—Seguro —me decía— que de esto
sale uno de tus surcos.
Y negué. Negué sabiendo que al final, de algún
modo, acabaría la tarde de ayer aleteando la extensión de estas líneas; pero su
aleteo, como no puede ser otra manera, se parece al de las mariposas: tenue y
fugaz, como un rastro, como una veloz visión que deja delante de los ojos lo
que ya ha pasado, huella de color en vuelo.
No me gusta —como se podrá comprobar a lo largo de
estas excesivas páginas—, salvo que se trate de algo público, citar nombres o
señalar con el dedo desvelando detalles que, tampoco supondrían ninguna afrenta
para nadie. Edificar un diario con estos materiales y con mi vida es irrisorio,
lo sé, pero no me interesa más. Lo extraño es que le pueda interesar a alguien.
Ya hay muchos —demasiados— que vienen, no a señalar, sino a herir con garras y
colmillos cuanto pasa a su vera. Ya hay demasiados cuyo verdadero y único afán,
parece ser buscar, encontrar y publicar el error del otro o la afrenta.
Sé que podrá ser tomado esto como una notable
estupidez, pero mi afán es otro. Mi lucha, mantenida a diario, es demostrarme
que esta especie de animales racionales que ocupamos el planeta, tiene
individuos absolutamente fascinantes y maravillosos. Personas que, probablemente,
no pasarán a la historia de nada, ni siquiera como nota a pie de página. Y sin
embargo, la pena no será para ellas, ni siquiera para los contemporáneos que
han tenido o tenemos la inmensa suerte de conocerlos y tratarlos, sino para las
futuras generaciones que quizá crean que este siglo y el pasado fue habitado
por personas crueles, dedicadas con afán infatigable a hacer daño a sus
vecinos: cuanto más próximos más daño. Y es que, lamentablemente, esas personas
—quienes ocupan las cotas de poder en cada una de las múltiples facetas humanas—,
serán quienes salven su nombre del olvido de los cementerios, para llenar de
mayúsculas el cementerio de los libros de historia…
No me daré ahora el aire de inocente iluso, como si
fuera extraterrestre que no sabe nuestros usos y costumbres. Para mi desgracia,
bien saben mis carnes que las navajas se desenfundan, se abren y refulgen
demasiadas veces a cualquier hora del día, en cualquier parte del mundo, en
cualquier gremio. Lamentablemente no son las peores las verdaderas, sino las
metafóricas, porque suelen dejar sangrando los sentimientos y estos no se
atienden en las urgencias de ningún hospital o centro de salud.
Lo que digo es que, a pesar de ello, la mayoría está
más preocupada de no hacer daño, que de hacerlo, de seguir con su tarea
infatigablemente a cambio de la satisfacción que produce hacer las cosas con
honestidad y bien, o lo mejor posible, personas coherentes con sus principios
hasta extremos que a otros debería producir vergüenza…
Y no, la verdad es que no fue ninguna sorpresa. No
me había hecho falta el contacto físico para confirmar estas cuestiones.
Ciertas cosas no se pueden disimular mucho tiempo. A uno le pueden engañar muchas veces durante mucho tiempo. A unos cuantos se les puede engañar algunas veces durante algún tiempo. Pero a muchos es imposible engañarlos siempre. (La idea, obviamente no es mía).
Y si a la tarde —vestida de versos, incluso de los
míos, menudo honor— le ponemos el colofón del recital en El Comercial y que mi querida Elvira
Daudet me presentara otro buen grupo de poetas a quienes no conocía en persona,
y además pudiera reencontrarme con mi amiga y poeta María Sangüesa y pudiera
escuchar recitar con su poderosa voz a Jesús Urceloy sus propios poemas, editados
en una cuidadísima plaquette por Hazversos,
se podrá concluir que fue una espléndida jornada para el aprendizaje, esta
intensa tarea cuyo final no existe…
Y aún así, me queda la espina clavada de los
horarios, de no poder asistir al recital, entre otros, de Paloma Corrales en Diablos Azules, pero uno es un ser
humano tan limitado en todos los sentidos…
Al menos, al fin, me acerqué a Madrid para seguir
comprendiendo que uno es quién es, está donde está, y lo mejor que puede hacer
es labrar su tierra con el respeto que los aprendices deben a lo sagrado, pero,
sobre todo, con el sosegado silencio de quien cree conocer a estas alturas qué
puesto ocupa en este mundo.
Total, y por si acaso las dudas pudieran cernirse
como nubes tormentosas, la realidad (tan tozuda, tan inapelable, tan irrefutable),
sigue confirmando cada una de mis intuiciones, a pesar del mentís que proclaman
sin cansancio quienes me quieren.