, nos quieren y nos estiman y nos utilizan en cuanto que somos
brazos, piernas, lomos, organismos reproductores de nuevas generaciones para
almacenar en sus ostentosos palacios más oro, más joyas, más diamantes, más
poder…
Lo conseguirán o no, lo sufriremos o no,
pero ellos y sus hijos y los hijos de sus hijos, y los hijos de los hijos de
sus hijos hasta el infinito, concluya éste cuando fuere, han de morir como
nosotros, nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos y los hijos de los hijos
de nuestros hijos, hasta el infinito. ¿Dónde quedan hoy aquellos hombres y
mujeres que abarcaron el poder absoluto y fueron dueños del mundo? ¿Dónde
Alejandro Magno, dónde Julio César, dónde Augusto, dónde Carlo Magno, dónde
Felipe II, dónde Luis XV, dónde, dónde viejos reinos, emperadores, papados…? Sus cenizas y las de sus caballos y sus
criados y sus amantes y sus hijos y sus víctimas se confunden con el olvido y con el polvo de
los caminos.
Quienes hoy detentan todo el poder, conseguirán
nuestra ruina, o no, pero no por ello alcanzarán la eternidad que, en el fondo,
es la única pretensión. ¿Qué sentido tiene la vida si se acaba? Ay, pero la
vida se acaba.
Entonces la cuestión empieza a ser otra, la
pregunta empieza a aparecer con nitidez ante mis ojos. ¿Dejaremos que sea
nuestra existencia el primer escalón, el primer tramo que decida el horror de
quienes nos prosigan?
Quizá este momento que vivimos pueda
interpretarse de otro modo, quizá estemos asistiendo a los últimos boqueos de
un sistema que en su aplicación extrema se está mostrando inviable. Quizá sea
el momento de mirarnos bien adentro y descubrir en nosotros mismos aquello que
resulte más humano. Porque, lo humano, tal y como lo hemos conocido, probablemente
es lo que está en juego. Quizá sea hora ya de construir humanidad a nuestro
alrededor, de hacer cada uno de nuestros instantes un reducto de lo humano. A lo
mejor el único modo de parar el martillazo que nos llega de las cumbres
envueltas en tinieblas del nuevo Olimpo, es edificando humanidad concreta y
sencilla desde abajo, desde cada cobijo, desde cada transporte público, desde cada
puesto trabajo…
Y justo ahora comienza el cielo a teñirse de
un gris que quiere ser azul, si es que la niebla lo permite. Y justo ahora los edificios dejan de ser oscuras
masas, apenas un perfil desdibujado, y clarean sus contornos…