Algo tan simple como dar unos pocos pasos (uno siquiera), a veces se convierte en un pequeño suplicio. No nos damos cuenta del complicado equilibrio de nuestro organismo, hasta que un pequeño músculo, supongo, se rebela y empieza a doler. Entonces, todo comienza a girar entorno a ese dolor concreto, agudo, muy punzante.
Lo peor es estar sentado, sobre todo escribiendo, porque el peso de la espalda cae a plomo justo en esa parte del organismo. Parece que no lo notas. En ese momento de quietud nada duele. Pero al levantarse, en el mejor de los casos sientes una piedra granítica allí donde normalmente había carne, cuando no un aguijonazo que impide que la espalda se sitúe en su posición vertical. A partir de ahí percibes con nitidez el tiempo en que una orden del cerebro tarda en llegar a la pierna para que ésta avance. Resulta que, a no mucha distancia del lugar indicado, alguien con no sé qué motivos, ha instalado una barricada y esa instrucción, para llegar a las terminaciones nerviosas adecuadas, tiene que abrirse paso a codazos o a navajazos, como si fuera acompañada de la policía antidisturbios y las fuerzas del orden hubiesen de disparar pelotas de goma. Y así una vez tras otra, al menos, los primeros cincuenta o sesenta pasos. Luego, algo socavada tamaña resistencia facinerosa y revolucionaria, la sensación es diferente. Ha dejado de doler con intensidad, sólo hay pequeños ecos, por así decir, como una sombra, como si ya sólo tuvieran que actuar contra personas muy concretas.
Y es que hay días en que uno no está para nada más que para leer tumbado, cualquier otra cosa es un esfuerzo excesivo.
Por suerte, hay manos caritativas que vienen en tu ayuda con prontitud, y el calor seco sobre el foco alivia los peores momentos. Para mi suerte mis compañeros de trabajo, además, los considero amigos. Eso no es muy frecuente, pero en los últimos cinco lustros he vivido la misma sensación.
Una parte de mí huele a trigo. A semillas de la variedad más dura de ese cereal procedente de los campos sorianos que, escondida dentro de una funda de algodón reforzado, una funda de cuadros escoceses, acoge el calor que el microondas le ha transmitido, y durante más de media hora reenvía esa energía calorífica allá donde es necesaria. El alivio, como el de la manta eléctrica o del calentador, es casi inmediato, pero uno tiene la sensación de que hay algo más además del calor, en esa sensación. Como si la elevada temperatura hiciese que otras propiedades del cereal también acaben por entrar en el organismo… Y eso sólo se lo debo a la rapidez y desprendimiento con que han actuado dos personas.
Ojalá, pienso ahora, que la luz del sol y la pureza de la brisa que atesoraron los granos durante el tiempo que estuvieron luciendo en la espiga, me alumbren el interior y me haga un poco más luminoso…