Cómplices

Martes, 3 de enero de 2012

En uno de los libros que ando leyendo, En la pausa (La uÑa RoTa, 2011), del argentino Diego Meret, este joven autor (alabado y recomendado en Argentina por Pauls y Piglia) reflexiona y explora, con lucidez, ironía y una pizca de melancolía, sobre los momentos iniciales de su existencia que lo llevaron a la irremediable necesidad de la lectura, primero, y la escritura, más tarde.
Leer esa aventura personal y, por tanto, intransferible, sin embargo, me ha hecho recordar, en alguna medida, mi propia peripecia personal. Todo ese proceso que desde la niñez, concluyó en la adolescencia hasta el hambre por la escritura. Porque, y me imagino que así le sucederá a la mayoría de escritores, a la necesidad de escribir se llega después de haber cubierto la necesidad lectora. Me cuesta trabajo imaginarme a algún escritor que antes no haya sido lector voraz. Más aún, me cuesta imaginar a algún escritor que no sea lector voraz, pues si no lee ¿cómo se alimentará para escribir? Por muy sublime escritor que se tenga a sí mismo, por muy por encima que se ubique a sí mismo respecto de la literatura de su tiempo, seguro que releerá (cosa que debiéramos hacer todos en mayor medida) a los clásicos, a los imperecederos, a quienes siempre habitarán las cumbres de la Literatura, ésas que son inaccesibles para el común de los mortales.
Diego Meret, a quien espero saludar durante la presentación de su libro el próximo día 21 de enero, escribe con una soltura y una chispa poco habitual. Narra su propia peripecia con la sencillez de quien la está comentando a unos amigos en una cafetería, pongamos por caso, pero, al mismo tiempo, con la originalidad y solvencia propias de un autor de altos vuelos de quien Fogwill escribió esto en El País, según leemos en la contraportada:
En la pausa, de un tal Diego Meret, de quien sólo se sabe que ronda los treinta años y que si logra otro libro de este nivel de calidad, figurará muy pronto en ese seleccionado argentino donde, a falta de mejores, se nos suele poner a Pauls, a Kohan, a Piglia y a mí.
(Quizá habría que añadir a Neuman, pero eso es otra cuestión).
El caso es que este libro (y no sé si ésta es la verdadera intención que Meret busca en los lectores), ha disparado mi melancolía y me ha recordado –sólo por el tema, nada más; no hay nada en mi escritura que se asemeje a la suya- a Autorretrato de un escribidor, y, por tanto, me ha elevado hacia cierto sentimiento de melancolía, porque los recuerdos se atavían con ese ropaje de tonos mates y un poco pasados de moda.
A veces conviene, a pesar de lo que se pueda creer, zambullirse en la melancolía, sobre todo cuando sus aguas son puras y cristalinas, cuando uno se recuerda como alguien utópico que pensaba que este mundo de la escritura no se parecía tanto al salvaje Oeste. Lo cual, por otra parte, es prueba evidente de la inocencia en que uno se movía, pues el ser humano es como es, y los escritores no iban a ser de otra pasta, como he ido descubriendo con los años. Y no me refiero, sobre todo, a quienes ocupan las posiciones cimeras…
Pero esto, también, es otro tema.