En muchas ocasiones —hoy por
ejemplo—, me gustaría poder convertirme en un aprendiz de paisajista con
palabras para dejar por aquí, a modo de apunte, las sensaciones del paseo de la
tarde, por el empinado camino que descendía vertiginoso hacia la ribera
izquierda del Eresma. Pero hay momentos en que semejante ataque de posible
lirismo, o de contemplación de las maravillas que la naturaleza nos regala aún,
quedan aparcadas bajo la sombra de la herida que los propios acontecimientos de
la realidad van suscitando.
Se puede pensar que la tan cacareada crisis es algo
ajeno a nosotros, algo que entre unos y otros se han sacado de sus chisteras
para amargarnos la existencia. Unos números abstractos que se refieren a algo extraño a la cotidianidad.
Pero, por desgracia, cada día más, esa palabreja va
tomando cuerpo junto al nuestro, se va materializando, por así decir, hasta
convertirse en un ente casi familiar, como ese pariente molesto —¿odioso?— con
quien nadie quiere estar: ‘Allá y le
ondulen con la permanente’, que diría un castizo.
En algunos lugares, como se explica en una noticia
datada en Cataluña y que hace referencia al sistema de salud de la Generalitat,
se considera gasto inasumible por el sistema de salud el ingreso hospitalario
de una mujer de ochenta y un años con grave gastroenteritis, en contra de la
opinión del médico, y se ordena —vía telefónica— el ingreso en un centro
ambulatorio y, veinticuatro horas después, la pobre señora muere. Este es el
extracto de la noticia. Si esto es así, entonces es que ya nos están tocando
algo muy serio. Como decía la hija de esta mujer, es posible que su madre
hubiese muerto aunque hubiera sido hospitalizada en el momento en que indicó el
doctor. Por desgracia ya no se podrá saber.
Es un botón, un caso aislado, pero está ahí, es muy
concreto.
Hace apenas un par de horas hablaba con una buena
amiga residente en Cataluña, y me comentaba algunas cosas y me citaba para algún
acontecimiento al que no podré asistir —salvo milagro en forma de lotería o
algo así—. Y es que esta señora odiosa y que tanto apesta, doña Crisis de la
Deuda Soberana —que habitualmente es acompañada por una de sus deleznables criaturitas,
Prima de Riesgo—, ya va tocando a la puerta de uno.
Y no es que tenga que dejar de invertir en negocios,
ni siquiera familiares o de pequeña dimensión, pues nunca he estado en
semejantes bretes. Tampoco tengo que prescindir de viajes, pues casi nunca he
viajado (el año pasado cuatro días, dos a Lérida y dos a Zaragoza), hace dos, tres a Sevilla. Tampoco he
de vender el coche, pues ni siquiera poseo la licencia que me permitiría
usarlo. No puedo desprenderme de una segunda residencia, pues la única que
tengo es donde vivo con mis hijas y Marián (una es universitaria y las otras dos en paro). Ni siquiera estoy apurado por una
hipoteca o un alquiler…
Y aún así ya tengo que empezar a prescindir de
algunas cosas. Cada vez frecuento más la biblioteca y los estantes de mi casa y
menos las librerías, este año salir a Zaragoza será una auténtica locura, es
incluso posible que tenga que intentar modificar mi contrato de Internet,
aunque mis hijas organicen una sublevación familiar en toda regla, no he podido
colaborar como quisiera con la iniciativa de un amigo editor, en las tiendas de
ropa no me han visto en esta temporada…
Se habla y se critica mucho a los funcionarios,
pero nosotros —la inmensa mayoría de los funcionarios de este país—, mientras
ataban los perros con longaniza en el territorio nacional, siempre tuvimos que
andar ojo avizor con los gastos, sin poder hacer estruendosos dispendios,
aunque de vez en cuando nos diéramos una alegría para el cuerpo. Pero cuando ya
la cuestión empieza a afectar a este tipo de gastos (ropa, libros, Internet,
telefonía, algún viaje de fin de semana, vacaciones, televisión), es que el
retroceso está avanzando más rápido de lo que parece o nos quieren hacer creer.
Efectivamente, cualquiera lo podrá decir, y tendrá
razón, que ninguna de estas cuestiones son imprescindibles o vitales.
Está clarísimo que se puede vivir —y no mal— sin ellas. Pero es que el
siguiente paso ya empezará a afectar a la calefacción, a la comida, al dentista, al oculista… Y sólo
describo, no me quejo, pues mirando alrededor —entre los míos, por no ir muy
lejos—, uno se da perfecta cuenta de que sigue siendo un privilegiado, alguien
que goza de la salud —al menos que se sepa— y de un trabajo fijo —aunque algún
mes no vaya a cobrar— que, además, me permite disponer del tiempo libre, que es mi mayor tesoro, mi lujo más querido. Pero sin
quejarme, sí constato que esta señora ominosa está cada día más próxima.
Entretanto los políticos a lo suyo: que la banca y
los grandes capitales sigan creciendo, continúen asfixiando al ser humano. ¿Qué
importa el ser humano, salvo que produzca? Luego se lamentarán por el bajo consumo que determinará el descenso en la productividad... En fin, una espiral de la que la única salida que se propone es ensanchar hasta el abismo las diferencias entre los que más tienen y los que andamos con lo justo o menos aún.
Quizá no me afecte en lo personal, quizá debiera
haber escrito sobre el sol, el río, el canto de los pájaros y la visión de una
vacada recorriendo la falda de una ladera relativamente próxima…
Quizá…
Pero a veces uno no puede escribir exactamente lo
que quiere.