A estas horas un poco
frescas del mediodía, a estas horas en que el sol parece haber empalidecido algo, como si
hubiera dormido mal o tuviera frío, me pregunto si algún editor contemporáneo
editaría —como se editó en su día— Rayuela,
firmada por alguien llamado Juan García o Pedro González... u Horacio
Oliveira.
Y casi al hilo de esa pregunta, mejor dicho, de su
respuesta, en caso de que ésta fuese afirmativa, como si fuera su sombra cosida
inevitablemente a los talones, aparecen un pequeño rimero de cuestiones
adyacentes:
a) ¿De cuántos ejemplares constaría la primera
edición?
b) ¿Cuántos críticos —garúes que dictaminan lo que
es digno de salvarse o lo que se ha de arrojar al olvido—, se atreverían a
ubicarla entre el puñado de obras cimeras de la literatura universal?
c) ¿Cuánto se gastaría en su promoción?
d) ¿Cuántas reediciones se harían al cabo de los
meses, es decir, cuántos lectores comprarían la novela?
e) ¿Cuántos lectores leerían la novela?
…
Me tiemblan las respuestas en la punta de la
lengua, pero prefiero callarme.
Y no estoy diciendo, ni siquiera insinuando, ni
siquiera pensando, que alguna vez vaya a escribir algo parecido. En cierto
sentido es imposible, pues la vía que abrió Cortázar se cierra en la misma
novela, cualquier intento de escribir algo similar sería catalogado —en el
mejor de los casos— como imitación; aunque lo normal sería hablar de copia
descarada.
Estoy hablando o me estoy refiriendo a otra idea
que más bien me conduce al desánimo o a cierto desconcierto, o a tomar
conciencia de que el verdadero camino, al final, es un camino que se ha de
recorrer en solitario, quizá acompañado de unos pocos amigos, con la convicción
de que lo más parecido que existe a la verdad objetiva, es la honestidad con uno mismo, ajeno a otras cuestiones más o menos imperativas.
El resto tiene más que ver con las circunstancias... Aunque no olvido que éstas también forman parte de mí mismo, según apuntaba Ortega.